martes, 30 de octubre de 2007

Razones

Porque él no canta solo con su potente voz, sino con toda el alma que se le desgarra en cada canción.
Porque a través de su voz cantan muchas otras voces, sofocadas bajo la tierra, condenadas a siglos de soledad. Voces que sufren, aman, se rebelan, luchan y se atreven a imaginar un mundo mejor.
Porque hay una imagen que no se me borra nunca: Abril de 1986, el Hospital de Clínicas rodeado de policías. Ricardo Flecha avanza, sólo con su guitarra, para enfrentarse al cerco represivo con su canto solidario.
Una chica me preguntó entonces: ¿Qué puede hacer una guitarra frente a las armas, frente al odio, frente a la muerte...?
Creo que hace una vida que Ricardo Flecha viene contestando a esta pregunta.

lunes, 22 de octubre de 2007

Humo verde

(Capítulo adelanto de mi próxima novela "Chaco", en donde el periodista Rafael Bastos y el detective Martín Yacaré vuelven a las andadas, detrás de un sueño ambientalista en la región Occidental. Un pequeño regalo para los lectores y las lectoras que desde hace rato me piden más aventuras de estos personajes).

Gaacái lo vio primero. El kure kaaguy devoraba los restos de un melón silvestre sin percatarse del peligro. Los dos jóvenes indígenas Ayoreo se agazaparon detrás de los arbustos de espinillo y rogaron que el viento no cambie de dirección. Ugói aferró la pesada lanza guerrera y apuntó con cuidado. Tratando de no hacer ruido, arrojó el arma con todas sus fuerzas.
Fue en vano. En el último segundo, el animal se esquivó y echó a correr. La lanza se clavó en la tierra con un ruido seco, curiosamente metálico.
Ugói se aproximó, mientras Gaacái se reía de la torpeza de su amigo. Del chancho salvaje solo había quedado un leve murmullo perdiéndose entre la espesura.
Ugói intentó desenterrar la lanza y la sintió dura, como si algo la aprisionara. Extrañado, la aferró con las dos manos y tironeó con fuerza. Hubo un crujido, un shsssst intenso, un olor picante que lo envolvía rápidamente. Una llamarada de fuego se encendió dentro de sus pulmones.
A pocos metros, Gaacái vio a su amigo toser, tambalearse y luego caer, envuelto en una radiante nube de humo verde, que brotaba desde el fondo de la tierra.
Corrió para ayudarlo, pero no pudo llegar hasta él.
La nube verde salió a su encuentro, y fue como si el Sol se derritiera sobre sus hombros.

