“La
Patria era un río de sangre desbordada
y
llegaron aún más días insaciables
insatisfechos
de muerte y agonía
¡…y
llegó Acosta Ñu!
donde
murieron los pájaros del mundo
donde
la risa infantil quedó cuajada en mil charcos de sangre adolescente
donde
la Patria envejeció cien años
por
la muerte de los niños combatientes….”
(Rafael
Paeta, canción Los niños mártires de Acosta Ñu).
¿Cómo narrar el heroísmo y el horror de
una batalla tan épica, tan trágica, tan inabarcable…?
¿Será que alcanzan todos los muchos
libros, los testimonios, los relatos populares, los poemas, las canciones, los
documentos históricos… para poder aproximarse a la verdad de una de las
epopeyas más emblemáticas del Paraguay, que a un siglo y medio después de haber
sucedido todavía vibra y duele en el alma y en la piel de cada uno de los
habitantes de esta desgarrada y mediterránea geografía…?
¿Dónde acaba la historia y comienza la
leyenda…?
¿Cómo narrar Acosta Ñu…?
Era un amanecer con olor a pólvora y
presagios de muerte, el de ese día 16 de agosto de 1869.
Tras una larga y penosa marcha, durante
toda la noche, a través de los montes de Caacupé, el ejército casi espectral de
niños, ancianos y mujeres, al mando del general Bernardino Caballero, estaba
llegando hasta un gran descampado, en las afueras de Barrero Grande, conocido
popularmente como Ñu Guasú, al que
los militares e historiadores brasileños llamarán por su traducción del
guaraní, Campo Grande.
La zona desde el estero Ypucú hasta el
arroyo Piribebuy era conocido con ese nombre, Ñu Guasú, y el sector desde el Piribebuy hasta el inicio de la
selva en Caaguy Yurú se denominaba Acosta
Ñu (el campo de Acosta), porque en tiempos de la colonia española, la vasta
propiedad había pertenecido a un ciudadano portugués, llamado Juan Blas de
Acosta Freyre, ex regidor y alcalde provisional de la ciudad de Asunción.
Así lo precisa el historiador Andrés
Aguirre, señalando que por un error introducido en un poema escrito por el
sacerdote Juan B. Tounedou, primer director del Colegio San José, “A los niños muertos de Rubio Ñu”,
durante mucho tiempo se repitió el error de llamar también Rubio Ñu al lugar de
la batalla. En realidad, Rubio Ñu era
otro campo, distante a unos 10 kilómetros al este del lugar donde se libraría
el desigual combate, parte de las ex tierras de Acosta, adquiridas por un
ciudadano porteño, llamado Miguel Rubio.
Varios historiadores de la época
ayudaron a originar la confusión, al dar varios nombres al lugar donde se
libraron los combates. El general Francisco Isidoro Resquín lo llama campo de Barrero Grande. El coronel Juan
Crisóstomo Centurión lo denomina indistintamente Ñu Guasu, Rubio Ñu o Díaz Cue. El historiador Juan E’Oleary fue
quien más contribuyó a la confusión, llamándolo Campo Grande o Rubio Ñu.
Hasta un regimiento de infantería de la Fuerzas Armadas y un popular club de
fútbol llevarían luego el nombre equivocado de Rubio Ñu.
Recién en 1948, el historiador Andrés
Aguirre logró que el decreto N° 27.484 del Poder Ejecutivo, el mismo que estableció el 16 de agosto como
Día del Niño, dictamine: “Sustitúyese la
palabra Rubio Ñu por la de Acosta Ñu, como lugar de la homérica batalla librada
por los niños paraguayos, el 16 de agosto de 1869, bajo el comando del ínclito
general Bernardino Caballero”.
Pero en esa mañana del 16 de agosto,
sería el campo de Acosta Ñu el
principal escenario de una terrible batalla, que iba a volverse legendaria.
Desde el sector aliado, ya en la noche
anterior, el mariscal brasileño Victorino Carneiro Montero había dispuesto que
el general Carlos Resin establezca un campamento a la entrada de Barrero
Grande, con su división de infantería, artillería y artillería ligera, para
cortar el avance de las tropas del general Caballero.
