(Una crónica sobre mi
primera experiencia como paciente cardiaco en el IPS)
Por Andrés Colmán
Gutiérrez
Siempre
me pareció una pena que los bebés recién nacidos no puedan atesorar recuerdos de
sus primeras sensaciones, al explorar y descubrir el fascinante misterio de la vida.
Al
menos, de mi primer nacimiento en Yhú,
un ardiente noviembre de 1961, no tengo memorias del sabor de la primera teta
materna, ni que habré sentido al oír el arrullo del primer tororé mi niño, ni como habrá
sonado aquella primera voz áspera de papá, ni qué le habrá parecido a mi lengua
la primera cucharita arrimada a la boca con algún menjunje alimenticio. Menos todavía
recuerdo como habrán sido la forma y el color del mundo en ese edén rural, cuando
mis ojos se fueron abriendo para contemplarlo. Solo tengo retazos de nieblas de
memoria que ni siquiera sé si son realmente mías, o me las prestaron o inventaron.
En
cambio hoy, a los 50 años de mi edad, en esta que considero mi más larga y
penosa –pero a la vez desafiante- jornada de lucha contra la muerte y de re-nacimiento
a la vida, en este convulsionado octubre de 2012, me estoy haciendo un arcón de
nuevos tesoros que me acompañarán seguramente
durante el resto de mi todavía obstinada existencia.
Tras
interminables días y noches de haberme sentido atrapado en mi ya traqueteado cuerpo,
herido e inmóvil, cribado de agujas conectadas a máquinas centelleantes, y tras
solo haber podido mirar los mismos monótonos techos y paredes de hospital, pensando
qué triste era esa visión si fuera la última del mundo... de pronto, mientras
un apurado enfermero me transportaba en una camilla por los pasillos del séptimo
piso del Hospital Central del Instituto de Previsión Social, rumbo a la Unidad
Coronaria, desembocamos en un sector del corredor con un ventanal panorámico, en
donde tuve la visión fugaz pero imborrable de un mágico atardecer sobre la zona
costera norte de Asunción, con sus verdes lomadas, con la inconfundible torre
de la querida Iglesia de Trinidad sobresaliendo entre todo, y más allá, en el
fondo, el largo espejo del río Paraguay abriéndose a los vastos misterios del
Chaco, y de pronto… ¡wow…! me asalta la
sensación del primer hombre ante la primera imagen de la creación del mundo.
Quise
decírselo al camillero, para quien esa imagen resultaba mil veces rutinaria,
tan cansado de recorrerla todos los días que ya ni siquiera se fijaba; quise
explicarle lo que significaba para mí, y pedirle que detuviera un momento su burocrática
y reiterada marcha para dejarme disfrutarlo… pero solo me salió un hilo de voz.
Así que
al no tener conmigo ni el bb ni la nikon que casi siempre me acompañan como
parte de mi piel, solo pude pedirle al iris del diafragma de mis ojos heridos
que hiciera el esfuerzo de captar la mejor toma posible y que la archivara en
una carpeta bien al alcance, entre las muchas que estarán almacenadas en el
cerebro, para que estuviera allí siempre, para que no nos permita olvidar nunca -ni a
mi, ni a las distintas partes de lo que soy y seguiré siendo- este histórico día en que
empezamos a regresar con todas las ganas, desde el borde del abismo de la
muerte al imperfecto pero impagable mundo de los vivos.
En
pocas horas más iba a descubrir también que el primer sorbo de jugo de naranjas
sin azúcar que alguien me dio en la boca, tras tantos días o siglos de solo
alimentarme con suero por vía intravenosa, en realidad no sabía a naranja... sino
a gloria y a felicidad.
Todavía
más, –contra todas mis creencias sostenidas en base al exceso de racionalidad
de mi últimos tiempos- iba a poder comprobar personalmente que los ángeles si
existen en la tierra… solo que a veces se disfrazan de médicos o de enfermeras para regalarte pequeños y grandes milagros, fingiendo
que son simples sonrisas luminosas, casuales caricias humanas o aburridos informes
clínicos.
Pero,
como ya les dije… uno no puede reconocer estas pequeñas maravillas de volver a
ser un bebé descubriendo el mundo a los 50 años, si no empezara por admitir y
asumir que está volviendo desde el borde de la muerte y naciendo de nuevo… y
que eso implica asomarse al mundo y a la vida, al todo y a la nada, con ojos totalmente
nuevos, con el corazón herido y sobreviviente también renovado, pero sobre todo
con un chip mental cambiado para instalar una lógica distinta que médicos, Dios, familiares, amigos y amigas mas queridos, y quienes más fueran, han ayudado
a ponérnoslo por delante.