* * *

–Humo verde –dice la vieja en idioma Ayoreo, según me explica Charles, el misionero salesiano que hace de guía y traductor.
Dupade, en la árida región del Chaco Central, parece una aldea fantasma, un miserable poblado barrido por los Jinetes del Apocalipsis.
Solamente la vieja Amatai está sentada en medio de la soledad de la siesta infernal, con su bastón de madera y sus ojos alucinados, hablando de visiones y profecías.
Ella es la única sobreviviente de esa pequeña comunidad de indígenas Ayoreo en donde han fallecido más de veinte personas, víctimas de una extraña enfermedad que el Ministerio de Salud se apresuró en catalogar oficialmente como “Epidemia de paludismo”.
–¡La madre tierra, herida mortalmente por los Cojñone, se ha enojado con sus hijos! –repite una y otra vez la vieja Amatai, con voz estremecida, agitando en el aire su bastón de madera–. ¡Por eso ha enviado el humo verde de la muerte!
–¿Qué significa Cojñone? -le pregunto a Charles.
– Es como llaman los Ayoreóde a los hombres blancos.
–Ya, pero... ¿qué significa?
–Significa literalmente: “Gente que hace cosas extrañas o tontas”.
–Muy preciso.
La vieja me mira con sus ojos inescrutables. Le pido a Charles que le pregunte sobre el sitio exacto donde murieron los jóvenes cazadores Gaacái y Ugoy, las primeras víctimas del extraño mal.
Despues de hurgar largamente en los devaneos de la anciana, el misionero logra obtener una imprecisa referencia del sitio donde brotó el humo verde.
Ahora solo nos falta burlar la vigilancia de los militares que han cercado la aldea bajo el pretexto de la declarada “emergencia sanitaria”. El mayor Walter Espínola, a cargo del operativo, había aceptado a regañadientes mi presencia en la aldea, solo porque le mostré la autorización especial firmada por el secretario de informaciones de la Presidencia de la República, pero le ordenó a un soldado que no me pierda de vista un solo instante.
Así que me despido de él con una exagerada muestra de gratitud por su gentileza. Me mira desconfiado, pero a la vez contento de poder librarse de mi incómoda presencia. Con Charles subimos a la camioneta con el logotipo de la revista Ñangapiry News, donde el chofer me está esperando, asfixiado de calor. Un oficial da la orden y se abre la improvisada puerta en la muralla de alambre de púas, para dejarnos salir de la aldea.
Luego de habernos alejado como medio kilómetro, le pido al chofer que se detenga y me bajo a orinar al costado del camino. De reojo veo que un jeep verde también se detiene a la distancia, detrás nuestro. Un brillo de los reflejos del Sol delata el uso de sus anteojos largavistas.
Con disimulo, vuelvo a subir a la camioneta.
–Escuchame, Tapití. En la primera curva, disminuí la velocidad, pero no te detengas. –le digo al chofer- Charles y yo vamos a saltar. Vos seguí directo hasta Filadelfia y quedate a esperanos en el hotel, todo el tiempo que sea necesario.
-¿Qué...? –exclama Charles, alarmado.
Tapití, el chofer, asiente con la cabeza, sin ningún comentario. Nos conocemos desde hace mucho y ya está perfectamente habituado a mis locuras.
Con un gesto, Tapití me muestra el lugar más indicado, un recodo donde el camino serpentea en medio de una espesa vegetación. Aferro fuertemente mi mochila, le hago una seña a Charles, quien está pálido de susto. Cuando el vehículo dobla la curva, abro la portezuela, empujo a Charles y salto detrás de él.
Los dos caemos pesadamente al suelo. Charles grita de dolor, pero no le doy tiempo, me incorporo y lo arrastro hacia el monte. En seguida vemos que el jeep militar también dobla la curva, siguiendo las huellas de nuestra camioneta. Hay un oficial y dos soldados adentro, además del conductor, todos armados hasta los dientes. El oficial lleva los binoculares en la mano, aunque sé que le será muy difícil poder ver algo con el intenso traqueteo.
El jeep sigue de largo detrás de la camioneta. Harán un lindo viaje inútil hasta Filadelfia.
Miro a Charles, que ha contenido la respiración, y le hago un gesto tranquilizador. Saco mi pequeña brújula y trato de orientarme.
–Por lo que dijo la vieja, tenemos que caminar hacia el Norte –le explico.
–Usted está loco –me dice Charles.
–Eso ya lo sé. ¡En marcha!