Al mismo tiempo, ordenó que el general
José Antonio Correia da Cámara, al frente de su caballería de 10.000 hombres,
se dirija hacia Caraguatay, en persecución del mariscal Francisco Solano López
y sus tropas.
Mientras, el propio Carneiro Montero se
moviliza con sus hombres a ocupar Pindoty, a una legua de Caaguy Yurú, en el
sitio hoy conocido como Isla Pucú, elegido como un lugar estratégico desde
donde dirigir y respaldar las acciones bélicas.
Desde Caacupé y Piribebuy, detrás de
las tropas de Caballero avanzaban otras poderosas divisiones del ejército
aliado, directamente al mando de su máximo comandante, Luis Filipe Gastão de
Orléans, el conde d’Eu.
Cuando el fantasmagórico ejército del
general paraguayo, tras cruzar el estero de Ypucú, salió en horas del amanecer
al campo de Acosta Ñu, ya estaba atrapado entre dos grandes flancos de tropas
enemigas, que se iban abriendo, con la intención de rodearlo por completo.
Tras cruzar el Ypucú, Caballero y sus
hombres salieron por un lugar llamado Díaz Cue, a unos 8 kilómetros del arroyo
Yukyry, y un poco más allá, muy cerca, lo esperaba el arroyo Piribebuy, que se
une a un par de kilómetros con el Yukyry. A su izquierda, a cierta distancia,
sobresalía el alto promontorio del cerro Itakyty y más allá el cerro Tapiaguaré,
hoy conocido como el Cerro de la Gloria.
El combate era prácticamente
inevitable.
Aunque Caballero intentó varias
maniobras para tratar de cruzar más rápido el vasto territorio de Acosta Ñu y
poder alcanzar el bosque tras Caaguy Yuru, para intentar escapar al cerco,
sabía que la lentitud de su expedición, además de su exigua tropa compuesta
principalmente por niños y con armas muy precarias, lo volvía sumamente
vulnerable, principalmente en un campo abierto, donde iba a tener que franquear
los dos arroyos. Que el enemigo lo alcance, desde cualquier dirección, era solo
una cuestión de tiempo.
“Caballero
comprendió, desde el primer momento, que no podía luchar contra una fuerza tan
enormemente superior en número a la suya. Si lo hizo fue porque, a fuerza de
militar pundonoroso, se veía obligado por el deber a defender la retaguardia
del resto de nuestro ejército, y también porque, rodeado como estaba por todos
lados de fuerzas enemigas, no le quedaba otra alternativa, en la absoluta
imposibilidad de continuar su marcha de retirada”, señala el coronel Juan Crisóstomo
Centurión.
Recreación de la Batalla de Acosta Ñu, en el mismo sitio del enfrentamiento, 149 años después. |
La
historia y la leyenda
No había otra alternativa que
prepararse para el combate.
Es aquí donde la historia se confunde
con la leyenda, principalmente en lo concerniente la caracterización que
presuntamente asumieron los niños soldados, buscando disfrazarse de
combatientes adultos, para buscar engañar al enemigo.
Sin dar muchos detalles que certifiquen
que aquello realmente ocurrió, varios historiadores repiten lo que los relatos
orales transmitieron insistentemente, a nivel de la cultura popular, durante
los tiempos que siguieron a la Guerra: Que los niños de Acosta Ñu se pintaron
barbas postizas para intentar hacerse pasar por adultos y tratar de engañar al
enemigo, o que muchos portaban fusiles de utilería, tallados de madera, para
hacer creer que tenían armas de fuego.
El historiador Efraím Cardozo, en sus
Efemérides de la Historia del Paraguay, es uno de los que sostienen que “algunos niños se pusieron barbas postizas,
para simular una edad que no tenían”.
En los relatos de primera fuente, como
el del general Centurión, no hay casi referencias a las barbas postizas, ni a
las armas simuladas. Por el contrario, existen varios testimonios de que el
alto comando brasileño poesía informes de inteligencia y datos muy precisos
acerca de la real conformación del ejército de Caballero. Ni las presuntas
barbas postizas, ni las presuntas armas de madera, en caso de que hubieran
existido, habrían podido engañarlos. Es decir, sabían muy bien que en su gran
mayoría eran niños y adolescentes, y aun así cargaron contra ellos, con toda la
saña exterminadora de la que fueron posibles. Eso es lo realmente terrible.