Esto es –en esencia- lo que a mi me pasó y me sigue pasando en estos días. Si se
animan a seguirme, déjenme que les cuente en detalle como se produjo este crash
en mi vida, que casi me lleva a la muerte, pero que hoy me permite nacer de nuevo,
y que va a transformar el resto de lo me quieran conceder de existencia...
porque ustedes son parte del apasionante viaje que ha sido mi
vida hasta ahora, y no quiero dejar de contar con ustedes en el nuevo
itinerario que se me abre.
Letras como lágrimas en la madrugada.
Empiezo a escribir
esto en una madrugada de insomnio, desde la sala 710 de Cardiología del IPS.
Son casi las 2:05 de la madrugada. Mi gran amigo y compañero querido de tantas
aventuras, el fotoperiodista René González, se acaba de marchar, luego de que
nos pasamos horas hablando sobre vida,
muerte, salud, filosofía, arte, política, esperanza, futuro. Él estaba
volviendo de una larga jornada laboral en Ciudad del Este y se coló a visitarme
a tan inusual horario, con esa habilidad que tantas veces le vi desplegar para burlar
vallas y prohibiciones y estar siempre justo en el lugar indicado con su
cámara. Me hizo muy bien sentir esa camaradería que nos llevó a construir
juntos tantos proyectos y reportajes en los últimos años.
Ahora
me quedé solo ante la noche inmensa de una Asunción que me saluda con luces surrealistas
desde el ventanal. En la cama vecina duerme mi compañero de cuarto, don Juan
Samaniego, un curtido y laborioso campesino de la compañía Rincón, Acahay, que arrastra un
padecimiento de insuficiencia cardiaca, y con quien nos hemos hecho más que
amigos, compañeros solidarios en muy poco tiempo. Al lado de mi cama, tumbada
sobre una finita estera plegable, mi hija Sole también se ha quedado dormida.
Es su segunda noche de turno como enfermera-familiar acompañante, oficio que ha
debido aprender a los 14 años.
Así que
estoy básicamente solo en medio de la noche, con el cuerpo dolorido y débil,
pero con una inmensa paz de espíritu y la voluntad cada vez más fuerte. Recién
hoy me pudieron traer la notebook, me liberaron del suero que me mantenía el
brazo prisionero y me han dicho que puedo escribir tranquilo, siempre que no me
agite ni me produzca mucho esfuerzo físico. Lo voy haciendo por parte y con pausas, como en los programas de tevé.
Todavía
no pude terminar de leer los cientos de mensajes en el mail, en el twitter, en el facebook, porque muchos me
hacen llorar inevitablemente (y los médicos me recomiendan que no me emocione
mucho, ¿cómo se logra eso?). No puedo evitar sonreírme. Yo, que siempre me
creía tan duro, llorando ante los mensajes que ustedes me dejaron, y que me siguen
dejando. Es un llanto manso y dulce que lava el alma, que renueva, que
fortalece…. Gracias. De verdad.
Pero como
a la vez encuentro a varios y a varias
que me piden que les cuente como llegué aquí, y qué va a pasar conmigo, esta
carta es también para eso, aunque esencialmente sea para sacarme de adentro el
vendaval de palabras e ideas que se me han ido arremolinando en todas estas largas horas.
Así que
les advierto: Será una carta un poco larga, y tal vez con agregados posteriores.
Pero no solo es parte de mi necesidad comunicativa y a la vez deuda pendiente con
ustedes, que están siempre allí, al otro lado de lo que escribo, y que me dan la
razón de ser palabras o imágenes sobre papel o pantalla, sino es también parte
de mi terapia.
Los médicos me recomiendan que haga lo que más me gusta hacer... y
escribir lo es. Así
que, aquí vamos…
El día en que me falló el corazón.
En la
tarde del viernes 12 de octubre, en una breve salida a pie para hacer una
gestión en el centro de la ciudad, desde mi puesto de editor periodístico de la
Sección Sucesos en el diario Última Hora, sentí una ligera opresión en el pecho
y que me faltaba aire.