* * *

Avanzamos despacio por un estrecho cañadón que se extiende hacia el norte. Los cañadones son hondonadas naturales, características de la topografía chaqueña, abiertas en medio de la espesura, cuya utilización fue muy eficaz para las tropas paraguayas durante la Guerra contra Bolivia, en los años 30. Charles camina detrás de mí, aún confundido, aunque ya menos asustado.
–Perdone la curiosidad, señor Bastos... –me dice, al cabo de varios minutos de silencio–. Ya sé que la muerte de veinte indígenas por paludismo es algo grave, pero no hasta el punto de que se declare un verdadero estado de guerra militar, ni que una importante revista de la capital envíe a su mejor periodista.
–Gracias por lo de mejor periodista, Charles. Ojalá mi director, Fulgencio Mendieta, pueda escucharte. Pero tenés razón. Aquí hay algo mucho más grave todavía. Esos indios no murieron de paludismo.
–¿No...? ¿Y entonces de qué...?
–Es lo que quiero averiguar. Sospecho que los cazadores descubrieron accidentalmente algo que estoy buscando desde hace tiempo. Algo muy peligroso y mortal. Algo que si se llega a difundir, puede hacer rodar la cabeza de personajes muy poderosos.
–Me está asustando de nuevo...
–Te voy a contar una historia, Charles. Una historia que vengo siguiendo desde hace años, hasta ahora con muy pobres resultados. Es una historia que comienza en Alemania, en el puerto de Bremen, en octubre de 1990, cuando las autoridades aduaneras realizan una verificación rutinaria al cargamento de un buque trasatlántico llamado Borkun. Se trataba de barriles de pinturas que iban a ser enviadas como donación a un lejano y pobre país tercermundista, llamado Paraguay. Ya habían sido enviados varios cargamentos similares anteriores, todos en forma absolutamente legal. Pero esa vez, los aduaneros advierten un nauseabundo olor, que los lleva a inspeccionar más a fondo. Al abrir uno de los barriles, perciben una extraña luminosidad verde en su interior. Rápidamente llaman a un equipo de expertos y descubren que en realidad el contenido no era pintura, sino desechos industriales, altamente tóxicos y de exportación absolutamente prohibida.
–Entonces... ¿era eso lo que...?
–No lo sabemos, Charles. Aquel cargamento fue confiscado y luego destruído. Organizaciones ecologistas como Greenpeace armaron un tremendo escándalo mundial, ya que el tráfico de basura tóxica es considerado como uno de los mayores crímenes contra el sistema ecológico del planeta. Empezó a hablarse de la presunción de que los anteriores cargamentos enviados al Paraguay eran también de basura tóxica, pero nunca se encontraron rastros ni evidencias. Hasta que empezaron a saltar algunos documentos. Una nota secreta del entonces ministro de Industria, ofreciendo a una empresa alemana la posibilidad de usar “desechos industriales” como combustible alternativo en los altos hornos de la Industria Nacional del Cemento, en Vallemí. Algunos avisos publicados en varios diarios europeos que ofrecían “tierra para depósito de desechos” en el Chaco central, específicamente en una desértica región denominada Rinconada Flavio. Y algunas notas del entonces agregado militar de la embajada paraguaya en Alemania, un coronel de caballería de apellido Oviedo... te suena, ¿verdad?... que ofrecía sus gestiones a empresarios alemanes para traer desechos industriales al país.
–Pero... ¿se pudo comprobar si llegó a entrar realmente algún cargamento?
–Una alta fuente diplomática nos confirmó que al menos una partida de tambores con productos altamente tóxicos, principalmente dioxina, fue enterrada por soldados de la Caballería en una zona desértica del Chaco Central, una oscura noche de junio de 1992, pero nunca pudimos precisar el lugar exacto. Es decir, nunca... hasta hoy.
–Carajo... carajo... carajo...
–No maldigas, Charles. Acordate que vos sos un misionero católico. Para más, salesiano. Por otra parte, estamos a punto de desentrañar el misterio. Mirá... allí están los árboles que nos mencionó la vieja Ayoreo.

