Andrés Colmán Gutiérrez / Textos literarios, de periodismo narrativo, de investigación y de opinión en Paraguay
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sábado, 20 de febrero de 2016
martes, 9 de febrero de 2016
Los damnificados no existen
Revisando viejos archivos en busca de
algunos datos, encontré este artículo mío, publicado a una página en el
suplemento El Correo Semanal de Última Hora, edición del sábado 27 de mayo de
1989. O sea, a apenas tres meses y días del derrocamiento de la dictadura
stronista.
Eran los días en que se crearon las
primeras organizaciones de sintechos, que salían masivamente a las calles,
protagonizaban ocupaciones de tierras en Asunción y alrededores, y se debatía
mucho sobre lo que reclamaban.
Me llama la atención lo que expresaba en
aquel artículo, en comparación con los debates actuales –inundados,
limpiavidrios, cuidacoches, etc.-, casi 27 años después. Es como si nada hubiésemos
cambiado o avanzado, en esencia.
Aunque el título era “El poblador
suburbano: Un nuevo actor social”, lo que generó más polémica fue uno de los subtítulos
y una de las ideas claves del texto: “Los damnificados no existen”.
(En términos más personales, reconozco que
el texto tiene un estilo deliberadamente de opinión, de “bajar línea” con un
fuerte sesgo ideológico, que en los últimos año he ido dejando de lado para
adquirir un tono periodístico más
narrativo, con puntos de vista más diversos, asumiendo una realidad más diversa
y compleja. Sin embargo, leyéndolo, aunque admito hoy lo escribiría de otro modo, compruebo con
mucha satisfacción que sobre todo esto sigo pensando exactamente lo mismo)
Para quienes se interesan por estos temas –sé
que son muchos y muchas-, rescato el texto original a continuación:
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Desde
las catacumbas de nuestras ciudades está emergiendo con mucha fuerza y dinamismo un nuevo actor social.
Alguien
que ya no es propiamente un campesino –aunque todavía conserve en mayor parte
su lenguaje, sus costumbres, su mágica cosmovisión- pero que tampoco ha logrado
integrarse plenamente al mundo urbano, relegado con violencia a los suburbios marginales,
a los cinturones de miseria que rodean a las urbes.
Es
alguien que no se identifica con las clásicas caracterizaciones sobre los
sectores populares y las organizaciones sociales: no es campesino, no es
obrero, no tiene relación directa con los sindicatos y los partidos políticos,
porque estos no logran representar sus intereses. Tampoco figura en las listas
privilegiadas de los organismos internacionales de solidaridad, no aparece
cotidianamente en las páginas de los periódicos, ni se ocupan de él con
asiduidad la radio y la televisión.
El
único que siempre lo recuerda es el viejo y milenario río, fuente de vida y de
tragedia a la vez. Cuando sus aguas turbias se desbordan y arrasan los modestos
caseríos escondidos en el fondo del Bañado, empujando a los pobladores hacia
las calles más céntricas, entonces la sociedad parece advertir fugazmente la presencia
de este actor social, aunque prefiere ocultar su verdadera identidad bajo la
eufemística denominación de “damnificado”.
Ahora,
sin embargo, en este dinámico tiempo de transformaciones políticas, nuestro
sujeto sale a la calle y eleva su voz. Exhibe sus nuevas organizaciones y sus
reivindicaciones. Reclama su espacio propio en esta sociedad que ahora se ufana
de ser democrática.
Nuestro
sujeto sale a la calle. Y, de pronto, su sola presencia basta para cuestionar
las mismas raíces de este modelo social, que hasta ahora no ha hecho más que
marginar denodadamente a sus hijos más humildes.
LOS DAMNIFICADOS NO EXISTEN
Si de
veras queremos construir una nueva forma de relación social, más abierta y
democrática, debemos empezar por abolir ciertos mitos, imperceptiblemente
heredados del tiempo de la dictadura.
Uno de
ellos es el que se refiere a los llamados “damnificados” por la inundación del
río Paraguay.
Seguir
utilizando este concepto es un engaño. Eso significaría reducir el problema de
las periódicas crecientes a una cuestión meramente ecológica.
Sería
como decir –o creer- que hay familias que padecen necesidades solamente cuando
las aguas desbordadas les privan de sus precarios hogares. Esa idea lleva
automáticamente a presuponer que el resto del año (épocas en que el río no
crece) estas mismas familias no sufren mayores carencias. Y sabemos que eso no
es así.
En
realidad, los “damnificados” no existen.
Los que
existen son estos nuevos actores sociales, todavía de nebulosa identificación,
que ni son campesinos, ni tampoco son ciudadanos. Podríamos denominarlos, sin
demasiada certeza, “pobladores sub-urbanos”. Algo así como los espectrales
habitantes de una ciudad de segunda categoría, que se despliega por las riberas
inundables del río, por las periferias sórdidas, por las salamancas profundas.
Una ciudad oculta, construida con hule y cartón, con desgarradas angustias y
tercas esperanzas. Una sub-ciudad que devuelve, en un abrumador y escandaloso contraste,
el rostro oscuro de esa otra urbe que brilla con sus reflejos artificiales.
UNA CIUDAD QUE NO FIGURA EN EL MAPA
Ellos
comenzaron a llegar desde hace más de dos décadas, cuando el “boom” de la
mecanización agrícola, la avalancha de las empresas multinacionales y el
despojo violento de sus tierras los fueron desalojando de sus viejos y
apacibles “valles”.
Un día
enterraron el machete en el surco vacío, cargaron con sus buruhacas al hombro y
se treparon a la carrocería de un viejo camión.