Como
hace algunos años me habían detectado diabetes e hipertensión –males para los
que tomo regularmente medicamentos-, pensé que se trataba de una subida en los
picos de glucemia y presión, así que me detuve, respiré profundamente, y al
sentir que volvía a la normalidad, proseguí la caminata. Los médicos creen que
el inicio del infarto fue ya en ese momento, y que si hubiera acudido al
instante a tratarme, la historia hubiera sido algo distinta. Pero yo ni me
imaginé que sería algo cardiaco (nunca antes tuve síntomas en ese sentido) y
regresé a la Redacción, a concluir mi tarea, que me llevó hasta muy tarde de la
noche, ya que el subeditor de la sección se hallaba de vacaciones y me tocaba
asumir casi todo el compromiso.
Volví luego
a mi casa ya casi a medianoche (vivo solo en un departamento), pensaba prepararme
una cena liviana y descansar, pero un vecino me recibió con una sonrisa y una
parrilla atractivamente humeante: era su cumpleaños y me invitaba a compartir
la fiesta familiar. La eterna lucha entre la prudencia y la tentación. La
necesidad de descomprimir tantas horas de tensión y de trabajo sedentario en la
Redacción. Una linda plática entre vecinos, tragos de cerveza muy helada, y
algunos apetitosos trozos de carne asada, probablemente con más gordura de lo
conveniente, hicieron lo suyo.
Al día
siguiente, sábado 13, me desperté como a las 9 de la mañana, con una leve
opresión en el centro del pecho. Me costaba respirar, me sentía fatigado. Aun
así no se me ocurrió pensar que fuera un problema cardiaco, seguía creyendo que
solo había abusado bastante de mis niveles de azúcar e hipertensión. Me bañé,
tomé mis antidiabéticos e antihipertensivos. Sabía que me esperaba una ardua
jornada para preparar la edición dominical, pero no me sentía bien, así que
llamé por teléfono a Miguel Ortíz, gran amigo y mi editor jefe, le dije que iba
a consultar con un médico y que luego le avisaba. Se mostró muy preocupado y me
pidió que lo tenga al tanto. Saqué el coche y fui manejando solo hasta el
Sanatorio Español. Me sentía dolorido y debilitado, pero dueño de la situación,
tan autosuficiente como siempre, y en realidad lo que más me preocupaba era
todo el trabajo que me aguardaba. Solo esperaba que el médico me diera algo
para pasar el dolor y poder seguir. Ya lo saben quienes me conocen más de cerca:
La inconsciencia y la soberbia personificada.
Tuve
que esperar como veinte minutos hasta que el médico de guardia se desocupe. Me
escuchó atentamente y me auscultó. Ordenó exámenes de sangre, placas
radiográficas del tórax y finalmente un electrocardiograma. Era ya cerca del
mediodía. Cuando tuvo en sus manos la larga tira de papel que mostraba en rayas
oscilantes la evolución de los latidos de mi corazón, vi que su rostro se
ensombreció. “¿Me permitís que llame a un cardiólogo especialista? Parece que tenemos un problemita”, me dijo.
El
doctor Sosa no tardó mucho en llegar, a pesar de que estaba en otro hospital
distante. El me confirmó lo que yo prácticamente ya presuponía: “Tuviste un
infarto, compañero. Y no es macana… Hay que tratarte ya, urgente”.
Lo
demás, a partir de allí, fue vertiginoso. La propia directora de Última Hora, mi
gran amiga y compañera de labor hace tantos años, Miriam Morán, llegó en muy
pocos minutos y se encargó personalmente de trasladarme con rapidez a Urgencias
del Hospital Central de IPS, donde el personal ya estaba sobre aviso,
aguardándome. Yo ya había llamado por
teléfono a mi hermana Azucena, pero ella estaba con su marido en Encarnación, en
una reunión de la que tuvieron que salir sin tiempo a dar muchas explicaciones
y emprender viaje a la capital. Mi otra hermana, Odu, apenas lo supo tomó a sus
dos hijas y partió raudamente en otro vehículo desde Ciudad del Este.
Así que
cuando me ingresaron a Urgencias de IPS, en la tarde del sábado 13, hasta la
noche del domingo, yo ya no pude hablar personalmente con ninguno de mis
familiares. Ellos afuera tampoco tenían mucha información, y solo después me
contaron que anduvieron durante mucho tiempo buscándome afanosamente, sin que
les pueda dar datos certeros del lugar en que me encontraba, ni de la gravedad
de mi estado de salud.
Las
visitas y el uso de celulares dentro de Urgencias IPS están totalmente vedados,
así que yo no tenía ningún medio de comunicarme con mis familiares y la
incertidumbre de no saber de ellos y que ellos no supieran de mi, por momentos
me pesaba quizás mucho más que el dolor provocado por el infarto.