Acerca de las armas, Aguirre detalla
que casi todos los soldados paraguayos tenían armamentos básicos y precarios;
pesados y antiguos fusiles de chispa, media docena de cañones de avancarga,
lanzas y sables. A gran diferencia, los aliados contaban con los modernos
fusiles de repetición “a la minié”, además de cañones de retrocarga y
bayonetas.
El propio comandante en jefe brasileño,
el Conde d’Eu, lo reconoció en su diario de guerra: “Nuestros fusiles a la
minié llevaban la muerte hasta a sus reservas, al paso que nuestros soldados
más avanzados poco perjuicio sufrían”.
Recreación del éxodo a través de Acosta Ñu. Madame Lynch y las Residentas. |
Aquellos
niños soldados…
Esa mañana, los niños soldados habían
desayunado una pobre ración de mbokaja (coco) y avati maimbe (maíz tostado),
según el relato del veterano cabo Cipriano Crispiniano Franco, quien fue uno de
los sobrevivientes.
Poco se ha escrito sobre la identidad
de aquellos menores obligados a ser adultos de manera tan violenta, que es
bueno rescatar algunos casos más conocidos.
Quizás el más célebre de los
combatientes de Acosta Ñu fue Emilio Aceval, quien tenía 15 años de edad,
cuando le tocó combatir en la legendaria
batalla. Oriundo de Asunción, Emilio fue enrolado y llegó a ser sargento mayor,
a la edad de 14 años. Sobrevivió a los combates y fue hecho prisionero en Acosta Ñu y trasladado a Asunción, donde
sufrirá la tristeza de ver su hogar ocupado y prácticamente destruido por los
soldados aliados. Fue protegido y adoptado por una familia, que lo lleva a
vivir a Corrientes. Años más tarde, pudo ingresar al Colegio Nacional de Buenos
Aires. Aceval llegó a ser presidente de la República entre 1988 y 1902, y luego
senador nacional.
El cabo Lisandro Amarilla tenía 12 años
de edad, cuando entró en combate en Acosta Ñu. Fue jefe militar de una compañía
del Batallón Joven. Es recordado como un niño soldado de gran heroísmo, que
acostumbraba alentar a sus compañeros con consignas en guaraní: “¡Neike mitá! ¡Ja hechaukake umi enemigo
rembyrépe na i kuimba’eveiha ñande hegui! ¡Pe hesyvoke, há pe hesyvoporake…! (¡Vamos,
chicos! ¡Demostremos a estos restos de enemigos que no son más hombres que
nosotros! ¡Clávenles, y clávenles bien…!”.
Juan Pío Prieto, nacido en Pilar el 5
de mayo de 1855, tenía 13 años cuando se vio envuelto en la batalla de Acosta
Ñu. Ya había luchado antes en Ytororó y Lomas Valentinas. Tras sobrevivir y
caer prisionero, fue mantenido cautivo en el Campo de la Gloria, pero logró
huir y dirigirse de vuelta a su pueblo natal, donde se dedicó a ejercer la
docencia. Uno de sus hijos, que se volvió ilustre, se encargó de rescatar y
contar su historia.
Son solo algunos nombres, rescatados
del vendaval del olvido…
El
primer ataque
Cerca de las 8 de la mañana, el sector
de la retaguardia del ejército de Caballero, que estaba bajo el mando del
coronel Ángel Moreno y su segundo, el comandante Bernardo Franco, recibe el
primer ataque, al ser alcanzado por la vanguardia de las tropas imperiales,
comandado por el general brasileño Vasco Alves Pereira.
“La
guerrilla enemiga inició un recio tiroteo con la nuestra. Moreno envió entonces
a su ayudante, el alférez (Estanislao) Leguizamón, a dar parte al general
Caballero, que estaba en un punto llamado Cerrito”, destaca Centurión.
Caballero le responde con instrucciones
de que emplace sus dos bocas de fuego, mientras Franco, al frente de la
División VI de Veteranos de Infantería, debía extenderse por el campo.
