El más exquisito
literato de la canción iberoamericana regresa a Asunción tras 14 años. Sus
versos arañan los puntos más hondos y vulnerables del alma humana.
Andrés Colmán Gutiérrez
Cuando
el trovador de Calle Melancolía salió al escenario del Club Sol de América, con
esa voz aún no tan desgarrada, a enfrentar por primera vez a un público
paraguayo, se llevó una grata sensación: la multitud que colmaba ese tinglado
de horrible acústica reverberante, conocía y coreaba de memoria todas las
letras de sus canciones, como si él siempre hubiera estado aquí.
Era la
noche del 9 de julio de 1997 y ningún tren salido de la estación de Linares
Baeza había pasado por tierras guaraníes. Aunque ya una creciente logia de
sabineros se extendía a lo largo de toda América, aquel músico canalla de
chaleco multicolor y sombrero bombín había llegado a un país hasta entonces
misterioso y desconocido, sin saber lo que iba a encontrar.
Se
reveló sorprendido y emocionado en el momento en que las miles de gargantas
roncas coreaban a una sola voz: “hoy
amor, como siempre, el diario no hablaba de ti…”. Se mostró casi con
vergüenza de haberse estrenado en Asunción con “Viuda e hijos, en paños
menores”, un espectáculo acústico y minimalista, pensado inicialmente más para
giras en teatros íntimos que para conciertos masivos, con un ajustado repertorio
marginal, secundado por la dulce voz de Olga Román y la complicidad
instrumental de sus fieles músicos Panchito Varona y Antonio García de Diego.
“Tendremos que venir otra vez, para
ofrecerles una muestra más completa de nuestro trabajo…”,
anunció entonces, acaso sin saber que iban a pasar catorce años, tanta agua
bajo los puentes, para que pudiera cumplir aquella promesa.
Sabina en carne viva.
De
aquella noche de resonancias poéticas, seguida de leyendas urbanas que relatan
una sabinesca expedición pos-concierto en la madrugada asuncena, con historias
nunca confirmadas (ni desmentidas) de su paso por el mítico y pecaminoso Karin
Club, donde quizás conoció a La Magdalena Guaraní… hasta este anhelado domingo
17 de abril, en que El Penúltimo Tren recalará en la estación del Yacht y Golf
Club Paraguayo, han transcurrido tantos discos, versos, recitales, humo, dulces
hoteles, ruidos, cigarrillos, wiskys, besos, drogas, marichalazo, alivios de
luto, nubes negras, números rojos…
El
Sabina que regresa, tan joven y tan viejo, es el mismo pero es otro: el que
burló a la muerte aquel agosto de 2001 cuando un ictus cerebral lo dejó tendido
en el piso de su departamento madrileño, el que ahora canta “ya no cierro los
bares, ni hago tantos excesos”, pero aún sigue “jugándose la boca” en cada verso
y en cada bocanada de aire…
Nacido
como Joaquín Ramón Martínez Sabina, en la agreste Úbeda de la española Jaén, el
12 de febrero de 1949, hijo de un inspector de policía, supo escapar a su
marcado destino de maestro de escuela, para convertirse en el más exquisito
literato de la canción iberoamericana actual, un letrista capaz de encontrar el
verso justo para arañar los puntos más hondos y vulnerables del alma humana.
Heredero
de Dylan y Serrat, de Borges y Vallejo, de León y Quiroga, de Gardel y José
Alfredo, nadie como Sabina para hallar el “adjetivo, inspirado y posesivo, que
te arañe el corazón”. En medio de tanta canción comercial, amoldada a las
exigencias del mercado, que relatan irreales historias de amor de novela rosa
edulcorada, Sabina se atreve a nombrar lo innombrable, a revelar esos
contradictorios y oscuros sentimientos que a todos nos asaltan, pero que nadie
quiere (o puede) transparentar con prosa tan exquisita: “De sobra sabes que eres la primera/que no miento si juro que daría/
por ti la vida entera / y, sin embargo, un rato, cada día/ ya ves, te engañaría
con cualquiera/ te cambiaría por cualquiera”.
“Es un
autor gigante entre los más grandes de la canción y el rock, aristócrata de las
profundidades del idioma, de la melancolía, del whisky, de la noche y de las
senti-mentiras piadosas”, lo definió el músico argentino Andrés Calamaro.
Bienvenido,
Joaquín. Hoy tenemos contigo más de cien canciones, más de cien motivos, para
no cortarnos de un tajo las venas. Más de cien pupilas donde vernos vivos, más
de cien mentiras que valen la pena.