Las luces y sombras del nuevo IPS
Yo
nunca antes estuve internado en IPS, a pesar de que soy asegurado desde que fui
contratado por primera vez en el diario Última Hora en 1979, cuando apenas tenía
18 años.
Siempre
tuve prejuicios y recelos sobre los servicios médicos de la institución, por
los muchos reclamos que siempre recibíamos de los usuarios desde mis inicios
como reportero, por las tantas investigaciones periodísticas en que fuimos
destapando casos de tragadas de plata y otros hechos de corrupción, por las crónicas sobre el interminable calvario
de la gente que formaba colas ante las ventanillas para sacar turnos con meses de
antelación.
En lo
personal, muchas veces preferí pagar consultas privadas o manejar seguros
alternativos, antes que perder tiempo gestionando turnos, pero desde hace algunos
años muchos colegas y amigos me fueron transmitiendo historias que retrataban los esfuerzos de mejoría que se había logrado
en el IPS, y me insistían convencidos de que en muchas áreas médicas es lo
mejor que tenemos. Esa idea y la
frase del médico que me detectó el infarto en el Sanatario Español me
convencieron rápidamente: “Mucho de los mejores especialistas paraguayos en
cardiología están en el IPS y tienen los mejores equipos”.
De los
dos primeros días en que estuve ingresado e internado en Urgencias de IPS, me
quedan, sin embargo, impresiones contradictorias y algunas muy marcantes.
Aunque
la atención que me dieron fue inmediata y constante en todo momento, con
abundante monitoreo y medicación, debo admitir que no ayuda mucho a la
presuntamente necesaria tranquilidad que necesita un enfermo coronario que te ubiquen en una sala que por
momentos se parecía –por el trajín, no por la infraestructura, aclaro- a un
hospital de campaña en medio de un frente de guerra.
Yo
estaba en una camilla pequeña, totalmente conectado a todo tipo de
aparatos, muy bien monitoreado, en una
sala moderna y bien refrigerada, pero desde allí veía en primera fila el
incesante desfile de ingresos de pacientes con los más distintos cuadros, con
médicos y enfermeros reaccionando en medio de gritos, carreras, desesperación
muchas veces, con un entrechocar constante que por momentos me hacía sentirme
en los peores momentos de Emergencias Médicas. Una situación privilegiada que me
hubiera gustado vivirla penamente desde adentro como un cronista de historias,
pero no como un paciente con "infarto agudo de miocardio" (asi dice textualmente el diagnóstico) en vías de reanimación y con un panorama
aún incierto, como era mi caso. Es un cuadro literalmente "no apto para cardiacos".
Me
marcó mucho el caso de don Higinio, un señor campesino bonachón a quien
colocaron en una cama al lado de la mía, también víctima de infarto, con quien mantuve
una solidaria conversación en guaraní durante varias horas, buscando distraerlo
y distraerme, hasta que de pronto se disparó el ruido de la alarma, las carreras,
los gritos, las desesperadas técnicas de reanimación, hasta que…
biiiiiiiiiiiiiiiiiip… solo sobrevino el sonido inconfundible, quedo y estático
de la muerte. ¡Mi vecino de cama acababa de abandonarme para siempre...!
En
pocas horas más, varios otros “óbitos” (como aprendí que le dicen en la jerga
médica a los casos en que van perdiendo en esa heroica pelea cotidiana contra
la muerte) desfilaron frente a nuestros ojos. Nada muy estimulante para un
paciente coronario. Una enfermera me lo explicó así: “Si, yo sé que
a ustedes los enfermos coronarios les hace mal ver toda esta carnicería,
pero lamentablemente no hay otro lugar donde ponerles”. Agradecí que mi oficio periodístico me ayudó
a no ser tan impresionable ante situaciones así.
Para mí, esos
primeros sábado y domingo que estuve en Urgencias IPS fueron probablemente los
más largos y angustiosos de mi vida. Allí no hay relojes en la pared, así que
uno no sabe si es día o noche, si continua siendo ayer o ya es mañana. No hay
nada qué leer, nada en que distraerse, ningún otro elemento que no sea el
desfile incesante del drama de los demás enfermos y la pelea minuto a minuto de
los médicos. Uno ansía ver un rostro amigo, una palabra al menos que te traiga
alguna señal del mundo exterior, saber si tus familiares están afuera
pendientes de vos… pero todos los lazos están cortados.