El mandato es “aferrarse al terreno, reteniendo el empuje aliado con máximo vigor,
para dar tiempo al Centauro (Caballero), a tomar posiciones en las cercanías
del Yuquyry”, apunta Aguirre.
Centurión agrega que Caballero también
le indica a Moreno que no podía enviarle ninguna reserva de apoyo, porque
apenas tenía hombres para cubrirse, y que resista por su cuenta, tratando de no
dejarse envolver por las tropas enemigas. Además le comunica lo que ya era una
cuestión inexorable: “En el caso extremo
de verse envuelto, sería necesario formar el cuadro de táctica y defenderse
hasta sucumbir honrosamente”.
Desde atrás de las líneas, desde el
camino que llega desde Piribebuy, el conde d’Eu apura su marcha, con el grueso
de su ejército, para apoyar el primer ataque de Vasco Alves.
En la retaguardia del ejército
paraguayo, el combate seguía arreciando. Los niños soldados, entre ellos los
alumnos de la escuelita de Pirity, del maestro Clemente Medina, recibían su
bautismo de fuego.
Obedeciendo las instrucciones de
Caballero, Moreno dio la orden de retirarse del combate, en medio del fuego
cerrado, en dirección hacia el arroyo Yukyry
-¡Una
descarga..! ¡Tercerola a la espalda! ¡Sable o lanza en mano! ¡Marchen…! –era la orden que les impartían los
jefes a los niños soldado, recuerda Cipriano Crispiniano Franco.
Es en ese momento, cuando el comandante
Bernardo Franco, el segundo al mando, desobedece la orden de prudencia en la
retirada, se acerca demasiado hacia el fuego enemigo y es alcanzado por un
certero disparo de fusil en la cabeza, que lo derriba inerte de su cabalgadura.
La noticia de la muerte de uno de sus
más altos y valerosos oficiales le llega a Caballero, quien ordena que rescaten
el cadáver de Franco y no lo dejen a merced del enemigo. Un equipo de veteranos
se encarga de la misión casi suicida, y en medio de una lluvia de velas, cavan
una tumba y sepultan al comandante Franco, a orillas de un arroyo.
“Desde
entonces, una alta cruz de madera señala en la inmensidad la tumba del héroe,
única señal del recuerdo que florece en la tierra de la tragedia más honda de
nuestro pueblo”,
apunta Andrés Aguirre.
Otra secuencia del enfrentamiento, recreado en el mismo campo de batalla. |
Los casi 20.000 soldados del ejército
aliado ya han llegado totalmente a Acosta Ñu y el Conde d’Eu inicia el
operativo tan esperado, en busca de acabar con las tropas de uno de los
principales oficiales del mariscal López.
El comandante brasileño distribuye sus
fuerzas en dos columnas yuxtapuestas, frente a las líneas paraguayas. A la
derecha se ubica la Segunda Brigada de Infantería de Valporto, con la batería
de Murao Pinheiro. A la izquierda, la Sexta Brigada, de Lorenzo de Araujo. La
caballería de avanzada de Alves cubre los flancos y una parte del 13° Cuerpo cubre el centro de
la línea de ataque, según precisa el historiador brasileño Tasso Fragoso.
También un grupo de la Legión Paraguaya ataca a sus compatriotas, como parte
del ejército aliado, desde la izquierda.
El general Bernardino Caballero no
tiene tiempo para fortificarse. “Enfrenta
a cuerpo gentil a las veteranas tropas aliadas, numerosas como arena, las que,
abiertas en forma de abanico, avanzan con designio de atenazarlo”, relata
Andrés Aguirre.
El conde d’Eu combina con el general
Enrique Castro, jefe de las fuerzas orientales, un ataque desde la izquierda,
mientras ordena a Deodoro que ataque con otra brigada desde la derecha.
Caballero percibe que el ataque desde
distintas direcciones busca su arrollamiento, antes de alcanzar su objetivo de
cruzar el Yuquyry, entonces se ve forzado a situar su tropa en orden de
batalla, en forma paralela a la corriente del arroyo, para modificar luego su
línea en forma perpendicular.
