Andrés Colmán Gutiérrez
En aquellos
años de rebelde adolescencia anti dictatorial, cuando la canción social
encendía nuestras conciencias y alimentaba nuestros sueños de libertad,
acostumbrábamos discutir en las peñas quién era mejor: Silvio Rodríguez o Pablo
Milanés.
Admirábamos
con devoción a los dos puntales de la Nueva Trova Cubana, íconos casi
inseparables en nuestro parnaso musical, pero las diferencias hacían que se
formen dos bandos: los pro-Silvio y los pro-Pablo.
Silvio
era el revolucionario de la guitarra, con su estridencia un poco chillona pero fuertemente
testimonial, el poeta existencial y casi metafísico, capaz de darnos canciones
tan inquietantes y bellas como “Mariposas” o “Sueño con serpientes”. Pablo era
el de una voz mucho más privilegiada y agradable, sensible e intimista, que te
partía la cabeza con “El breve espacio en que no estás”, que te hacía envejecer
prematuramente con “Años” o te movía a indignarte contra Pinochet y todos los
dictadores al cantar “Yo pisaré las calles nuevamente”.
El
tiempo, el implacable, el que pasó, los fue distanciando también a ambos genios
del arte, mientras algunas de sus canciones también se nos volvían añejas,
desdibujadas por el crack de la dura realidad.
Pablo se
volvió crítico de la cada vez más autoritaria revolución castrista y emprendió
casi un auto exilio en Madrid, valiéndose del necesario tratamiento a su
deteriorada salud, mientras Silvio seguía siendo un acérrimo defensor del
proceso político en la isla, con sus arrebatos autocríticos.
En estos
días en que la sorpresiva muerte de Pablo nos golpeó hondo, entendimos todo lo
que hay en una canción arrebatada junto a viejos sueños juveniles: “Cuánto gané, cuánto perdí / cuánto de niño
pedí / cuánto de grande logré / qué es lo que me ha hecho feliz / qué cosa me
ha de doler”
En su blog Segunda Cita, Silvio se limitó a homenajear a su otrora cómplice de sueños, publicando una vieja canción inédita que le compuso en 1969, cuando ambos creían por igual en la revolución y subían juntos a los escenarios: “Eres un espacio que se vuelve / sin espina y que se pierde /en la alegría de volverse / pero ya tu voz se está quedando / ya tu mano está grabando /todo un nombre con sus dientes”.
***
En 1986
pude entrevistar brevemente a Pablo Milanés en Lima, Perú, para El Correo Semanal
de Última Hora.
Yo
llevaba algunos meses viviendo en la ciudad sin lluvia, cuando el presidente
Alan García organizó la Semana de Integración Cultural Latinoamericana (Sicla),
que convocó a los mayores referentes de la música contestataria del continente,
de las artes y las letras, en una serie de festivales y conciertos populares. Por
el Paraguay participaron el Terceto Ñamandú (con Ricardo Flecha, Chondi Paredes
y Rolando Chaparro), además del poeta Elvio Romero y el escritor Carlos
Villagra Marsal.
Me acredité
como corresponsal y pude acceder al hotel donde se alojaban los artistas. Me
sentaba a una de las mesas de la cafetería y los veía bajar a desayunar, me
acercaba a saludarlos y les pedía una entrevista. Algunos accedieron con
cordialidad cuando supieron que era del Paraguay, “ese país dominado por el
dictador Stroessner”, como la chilena Isabel Parra, los cantantes argentinos
León Gieco, Víctor Heredia y Facundo Cabral.
Durante
la charla con Heredia, Pablo Milanés se acercó a saludarlo. Se abrazaron y
Víctor le contó que yo era un periodista paraguayo “exiliado”. Pablo me
estrechó la mano y le pregunté si también podría entrevistarlo. “Si, sí,
búscame al final del desayuno”, me dijo, y se fue a una de las mesas, donde
estaban los músicos de la banda cubana Irakere.
Cuando lo
vi levantarse junto a otras personas, me aproximé a recordarle la entrevista.
“Qué pena, vienen a buscarme para llevarme a Villa El Salvador, pero acompáñame
hasta la calle y hazme algunas preguntas”, me dijo, con gentileza. Me conmovió
su humildad en medio del asedio de sus fans. En ese trayecto hasta el auto,
donde ya lo estaban esperando con impaciencia, pude grabar algunas
declaraciones, que ahora cito de memoria, porque aquella hoja impresa se me
extravió en la montaña de viejos papeles.
“¿Ir a
cantar al Paraguay? Me gustaría mucho, pero no creo que me dejen entrar, al
menos hasta que caiga ese dictador que tienen ustedes. De seguro podré ir
cuando tengan más libertades. Conozco poco de tu país, he leído los libros de
Augusto Roa Bastos, he conocido a algunos paraguayos exiliados en Cuba, pero me
admira que tengan una identidad cultural tan vital, que mantengan viva la
lengua indígena guaraní”, me dijo, entre otras cosas.
Tuvieron
que pasar diez años para que Pablo cumpla aquella promesa. Una tibia noche del
25 de octubre de 1996 lo volví a ver en persona, esta vez desde las gradas de
un escenario en el polideportivo del Club Sol de América, entonando varias de
las mismas canciones que le había oído cantar en un estadio repleto, en Lima. “Vamos viviendo/ viendo las horas que van
muriendo / las viejas discusiones / se van perdiendo entre las razones”.
Ahora,
enterado de su muerte física, pongo en un viejo tocadiscos el doble vinilo de
“Querido Pablo” que compré en una disquería de Lima, en aquel febril 1986, y
sus canciones me suenan otra vez tan frescas, tan recuperadas, tan premonitorias:
“Los años que pasaron/ definieron mi
suerte / la vida que he llevado / tiene un poco de muerte”.
¡Salud y
larga vida, querido Pablo!