Aun
así, el sábado a la noche conseguí la complicidad de una enfermera solidaria, que
consiguió meter de contrabando por algún rato un teléfono móvil celular, con el
cual pude hablar con mi cuñado Cristian. Sentí que la angustia se me quitaba
del pecho, al escuchar voces queridas, y enterarme de que había mucha gente
afuera inquietada y hasta rezando por mí. También pude entrar fugazmente al twitter
y ver una larga lista de mensajes que me deseaban fuerza y pronta recuperación.
Las lágrimas empezaron a brotarme, incontenibles. Todavía tuve tiempo de
escribir y enviar un tuit agradeciendo, antes de que un caballero de la
inquisición blanca me descubriera infraganti con el celular en las manos y me
lo arrebatara, devolviéndolo al exterior. Pero yo ya estaba feliz: había hecho
contacto con el mundo y sentía un nuevo bálsamo que ni las muchas sondas que me
penetraban el cuerpo habían logrado antes. (Esto va en serio, queridos médicos
y médicas especialistas en cardiología: alguien debería estudiar lo que puede
aportar la energía invisible de las redes sociales en casos como estos, antes
que proscribirlo tan tajantemente).
El otro IPS.
El
domingo a la mañana pasó a visitarme el director médico del Hospital Central
del IPS, doctor Vicente Ruíz Pérez. Supe después que es hermano de mi admirado
y entrañable amigo Koki Ruiz, alma mater de la revolución del arte en Tañarandy.
Me dijo que estaba siguiendo la evolución de mi caso, y que la prioridad era
conseguirme una cama en la Unidad Coronaria (UCO), pero que estaba resultando difícil,
pues todo estaba muy saturado, pero que la atención desde Urgencias iba a ser
toda la necesaria.
Supe por
él que destacados colegas y hasta influyentes personas del mundo político llamaron
a interceder para que me den una cama en la Unidad Coronaria, lo cual me creó sentimientos contradictorios, ya
que no deseaba obtener privilegios solo por ser un periodista conocido, pero
por otro ansiaba que mis ganas de pelear contra la muerte pudiera darse en
mejores condiciones.
Ese día
además se colaron a verme otros amigos médicos que pasaron a visitarme, y me dieron
buen ánimo. Ya me llegaban mensajes con más frecuencia y sentí que se estaba
tejiendo una red de energía solidaria que me envolvía de manera muy positiva. Mi primo Mauro también en algún momento logró colarse, pero como me encontró dormido, me dejó unos libros junto a la almohada, que fueron desde entonces mi compañía salvadora. Mauro se quedó varias noches a acompañarme en las horas mas densas, pero esa solidaridad mutua es una historia que viene desde nuestras infancias en Yhú.
El
domingo a la tarde, Urgencias colapsó y me pasaron a la sala contigua, a la que
llaman Nivel 2. Aunque es una sala mucho más atestada y caótica, la buena
noticia es que allí sí me podían entrar a ver familiares. Y así fue. Por
primera ver pude sentir de cerca a mis hermanas, a mi hija, a mis sobrinas, ver
sus rostros radiantes por el reencuentro, pero a la vez angustiados ante el
cuadro que veían alrededor mío. Creo que hicieron oír sus quejas a niveles de
contactos que ellos tienen con gente de Gobierno, y sé que eso generó
incomodidad.
Minutos
más tarde, la voz de una enfermera que para entonces ya se había convertido en
mi ángel guardián favorito, me pasó el dato: “Ya te consiguieron una cama en la
UCO. En un rato vienen a buscarte”.
Fue el
inicio de un viaje a otro IPS que yo desconocía. Un largo recorrido en camilla
por túneles laberínticos y ascensores de distintas eras, hasta desembocar en
una sección futurista, en el séptimo piso, que parecía salida de las series de
tevé yanqui sobre enredos médicos. Cuando mi cuerpo fue depositado sobre una
cama amplia y mullida, dotada de mandos electrónicos que me permitían regular
las más diversas posturas, sentí que de ser el incomodo paciente de un hospital
de campaña había pasado a ser protagonista de una experiencia de la medicina de
más alto nivel que se puede soñar en el Paraguay del Siglo 21.
Allí,
en esa sala donde creo que no éramos más que cuatro internados, empezó otro round, en donde muy rápidamente me
sentí paciente de lujo: Enfermeras y enfermeros que te cuidan como si fueras el
único. Médicos que te hacen sentir que son tu mejor amigo, y que te explican todo
lo que les preguntás con la paciencia de los sabios humildes. Un régimen acotado
y controlado de visita, pero un nexo con los familiares y amigos que ya no se
volvió a romper. Y hasta un detalle que me encantó: una pequeña radio encendida
en una estación de música romántica en la mesa de las enfermeras, con el
volumen muy bajo pero suficiente para permitirme disfrutar y dormir soñando.