* * *

“Encontrarán a dos árboles hermanos, frente a frente, exactamente iguales, como si fueran imágenes uno del otro”, había dicho en medio de su delirio la vieja Amatai. Tal cual, allí estaban, en la cima de una pequeña loma, dos frondosos y corpulentos samuhú o palo borracho, clones idénticos, cual si fueran mutuos reflejos de si mismos en un espejo.
Según la vieja había que pasar por en medio de los dos árboles gemelos, como a través de un arco del triunfo, y caminar veinticinco pasos hacia del lugar donde entra el Sol. Me pongo a medir la distancia, seguido por un repentinamente animado Charles, como si su miedo hubiera quedado atrás, superado por la adrenalina de la increíble aventura.
Al dar el vigésimo octavo paso (probablemente los Ayoreo tienen piernas más largas o no saben contar muy bien), encuentro la tierra pintada de verde. Ya no hay humo, pero el sitio esta marcado por un círculo de plantas muertas. Y en el centro... ni siquiera se han molestado aún en tapar el pozo abierto por la lanza de los jóvenes cazadores.
–Quedate allí, Charles. No te acerques. Puede ser peligroso.
Abro la mochila y le paso una de las máscaras de gas. Tengo que enseñarle como ponérsela. Yo me coloco otra y me calzo los guantes de amianto. Luego extraigo la pequeña pala plegable y me pongo a cavar con cuidado alrededor del hueco. Charles me observa, respirando ruidosamente dentro de su máscara, entre temeroso y con ganas de ayudar.
De pronto, al hundir otra vez la pala en la tierra, siento el golpe contra el metal.
Me acelero, pierdo mi característica parsimonia, arrojo la pala a un costado y me pongo a cavar frenéticamente con las manos, arrojando puñados de tierra al aire, sin sentir que mis dedos se lastiman bajo el guante de amianto, hasta que el barril va emergiendo con su siniestra estructura cilíndrica, carcomida por la espuma verde.
No puedo creerlo. A mi lado, Charles tiembla de excitación. Le pido que me pase la mochila. Extraigo mi cámara y empiezo a tomar fotos de todos los detalles y desde todos los ángulos. Después, con una tenaza, desprendo fragmentos para muestras y los guardo en bolsas herméticas de papel aluminio. Estoy tan concentrado, tan obsesionado, que no siento la presencia de las sombras que me rodean.
Al darme cuenta, ya es muy tarde.
El golpe estalla en mi cabeza y todo se oscurece.

* * *

Cuando recupero el conocimiento, Charles está allí, tumbado en el suelo, aún inconsciente, con su máscara aún puesta.
Toda la tierra alrededor ha sido recién cavada y removida.
Hay muchas huellas de botas y camiones pesados.
Encuentro mi cámara fotográfica arrojada entre los arbustos, rota y sin batería, ni tarjeta de memoria.
Ni un solo rastro de los barriles.
¡Maldición!
Charles despierta al rato, con la cabeza dolorida.
Le saco la máscara. Le paso agua de la cantimplora, le cuento, le explico.
–¿Qué va a hacer usted ahora...? –me pregunta.
–Seguir buscando.
–¿En dónde...? Con seguridad, esta vez van a hacer desaparecer todo.
–Imposible, Charles. La dioxina no se evapora en el aire. Tarda 250 años en disolverse en el ambiente. Esos condenados barriles habrán sido enterrados en otro lugar. Ya los encontraremos.
–Será muy difícil... ¡El Chaco es inmenso!
–También mi rabia y mis ganas son inmensas, Charles. No te preocupes. ¡Vamos...!
Una ráfaga de viento fresco y suave nos golpea en la cara, cuando nos incorporamos para desandar el camino.
En el horizonte, una bandada de loros pasa volando en cámara lenta, mientras un Sol pálido y rojizo empieza a caer detrás del bosque de palmas.
Aspiro profundamente ese vital aire chaqueño, tan poblado de encantos y de secretos. Luego de doy una cariñosa palmada a Charles y lo empujo decidido hacia el cañadón.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Inodoro Pereira en el Defensores del Chaco





-Supe tener una china a la que yamaban La Altiva. La eché del rancho porque me sirvió un mate frío -cuenta Inodoro Pereira.
-¿Descuidada...? -le pregunta su inseparable perro Mendieta.
Y el gaucho más famoso de la historieta argentina responde:
-No, paraguaya. Endijpué me enteré que lo que me había servido era tereré.

