Andrés Colmán Gutiérrez / Textos literarios, de periodismo narrativo, de investigación y de opinión en Paraguay
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lunes, 13 de agosto de 2007
Yabebyry-Madrid
El mundo es un aeropuerto, el aeropuerto es un mundo. Arca de Noé del Siglo Veintiuno, Torre de Babel globalizada donde desfilan todas las especies humanas, incomunicadas en todos los idiomas.
Estoy en la sección "Pasajeros en tránsito" de la terminal aérea de Guarulhos, São Paulo, esperando la conexión del próximo vuelo a Asunción. Con varias horas muertas por delante, busco alguna isla de tranquilidad lejos del torbellino humano.
En un rincón apartado encuentro sillas vacías, un eco amortiguado de soledad. Allí me instalo con una novela policial y una botella de agua mineral, dispuesto a disfrutar del derecho a ser un ciudadano de la nada, hasta que un sonido familiar me devuelve a la realidad.
En unos asientos cercanos, dos mujeres conversan alternando palabras en castellano y guaraní. Me conmueve escuchar ese tono tan paraguayo luego de casi dos semanas de estar lejos.
–¡Aníke re chuchuti, mi hija...! –aconseja una de las mujeres, la mayor, de aspecto elegante–. Mirales a los de Inmigración en la cara, con soberbia, ¡mbaretécha! Tenés que hacerles creer que sos una turista millonaria, que te vas a pasearte por Europa. Si te ven insegura, si se dan cuenta de que tenés miedo, no te van a dejar entrar.
La otra mujer es jovencita, morocha y flaca, con un aspecto campesino que la ropa de buena marca, el maquillaje y el pelo estilizado no consiguen disimular. Tiene la mirada de un conejo asustado y se aferra a su bolso imitación de Louis Vuitton como si fuera un salvavidas.
Simulo leer, pero mis sentidos están pendientes de la conversación. Ha despertado el periodista voyeur y no hay forma de aplacarlo. Ellas ni sospechan que el viajero de al lado, que finge concentrarse en su novelita de bolsillo, es un paraguayo curioso, ladrón de historias humanas.
Así consigo enterarme de que la chica jovencita se llama Patricia, es oriunda de Yabebyry, Misiones, y ha subido a un avión por primera vez en la vida. Aguarda la conexión a un vuelo de Tam que la llevará a Madrid, con escala en París. Allá la espera una prima, con un puesto de empleada doméstica ilegal que significa el futuro, la esperanza, la alternativa de vida que su patria le niega. Todo depende de que consiga engañar a los agentes españoles de inmigración. ¿Lo conseguirá?
La otra mujer no revela su nombre. Es una paraguaya que vive en París, mujer de mundo, probablemente empresaria, ha conocido a la chica en el aeropuerto y ha adivinado su historia antes de que ella le cuente, la misma historia de tantos compatriotas en estos últimos años, la historia de humildes padres de familia que han hipotecado todo para poder comprar el pasaje, el largo vía crucis para obtener el pasaporte, las colas, la humillación, las coimas, los sellos, la visa para un sueño.
–Mirá... tengo un poco de dólares, tengo euros, tengo una tarjeta de crédito, tengo el nombre del hotel donde voy a estar... –dice Patricia, sin poder evitar que se le quiebre la voz–. ¿Seguro que me van a dejar entrar, verdad?
–Sí, seguro, mi hija –dice la otra mujer, ya no tan convincente–. Todo depende de vos.
Cae la tarde y se acerca la hora del vuelo. Patricia se levanta, aferrada a su falso Louis Vuitton, dispuesta a enfrentarse a su destino.
Yabebyry-Madrid. Un largo viaje de angustia hacia la incógnita del futuro. ¿Viaje solo de ida o también de vuelta? Atrás quedan un pueblo, una familia, una historia, una identidad.
Yabebyry-Madrid. La metáfora de un país que expulsa a sus hijos.
Patricia se pone en la fila de la puerta 8, con el pase de abordar en la mano. Le deseo suerte, en silencio. El aeropuerto de São Paulo parece más frío y desolado que nunca.
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