El
lunes a la mañana fue un incesante desfile personalizado de médicos, que
ordenaban chequeos, exámenes, inyecciones, medicinas... hasta que en una junta
decidieron rápidamente someterme a un cateterismo, ese extraordinario
procedimiento en que te meten un catéter por una vena, en este caso desde la
ingle, y llegan a tu corazón dañado, buscando repararlo, todo a través de
microcámaras y monitores. En mi caso me explicaron que hallaron una de mis
arterias ya muy cerrada, y no pudieron abrirla para insertarle un stent, en lo
que se conoce como angioplastia. Así que decidieron dejar la arteria así,
cerrada, darle tiempo a que cicatrice (me dicen que, por suerte, es una de las
que menos trabaja), y enfatizar mi tratamiento por otros caminos: medicamentos,
control, cuidados estrictos…
El
martes me pasaron a una sala de recuperación, en Cardiología, séptimo piso, que
no tiene el nivel de ciencia ficción que me impactó en la UCO, pero que igual
me deslumbró con el rostro de un IPS digno, limpio, cuidado, reluciente, como
no lo imaginaba.
Ahora
estoy en una sala (la 710) para dos pacientes, con una amplia ventana con vista
al río, ventiladores de techo y aire acondicionado, un placard amplio compartido,
baño privado, y espacio suficiente donde hasta pude montar una pequeña mesita en
donde escribo en la notebook con mucha comodidad.
Aquí
permiten que un familiar se quede a acompañar en forma permanente en la sala, y pueda
dormir en una estera extendible, a la noche. Te dejan tener todo lo básico
indispensable, imponen las reglas básicas de cualquier hospital, hay mucha
limpieza, un renovado cuerpo de
enfermeras que no dejan detalle de tu evolución médica sin controlar.
Mi caso
está ahora en manos de la doctora Silvia Vinader, una mujer que me cayó bien
desde el primer día, cuando entró a la sala a las 6 de la mañana a despertarme,
acercó una silla junto a mi cama y me dijo: “Contame…”. Quiso saber todos los
detalles de lo que me había pasado, sin conocer aún entonces mi perfil de comunicador,
y ella sigue mi caso con obsesiva
rigurosidad, acompañada de la doctora Carmen Saldívar. Son dos estupendas mujeres y profesionales de
la nueva medicina paraguaya, a las que estoy aprendiendo a respetar y valorar, y a quienes seguramente les deberá mucho esta
etapa de mi vida. Este viernes pude conocer además fugazmente al otro capo, el doctor Luis Bell, de quien escuche magnificos comentarios de uno de sus pacientes ilustres, el gran colega, amigo y maestro Antonio Pecci.
Aquí
nos dejan recibir visitas de 17 a 21, y es una delicia ver esos rostros y oír tantas
voces queridas.
No sé
hasta cuando estaré aquí, pero sé que no me dejarán ir tan fácilmente, y que decidirán
lo mejor para mí, y todo eso me llena de fortaleza, optimismo, esperanza,
confianza, voluntad. Solo que, desde el fondo de mi espíritu rebelde, una pregunta insistía en repiquetear insistente
e inquietante: ¿Alguna vez este nivel ideal de medicina estará más fácilmente
al alcance de nuestra gente, sobre todo de la más mayoritariamente humilde y
casi siempre postergada a lo largo de la historia de este país?
El otro Yo.
Advertencia
para mis lectores más clásicos: Este último capítulo puede llegar a tener para
muchos un inevitable tono new age, o
estilo de libros best sellers de autoayuda, cosa que apenas dos semanas atrás
yo mismo hubiera aborrecido. Pero uno no pasa por una experiencia límite como
la de tutearse cara a cara con la muerte, sin que se produzcan transformaciones
profundas en su interior, y lo conduzcan a replantearse las cuestiones mas
existenciales sobre lo que significa realmente vivir, amar, ser, estar,
compartir, ser corresponsable, creer o no creer en algo superior.
A esta
altura del proceso de lo que llamo “el crash”, o “mi viaje de vuelta desde el
borde de la vida”, o “mi renacimiento”, todavía tengo más preguntas que
respuestas. Pero hay cuestiones básicas que ya las voy elaborando, y quisiera
compartirlas con ustedes.