***

Una y otra vez, las referencias a la cultura paraguaya aparecen en la obra del gran escritor y humorista gráfico rosarino Roberto Fontanarrosa, quien el 19 de julio de 2007 apagó su lápiz genial para inscribirse en el gran libro de la inmortalidad artística.
Ahora se sabe: El Negro estuvo en Asunción al menos una vez, en su rol de fanático hincha de fútbol, para ver un partido entre las selecciones del Paraguay y Argentina.
Casi seguro que fue el 6 de julio 1997, en las eliminatorias para la copa del mundo Francia 98, cuando los argentinos nos ganaron en nuestra propia cancha por 2 goles contra 1.
Tímido y huidizo, se mantuvo casi de incógnito, para desgracia de sus muchos admiradores, a quienes nos hubiera encantado arrastrarlo a algún céntrico bar asunceno. No hubiera sido el mítico El Cairo de su Rosario natal, sede oficial de la mesa de los galanes (el grupo de amigos que congregaba semanalmente para dejar fluir "la insoportable levedad de la conversación"), pero le hubiéramos robado más de una historia para compartir.
El propio Fontanarrosa contó después, en la entrevista con Brigitte Colmán, de la revista VIDA de ÚH, que desde el hotel acompañó a los periodistas de Clarín al aeropuerto Silvio Pettirossi para recibir a los jugadores argentinos, y se quedó asombrado cuando los hinchas paraguas les gritaban: "¡Comegatos!". Hacía poco había estallado la noticia de que los pobladores de una villa marginal de Rosario cazaban gatos para engañar al hambre.
El Negro hizo alusión al episodio en su célebre ponencia sobre las malas palabras, en el Congreso de la Lengua, en Rosario, en el 2004: "Me ha tocado vivir, cuando he tenido que acompañar a la Selección Argentina a partidos en Latinoamérica. El intercambio que hay en esos casos de este lenguaje es de una riqueza notable; es más, en Paraguay nos decían 'comegatos' que es, estrictamente para los rosarinos, un rosarinismo".
Roberto Goiriz y Nico Espinoza estuvieron a punto de lograr que venga para el primer Chake!, la Muestra Paraguaya de la Historieta y el Humor Gráfico, en el 2000.
Fontanarrosa había dicho que sí, pero a último momento surgió un inconveniente y canceló su visita. En cambio, sí vino en su lugar Cristobal Reynoso, el popular Crist, su amigo y colega más querido, a quien El Negro prácticamente nombró su heredero, al pedirle que dibuje sus guiones para su viñeta diaria en Clarín, y su página semanal en la revista Viva, cuando la enfermedad ya no le permitió mover la mano.
Ahora, cuando en la mesa de los galanes de El Cairo hay una silla irremediablemente vacía, ahora que don Inodoro se pasea sin consuelo por la Pampa telúrica y el Mendieta aúlla su tristeza a la luna, y hasta Boggie el aceitoso no puede ocultar una lágrima en su duro rostro de mercenario insensible y sin corazón, ahora, desde esta isla rodeada de tierra, solo cabe rescatar estas viñetas que nos dibujan y nos reflejan, en homenaje al gran maestro.
-¡Que lo parió..!

Escribir con los pies

Fue el maestro Jorge Luis Borges quien instaló el mito de que los escritores nada quieren saber del fútbol. Sus sentencias sobre el deporte rey eran particularmente odiosas y provocativas: "El fútbol despierta las peores pasiones". "Es popular, porque la estupidez es popular". "¿Qué hacen veintidós estúpidos corriendo tras una sola pelota?".
Pero Borges era Borges, el de la escritura más brillante en la literatura hispanoamericana y se le podía perdonar casi todo. Extraviado en su laberinto de interminables bibliotecas, el ciego genial nunca pudo comprender las pulsaciones vitales del alma popular.
La literatura no puede ignorar un fenómeno social capaz de mantener a la humanidad entera paralizada frente a una pantalla de televisión. 
Más allá de Borges, el fútbol ha encendido las pasiones de muchos narradores y poetas, inspirando obras memorables. El austriaco Peter Handke escribió una inquietante novela, La angustia del arquero frente al tiro penal, de la cual el alemán Win Wenders hizo una bella película. El catalán Manuel Vázquez Montalván llevó a su detective Pepe Carvalho a bucear de lleno en los arrabales del mundo futbolero, con su aventura policial El delantero centro fue asesinado al atardecer.
Pero nadie escarbó tan a fondo en la historia y las contradicciones del deporte de masas como el uruguayo Eduardo Galeano, en su libro El fútbol, a sol y a sombra. Y ningún otro escritor se reveló tan apasionadamente futbolero como el novelista argentino Osvaldo Soriano, autor de tantos relatos sobre partidos surrealistas y goles imposibles, como El penal más largo del mundo.