“Con
esta diestra evolución, logra su propósito: Eludir el asedio y lograr el cruce
del Yukyry, de su tropa y carretería, en las cercanías de la confluencia con el
Piribebuy”, sigue
Aguirre.
Las maniobras se producen en medio de
una encarnizada batalla, que lleva casi todo el resto de la mañana. El cruce se
da a través de un precario puente y gran parte cruzando por el agua, que no es
muy profunda.
La visión que da el Diario del Ejército
del Conde d’Eu sobre este momento, es el siguiente: “El general Caballero intentó entonces, con éxito durante algún tiempo,
hacer un movimiento perpendicular a su primera posición. Calando su artillería
de la izquierda y reforzando la de la derecha, cubrió uno de sus flancos y
después de tres horas de lucha, consiguió establecer dicha línea perpendicular,
con el fin de desfilar junto al bosque y así ganar fácilmente la costa del
Yukyry, que había sido transpuesta por la mayor parte de sus carretas”.
La
heroica resistencia
El general Bernardino Caballero le pide
al coronel Ángel Moreno que apure el avance de la artillería, para cruzar el
arroyo Yuquyry y tomar posición en la otra orilla, a fin de proteger el paso
del resto de la tropa.
Tras lograrlo, Caballero forma su línea
de batalla apoyando el flanco derecho de su ejército en el arroyo Piribebuy, la
artillería en el centro y el flanco izquierdo se prolonga hasta muy cerca del
curso del mismo arroyo, pero hacia el Este.
Desde el otro lado del Yuquyry, la
poderosa artillería de los aliados ha sido emplazada frente al paso, junto al
precario puente, apuntando directamente sobre la posición paraguaya.
“Ni
bien ha terminado el emplazamiento de las bocas de fuego sobre el puente,
cuando la Alianza toma la ofensiva”, destaca Andrés Aguirre.
El general paraguayo se instala a
cierta distancia, bajo un árbol de laurel, en un sector elevado conocido como Ypaú,
que es como un gran mirador natural. Desde allí, desmontado de su caballo,
controla todo el escenario y dirige la batalla.
Es casi mediodía cuando se produce el
primer fuerte ataque de los aliados, con una andanada de cañonazos que causa
estragos en las fuerzas paraguayas. Los pocos cañones guaraníes responden al
fuego, con el mayor ímpetu que pueden.
Los soldados aliados se lanzan al
ataque, pero son repelidos por una salva de disparos desde el otro margen del
Yuquyry, y luego se producen los primeros encuentros cuerpo a cuerpo, con
lanzas, espadas y bayonetas.
“El
césped de esmeralda, en las riberas del Yukyry, se tiñe de púrpura de sangre
derramada a torrentes”,
retrata Aguirre.
Pero la táctica defensiva de los
paraguayos consigue repeler el primer ataque.
Los soldados aliados fueron “recibidos con un nutrido fuego de fusilería
y artillería, que vomitaba con espantosa actividad sus balas y metrallas,
causando estragos en las filas de aquellos, y produciendo como era natural, en
el primer ímpetu, gran confusión en ellos”, refiere Juan Crisóstomo
Centurión.
La batalla llegaba a su momento
culminante, coincide el historiador Hugo Mendoza. “Era ya mediodía, y desde el amanecer la lucha no tenía tregua ni
descanso. Se produjo una nueva carga y nuevamente fue repelida por Caballero.
El cauce del arroyo quedó colmado de cadáveres. Optó entonces el ejército
imperial buscar un vado, para evitar fracasar en otro ataque frontal. Caballero
volvió a hacerse fuerte sobre el puente del Piribebuy, conteniendo con todo
éxito el avance de sus perseguidores”, detalla.
Desde el otro lado de la historia, el
brasileño Augusto Tasso Fragoso, lo confirma: “Los contrataques del enemigo (los paraguayos) producen una fluctuación en nuestra línea”.
El conde d’Eu “brama en los pajares ante los desaciertos de sus legiones, cuyas
bayonetas relucientes forman selva, y las cicatea a la infernal hoguera. Le
secundan sus ayudantes: Rufino Salgao, Alfredo Taunay, Almeida Castro. Lo
propio hace el general Herculano Sánchez da Silva Pedra, quien espada en mano
empuja a su tropa. Le sigue Deodoro, en su ejemplo. Emplaza contra el puente
cuarenta piezas de artillería”, narra Aguirre.