·
En primer lugar, cómo algo así te cambia toda
la perspectiva. Hace dos semanas, yo difería muy fácilmente invitaciones o
propuestas de juntarme con alguna amiga o algún amigo, simplemente a celebrar
la vida y hablar de pavadas, o encontrarme con mis hermanas o con mi hija y
sobrinas, ir a ver una peli o un concierto, o quizás apenas sentarme en el
banco de una plaza a disfrutar del ocaso… porque estaba “detrás de algo muy
importante” y no había tiempo. La Gran Misión, El Gran Tema,
eso-que-no-puedo-postergar-ni-delegar-porque-hay-que-hacerlo, aunque signifique
trabajar sin descanso día y noche, y que todo lo demás espere, porque no puedo
defraudar a quienes esperan de mí. Hasta que ocurre un crash como el que me ocurrió a mí, y uno percibe de
pronto que lo único realmente importante es la vida y la buena salud –y
lo que contribuya a lograrlo (familia, amigos, amores, relax…)-, y que todo lo
demás se puede ir literalmente a la puta. Por eso entiendo perfectamente lo que
Mani Cuenca me escribió en un tuit: “Pasé por eso y cambia nuestra visión de la
vida”. Eso.
·
Para las fiestas y los encuentros familiares siempre he sido la “oveja negra”,
“el que nunca tiene tiempo”, “el que siempre está apurado”, “el que viene de
paso porque está en cosas muy importantes”, y la mayoría de mis amigos y amigas
tienen largas listas de reclamos de citas y encuentros fallidos o pospuestos,
porque “surgió algo más importante a último momento”. Pero siempre me
aceptaban, me comprendían y disculpaban, seguramente por lo mucho que me
quieren. Hasta que ocurre el crash y uno se da cuenta que quienes realmente
dejan lo que sea, para correr a venir a estar contigo, son tus familiares y aquellos
y aquellas a quienes vas reconociendo a
confirmando como tus más queridos amigos.
·
Un tema más espinoso para mi es Dios, la religión,
lo esotérico, alguna fuerza superior... Vengo de una activa participación en
movimientos católicos juveniles durante la dictadura, experiencias de fe muy
ligadas a la religiosidad popular y hubo momentos en que fui casi un cruzado de
la fe cristiana. Pero luego la vida me mostró otras caras de las instituciones
religiosas y fui alejándome, volviéndome escéptico, racionalista, o simplemente
abierto a formas más múltiples de concebir y expresar las maneras de ver lo
misterioso e intangible. Hay quienes dirían que me volví ateo, pero yo creo que
simplemente fueron conviviendo partes distintas de mí, y encontré una fuerte
atracción –probablemente más cultural que religiosa- por ejemplo en las
religiones indígenas. Pero me sorprendí a mi mismo, ese primer incierto sábado
a la tarde, cuando escribí y envié desde mi cuenta de twitter el siguiente texto:
“Pude leer sus mensajes. Gracias por sus buenos deseos. Estoy en manos de Dios
y de los excelentes médicos del IPS, y ustedes me dan fuerza”. La imagen de
Dios apareció más de una vez en mi mente, en esos dos primeros días en que
estaba solo en la cama, sin más comunicación que mi pensamiento. Pero creo que
no es tan simple. En estos días me
conmovió hondamente que un amigo rockero llegue a visitarme al hospital y se
ofrezca a ayudarme con procesos de recuperación con técnicas de yoga, o que
otra amiga y ex alumna me regale sus mejores deseos con un breve momento de
oración y perfumes de la Virgen de la
Rosa Mística. Pero lo que realmente me puso los pelos de punta fue la
comunicación de mi gran amiga Teresa Mereles, promotora social que trabaja con
comunidades indígenas en Canindeyú, contándome que 13 mujeres indígenas aché
estaban rezando con ella en su lengua originaria, abrazadas al Árbol de la Vida,
para transmitirme la fuerza “kaaguygua”.
·
En fin.
Todavía no sé como va a ser mi vida a partir de ahora. Siento que va a cambiar mucho, si es que no cambia
todo.
Todavía
estoy en proceso de tratamiento y de observación. Luego, mis nuevos
ángeles-médicos me dicen que me van a hacer un plan de alimentación, ejercicios,
medicación estricta… que deberé cumplir rigurosamente
por el resto de mi regalada existencia (que estoy más que dispuesto a tratar
de que sea larga y fructífera, aún).