En la literatura paraguaya hay un cuento precioso de Augusto Roa Bastos, El crack. Narra la historia del Goyo Luna, puntero izquierdo del club Sol de América, que vuelve desde la muerte para librar su último partido, mágico, sobrenatural, heroico y sublime, para salvar a su club de una segura derrota.

miércoles, 10 de octubre de 2007

El monstruo del Lago Ypoá





























Estábamos allí, tumbados en la arena, coreando una canción de Silvio Rodríguez con la guitarra, mientras la cerveza corría generosa y varios trozos de corvina se doraban sobre la parrilla.
Una Luna enorme se dibujaba sobre el agua y la fresca caricia de la brisa nocturna nos hacía suponer que si de veras existe el paraíso, seguramente es un lugar parecido a ese. Claro que nadie lo decía en voz alta, porque esas cosas siempre suenan un poco cursi.
De pronto, el ruido del motor de una lancha deslizadora aproximándose a gran velocidad desde el medio del Lago Ypoá, rompió el encanto.
Se oyó un confuso eco de gritos. La embarcación atracó en playa con un seco impacto y varios jóvenes saltaron a tierra, visiblemente alterados.
–¡El monstruo...! ¡Hemos visto al monstruo!
Hubo un revuelo general. Un chico de gruesos anteojos, con la respiración entrecortada, trataba de relatar que habían estado pescando cerca de la isla del medio, cuando sintieron que algo golpeaba el fondo de la lancha. Asustados, vieron una sombra oscura deslizarse bajo la superficie de las aguas.
Eso fue suficiente para provocar la desbandada.
Al poco rato ya se había armado una expedición para salir a la caza del monstruo. Algunos llevaban cámaras fotográficas, otros portaban escopetas. Se armó una batalla campal para ocupar las pocas lanchas y canoas que estaban en la playa, hasta que todos partieron a la luz de las linternas.
Me quedé sentado junto al fuego. Claudia se acercó desde algún lugar y me preguntó por qué no me había ido con el grupo, qué había pasado con mi espíritu aventurero. Iba a contestarle que no creía en los monstruos, pero me acordé de varios especímenes políticos en Asunción y entendí que no era la respuesta más adecuada. Así que le dije simplemente que no quería perderme la corvina que ya estaba en su punto, y le pasé otra fría lata de cerveza.
Tres horas después, los expedicionarios regresaron, visiblemente frustrados, llenos de picaduras de mosquitos y mbariguíes.
Era todo lo que habían conseguido atrapar.