Y en frente, resistiendo heroicamente,
están Caballero y sus niños soldados, junto a un número cada vez más reducido
de veteranos.
La protección del puente sobre el
Yuquyry se ha vuelto una obra quimérica, como la última fortaleza en el
desierto que no se debe dejar caer.
El Mariscal Lopez y los niños de Acosta Ñu. Recreación en el mismo lugar. |
Los golpes de suerte del ejército
paraguayo no iban a durar mucho.
Poco después del mediodía llega la
Cuarta Brigada de Caballería del ejército aliado, al mando del coronel Hipólito
Ribeiro, que lanza un fuerte y masivo ataque de flanqueo por el ala izquierda.
El general Caballero busca escapar al
encierro, precipitando a sus hombres sobre el arroyo Piribebuy, donde vuelve a
tomar ubicación. Caballero establece rápidamente otro puesto de comando en el
lugar llamado Cerrito.
“La
Alianza, apoyada por la artillería, caballería e infantería, cruza el Yuquyry a
paso de carga y se estrella contra nuestros estropeados escuadrones de
caballería. Ypaú queda tapizado de cadáveres”, cuenta Andrés Aguirre.
El sol va cayendo lentamente sobre el
vasto horizonte del campo de Acosta Ñu.
Son casi las cinco de la tarde.
La hora final.
El momento de mayor crudeza y
desigualdad en el combate.
La consumación del holocausto.
Relata el coronel Juan Crisóstomo
Centurión: “Las bajas, en lucha tan
encarnizada y tenaz, eran considerables de una y otra parte, pero los aliados
tenían la ventaja no solo de reponer los muertos y heridos suyos, sino de
aumentar el efectivo de sus fuerzas con divisiones que afluían del lado de
Barrero Grande: una división por el frente, otras por los flancos y otra por la
retaguardia, mientras que las bajas nuestras no eran cubiertas o reemplazadas.
De esta manera quedaron envueltas o rodeadas nuestras escasas fuerzas por tres
poderosas columnas enemigas. Pero esta circunstancia, a pesar de lo abrumadora
que era, no fue bastante a desconcertar a nuestra gente o a infundir el
abatimiento en su espíritu, resistiendo hasta las cinco de la tarde”.
Combate cuerpo a cuerpo.
Cacería encarnizada de niños
combatientes, por parte de los soldados de la Alianza.
Escuchemos las voces que relatan ese
dramático momento:
-
“No hay palabras para describir la sublime ofrenda de vidas inocentes”.
(Andrés Aguirre).
-
“Millares de bayonetas lidian contra un centenar de lanzas”. (Aguirre).
- “Los
jinetes aliados no comprendieron cómo aquellos niños desnutridos, que apenas sí
podían cargar sus largos fusiles de chispa, peleaban con tanto frenesí,
poseídos por homérica furia”. (Efraím Cardozo).
- “Acosta
Ñu es el símbolo más terrible de la crueldad de esa guerra: Los niños de seis a
ocho años, en el calor de la batalla, aterrados, se agarraban de las piernas de
los soldados brasileños, llorando, pidiendo que no los matasen. Y eran
degollados en el acto. Escondidas en las selvas próximas las madres observaban
el desarrollo de la lucha. No pocas empuñaron las lanzas y llegaron a comandar
grupos de niños en la resistencia”. (Julio José Chiavenatto).
El sol se oculta detrás de los cerros
lejanos, mientras los soldados aliados empiezan a prender fuego al campo de
Acosta Ñu, provocando un gran incendio.
Un denso olor a pólvora y a carne quemada
impregna el aire, mientras los gritos de dolor y de combate se confunden con el
estruendo de los disparos y cañonazos.
Pareciera que todo ha llegado a su fin…
pero no.
Hay un último batallón, que todavía
pelea.
___________
(Del
Libro “Acosta Ñu”, de Andrés Colmán Gutiérrez. Colección 150 años de la Guerra
Grande. Asunción 2013. Editorial El Lector. Diario ABC Color).
Fotos: Desirée Esquivel y Andrés Colmán Gutiérrez.