“Prometo
no volver a dejar que me exploten tanto laboralmente”, le dije, un poco en
broma y en serio al colega y querido amigo Richard Ferreira, editor de DPeriodistas,
cuando jugamos a que me arrancaba las primeras palabras luego de mi regreso al
mundo de los vivos, para publicarlas en alguna de sus muchas plataformas en la
web. Pero el tema también va por allí: encontrar la manera de seguir haciendo
el periodismo que me apasiona, y que ustedes esperan y comparten, pero de
manera que sea una plena realización para el cuerpo y para el alma, y no en condiciones que puedan llegar a hacernos daño.
Tendré,
seguramente, más limitaciones de movimiento y quizás de temas. Probablemente ya
no pueda deleitarme en contemplar el Paraguay desde la cima del cerro Tres
Candú, como alguna vez lo hicimos para una histórica portada de la revista Vida
de ÚH, pero habrá otras cumbres menos geográficas que un corazón golpeado
seguirá buscando alcanzar. Y sobre todo, lo que yo se y ustedes también lo saben
muy bien: hay cosas que, definitivamente, ningún crash podrá cambiar: la manera
de concebir un periodismo renovado en lo tecnológico pero clásico y ético en lo
esencial, que siga teniendo una mirada escrutadora sobre toda forma de poder y no
disculpe ninguna falta contra el pueblo por afinidad ideológica, conveniencia o
amiguismo. Un periodismo que esté nutrido con los valores de nuestra cultura, solidario
con los sufrimientos y alegrías de nuestra gente, que sintonice con sus mejores
sueños y proyectos, que sea respetuoso de su tradición y su pasado, pero tenga
la clarividencia de saber mirar el futuro mas digno posible. Ese modelo de
periodismo lo vamos a seguir cumpliendo y promoviendo en las nuevas
generaciones, desde donde sea, con las limitaciones que surjan, quizás con más optimismo
y relax, pero sin renunciar un ápice a lo que fuimos, somos, y seguiremos
siendo.
Me
comprometo a eso... y sé que cuento con ustedes.
Gracias de nuevo por la gran fuerza que me dieron en todos estos dias y que me la siguen dando, a cada instante (lo nuestro ya es casi como un matrimonio, ¿no?, por aquello de "en la salud y en la enfermedad").
Si
estoy aquí otra vez, en camino, es por y con ustedes.
Gracias por estar siempre
allí, del otro lado de las letras del papel o la pantalla. Pero sobre todo, del otro lado de este corazón que, herido y todo, sigue latiendo.
Los
quiero mucho.
Andrés
P.D.: Las visitas a nuestra sala (710, Cardiología, Septimo Piso del Hospital Central de IPS, Barrio Trinidad de Asuncion), se permiten de 17 a 21 en los días de semana. Los fines de semana son más flexibles con la admisión. Se aceptan materiales interesantes de lectura, incluyendo libros de Condorito.
P.D. 2.: Hoy, lunes 22 de octubre, mis médicos me dieron de alta, y poco después del mediodía, abandoné la sala 710 de Cardiología IPS. La alegría de salir del hospital solo se vio un poco empañada en el momento de la despedida, al ver la cara afligida de karai Juan Samaniego, quien más que mi casual compañero de cuarto, se convirtió en un "che ru guasu", que me iluminó con su callada y estoica sabiduduría y nobleza campesina, en todos estos días de infortunio compartida. Apenas bajamos el estacionamiento, la realidad estallaba de nuevo ante mis ojos: el conflicto por el desalojo de vendedores frente a IPS. Intenté no interesarme, pero fue imposible, mientras me llevaban al vehículo, iba preguntando detalles, formulándome cuestionamientos. Ahora estoy en la calidez familiar, rodeado de mucho afecto y cuidados, en casa de mi hermana Asu, en el barrio San Pablo. Tengo 30 días de reposo médico, antes de regresar al trabajo (que seguramente será también en condiciones distintas). En estos días me propongo en principio escribir más poco, relajarme mucho, descansar, caminar bastante, tomar rigurosamente mis medicinas, someterme a los controles, querer y dejarme querer... Pero es casi seguro que eso que llevo en la sangre me tironeará cada tanto, y les estaré dejando nuevas lineas desde este blog, repicado en nuestras cuentas de Fb y Tw, contándoles lo que significa este segundo viaje en el tren de la vida, que tiene aún tantas estaciones por conocer. Asi que gracias por todo... y no se enojen si no les respondo todos los bellos y conmovedores mensajes que me dejan. Les aseguro que los leo todos. ACG.