***
Desde entonces, la leyenda del monstruo comenzó a perseguirme, cada vez que por algún motivo me aproximaba a la mágica región del Lago Ypoá.
Un día, mientras atravesábamos los esterales de Mocito Isla con varios colegas periodistas, navegando en un precario cachiveo sobre el sector más pantanoso del Lago para participar de una jornada ecologista, alguien volvió a plantear el peligro de encontrarnos sorpresivamente con la mítica bestia.
Un poco harto del tema, busqué el apoyo del lugareño que nos conducía, Rigoberto Maciel, hombre taciturno y oscuro que remaba con prodigioso equilibrio la rústica embarcación labrada en un gran tronco de timbó. Le pedí que sacara a los incautos de su engaño sobre el cuento del famoso monstruo, pero el tipo se limitó a sonreír con indulgencia y dijo que a esa hora de la mañana iba a ser difícil encontrarlo, porque el bicho solo aparece al anochecer cuando hay Luna llena o está por llover.
–En todo caso, si tenemos suerte, podremos escuchar el sonido de la campana encantada que está sumergida en el fondo del Lago, o ver pasar a las islas flotantes... –explicó, ante el gesto entre perplejo y admirado de los demás tripulantes.
–No macanee... ¿Acaso usted ha visto alguna vez al famoso monstruo? –le pregunté.
–Sí... dos veces, pero nunca de cerca. Aquí nadie se anima a acercarse. Todos le tenemos mucho miedo.
Descorazonado, al llegar a la isla busqué el apoyo de alguien que pudiera responder al mito de una manera racional y científica. Les pedí a los demás que me acompañen y la abordé a Margarita Miró, destacada historiadora y ambientalista residente en Carapeguá, autora de varios libros y estudiosa apasionada del ecosistema del Lago Ypoá.
–Margarita, por favor... –le pedí–. Vení, enseñale a esta banda de supersticiosos. ¿Qué hay de verdad sobre el famoso tema del monstruo del Lago Ypoá?
La investigadora me miró con ojos escrutadores. Luego, en tono serio y didáctico, se dirigió a todos los que la rodeábamos:
–Miren, chicos... yo creo que se trata de un animal prehistórico que quedó rezagado. El Lago Ypoá es de la época cuaternaria. Es muy posible que un animal haya sobrevivido, protegido por los esterales impenetrables.
Resignado, arrojé la toalla.
Decidí enfrentarme cara a cara con el monstruo y su leyenda.
Un lúgubre atardecer que presagiaba tormenta, armado de una cámara filmadora con lentes infrarrojos, llegué acompañado de Claudia a la desolada playa del Ypoá.
Durante varias horas nos sentamos en la arena a esperar que algo suceda, mientras bebíamos de una petaca de whisky y espantábamos a los bichos con pedazos de ramas.
Cerca de la medianoche, Claudia se aburrió, me dio un beso y se metió dentro de la carpa. Yo me quedé un rato más, peleando con los mbariguíes, hasta que la petaca quedó definitivamente vacía.
Entonces, cuando empezaba a alejarme de la playa, sentí un fuerte ruido a mis espaldas, un oscuro y enorme chapoteo en el agua.
Súbitamente asustado, giré lentamente, dispuesto a enfrentarme con lo inimaginable... pero sólo alcancé a divisar un frenético torbellino de ondas disolviéndose lentamente sobre la superficie del Lago, bajo el destello fugaz de un lejano relámpago.

sábado, 6 de octubre de 2007

¿Te acordás...?





La calle era de la policía.
En cualquier esquina, a cualquier hora, podían subir al micro, los fusiles enristrados, las caras hoscas, esas miradas que te hacían creer que siempre eras el sospechoso que ellos estaban buscando, aunque nunca supieras qué delito habías cometido.
¿Te acordás...?
Llegaban envueltos en la oscuridad más negra.
Un golpe en la puerta.
Un nombre.
Una orden superior.
Y un ser querido arrancado de la tranquilidad del hogar para ser arrojado a la noche del dolor y la tortura, al foso del olvido, a la nada y al vacío.
¿Te acordás...?
Las paredes y los muros de la ciudad con las escrituras de la expresión popular ahogadas a golpes de brocha gorda, letras de libertad y esperanza asesinadas con gruesas manchas de pintura negra.
¿Te acordás...?
El grito sofocado.
La palabra reprimida.
El nombre impronunciable.
La canción prohibida.
El libro oculto bajo las tablas del piso.
El pensamiento dormido en las profundidades del subconciente.
¿Te acordás...?
Sí.
Ya sé.
Duele recordar.
Duele mucho.
A veces uno quisiera apretar la tecla de escape, dar la orden delete o borrar archivo, como en las compus, dejar que un agujero negro se nos instale en la memoria.
Sería más fácil, ¿verdad?
Escribir la historia sobre la arena.
Despertarse y encontrar que todo no ha sido más que una horrible pesadilla.
Pero no es posible.
No hay mañana sin ayer.
No se puede saber adónde vamos, si primero no sabemos de dónde venimos.
Hay una sola manera de evitar tropezar de nuevo con la misma piedra, y es recordar que la piedra estuvo ahí, y que el golpe fue doloroso.
Porque la memoria trae respuestas concretas, contundentes, para los lemas o esloganes que hoy resucitan en el engaño electoral.
"Era feliz y no lo sabía...".
¿No sabía qué...?
¿Se puede ser feliz a costa de no saber, o de fingir no saber, el sufrimiento de los demás?
¿Se puede ser feliz siendo cómplice con el silencio o con la indiferencia ante las torturas, las persecuciones políticas, los exilios, las desapariciones, los asesinatos, el terrorismo de Estado?
"En esa época no había tanta pobreza, tanta corrupción, tanta gente con hambre...".
¿Ah no?
Entonces, ¿por qué casi un millón de paraguayos tuvieron que marcharse a la Argentina?
¿De donde salieron los campesinos sin tierra? ¿Se cayeron de una nube?
¿En qué época se formó el cinturón de miseria alrededor de Asunción?
"En esa época había seguridad, se podía caminar tranquilo por las calles...".
¿Ah si?
¿Seguridad para quienes?
¿Para los que callaban y agachaban la cabeza ante la arbitrariedad?
¿Había seguridad para Napoléon Ortigoza, encerrado vivo durante 25 años en una celda de dos metros por uno?
¿Había seguridad para Mario Schaerer Prono, asesinado salvajemente en la mesa de torturas de Investigaciones?
¿Había seguridad para los campesinos de las Ligas Agrarias o del caso Caguazú, cuyos restos hasta hoy no pueden ser encontrados? ¿Eh?
Por eso... acordáte.
Ahora que se ponen nostálgicos, hacen discursos públicos reivindicando la "época dorada", o pintan nuevos murales de "paz y progreso" junto a la Facultad de Derecho... acordáte...
Sin rencor, sin miedo, sin ánimos de venganza... acordáte de todo lo que pasó.
Por la dignidad.
Por la justicia.
Por la identidad.
Por la memoria.
Contra el olvido y contra el silencio... acordáte.
No te olvides.
¡Nunca más!


martes, 2 de octubre de 2007

El viento en la plaza



Es la hora mágica.
La hora en que el sol cae lentamente al otro lado de los rascacielos de la ciudad sucia y triste, dejando un último reflejo dorado en las aguas de la bahía.
La hora en que un viento suave y rebelde acaricia las hojas de los árboles y resucita voces dormidas, recuerdos desgarrados.
Es la hora en que me gusta estar allí, en ese lugar sagrado de la plaza casi vacia, la antigua y querida plaza del viejo Cabildo, testigo y escenario de tantas páginas heroicas a lo largo de nuestra historia.
Me gusta estar allí, en completo silencio, parado frente a la tosca cruz de madera con los nombres grabados a fuego, donde nunca falta una vela encendida por alguna mano anónima, una llamita pequeña chisporroteando en el aire húmedo.
Me gusta estar allí a esa hora en que casi no hay nadie alrededor, sólo el eterno borracho con su discurso inteligible, alguna pareja sentada en un banco esperando la oscuridad para liberar sus instintos, niños de cara sucia y sonrisas congeladas.
Me gusta estar allí, escuchando hablar al viento.
El viento, que me trae voces.
El viento, que me cuenta cosas.
El viento, que repite una y otra vez los mismos nombres grabados en la cruz: Miki, Henry, Manfred, Víctor, Cristóbal, Armando, Tomás, Arnaldo...
¿Qué dice el viento en la plaza…?
¿Qué dice ese viento rebelde, en medio de esas ráfagas que traen otra vez el eco sordo de las sirenas aullando, de las explosiones como golpes secos, de los gritos de dolor y de rabia…?
¿Qué dice el viento obstinado, en medio de la ciudad casi dormida e indiferente, de la ciudad vestida de suciedad y de olvido, de inseguridad y miseria…?
¿Qué dice ese viento aguerrido de marzo, que trae otra vez las voces y las imágenes divinas y terribles de aquellos días de gloria, tantos años después, como si otra vez fuera hoy, como si otra vez fuera siempre?
Trato de escuchar lo que dice el viento en la plaza...
Por encima del rumor de la ciudad, trato de escuchar lo que dicen los ocho queridos, inolvidables nombres grabados en la cruz.
Dicen... a ver... ¡shst, silencio...!, escuchen... dicen que… a pesar de todo, a pesar de los que sufren de amnesia colectiva, de los que traicionaron sus mejores ideales, a pesar de los que reniegan y de los que han vendido su conciencia, a pesar de los que se abrazan con los criminales, a pesar de todos los pesares...
-¡Valió la pena!Sí, eso dicen…
-¡Sigue valiendo la pena...!