La
ciudad los vio llegar. Pies desnudos sobre el asfalto caliente. Pero la ciudad
no tenía lugar para ellos. Comprar un lote, construir una casita, pagar agua,
luz, cloacas, empedrado, impuestos… todo eso cuesta plata. No hay trabajo. ¿A
dónde podemos ir? Dicen que allá, en la orilla del río, hay unos terrenos que
nadie usa.
Allí
levantaron sus viviendas. ¿“Viviendas”? ¿Se podía llamar “viviendas” a esas
casitas casi de juguete? Pero de a poco se fueron juntando, se fueron
reconociendo, se fueron organizando. Trazaron calles, construyeron escuelas,
capillas, canchas de fútbol, plazas…
Los
fines de semana –los únicos días en que tenían algún respiro laboral-, los
hombres y mujeres se organizaban en cuadrillas para cortar las malezas, arreglar
los tortuosos caminos ribereños, pintar las paredes descoloridas de humedad.
Aprendieron
a convivir con el viejo río, a aprovechar sus recursos y a huir de sus cíclicas
inundaciones.
Así
nacieron decenas de barrios que no figuran en ninguno de los mapas oficiales.
Allí donde los cartógrafos han diseñado manchas blanquecinas con el genérico
nombre de “Bañado”, actualmente viven 60.000 familias compatriotas y existen
comunidades enteras, sufridas pero trabajadoras, humildes pero solidarias.
Y ahora
la sociedad se sorprende de ver a sus organizaciones surgidas casi de la nada
(la Coordinación de Pobladores de Zonas Inundables, COPZI; la Comisión de
Familias Sin Techo, etc.). Sucede, sin embargo, que el nivel de conciencia ha
ido creciendo tan callada y marginalmente como su vida misma. Allí, en la
ribera del río, a la luz de las velas, en la soledad de los campamentos precarios,
han ido amasando lentamente sus propias propuestas. Nunca nadie los tomó en
cuenta, pero ellos siguieron trabajando.
Ahora
están en la calle. Realizan marchas y manifestaciones, ocupan propiedades, se
enfrentan a la Policía, elevan pedidos a las autoridades. Es su manera de
decir: aquí estamos, nosotros existimos, los pobres también queremos participar
en la construcción de esta nueva democracia.
Jejuí, la isla de la utopía que la dictadura no logró matar
Los antiguos luchadores de las Ligas Agrarias, con sus descendientes, en la comunidad San Isidro de Jejuí. |
El 8 de
febrero de 1975, militares stronistas asaltaron la comunidad campesina de San
Isidro de Jejuí, en San Pedro, que iniciaba una experiencia asociativa, como
parte de las Ligas Agrarias Cristianas. Los pobladores fueron apresados y
torturados, y las tierras entregadas a un primo del dictador. A tantos años, los
propietarios recuperaron su tierra y retomaron el truncado proyecto social.
#CrónicasDeLaMemoria
Por Andrés Colmán Gutiérrez -
@andrescolman
Cuando la primera salva de disparos hizo pedazos la apacible madrugada campesina, monseñor Bordelón despertó sobresaltado. Sintió el piso húmedo de tierra apisonada bajo los pies descalzos. Sintió la espalda dolorida, poco acostumbrada a dormir sobre un catre de madera. A través de las grietas de la pared del rancho, se filtraba un confuso bullicio de órdenes y gritos, de alaridos y sollozos, de secas explosiones retumbando entre los árboles.
Monseñor
Roland Bordelón, de nacionalidad estadounidense, director para América del Sur
de la organización Catholic Relief Service, miró su reloj. Eran poco más de las
cuatro de la madrugada de ese día 8 de febrero de 1975. La noche antes, cuando
había llegado en compañía de otro religioso a visitar la comunidad de San
Isidro de Jejuí, donde luego se quedaron a dormir, ni siquiera remotamente
esperó despertar de modo tan violento.
Todavía
estaba allí, sentado en el camastro sin saber qué hacer, cuando uno de los
campesinos asomó su rostro lívido por la puerta.
–¡No
salga, monseñor...! –le pidió–. ¡Es mejor que se quede adentro!
–¿Por
qué...? –preguntó el visitante–. ¿Qué está pasando, por Dios?
–¡Parece
que los soldados están atacando la colonia...!
La acción
militar sorprendió a la mayoría de los pobladores en pleno sueño. Un pelotón de
aproximadamente 70 efectivos, al mando del teniente coronel José Félix Grau,
rodeó el caserío y procedió a allanar las viviendas una por una.
Cuando
el párroco de la comunidad, el sacerdote Braulio Maciel, corrió a buscar
refugio, fue herido desde atrás en una pierna por un proyectil y cayó al suelo.
"De
ahí fue conducido, colgado de pies y manos, hasta una camioneta, y en ella
hasta San Estanislao, donde se le practicaron los primeros auxilios, y de ahí
hasta la capital. En el momento en que el padre Maciel yacía en tierra, varios
campesinos trataron de defenderlo y recibieron la orden de 'cuerpo a tierra'.
En esta posición fueron golpeados con palos", narra uno de los primeros
informes sobre el caso, dado a conocer por el Obispado de Concepción, en fecha
21 de febrero de 1975.
Esta
foto histórica muestra al religioso Juan Tremble, de la congregación Hermanitos
de Jesús, trepado al techo, construyendo uno de los ranchos en Jejuí, en 1974.
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Detenciones y secuestros
Los
visitantes norteamericanos, monseñor Roland Bordelón y Kevin Calahan, fueron
detenidos y remitidos al Departamento de Investigaciones de la Policía, en
Asunción, donde permanecieron incomunicados durante 38 horas, sin poder
contactar ni siquiera con la Embajada de su país.
También
fueron arrestados los religiosos franceses Juan Penard y Juan Trembais, de la
congregación de los Hermanitos de Jesús, la misionera española Pilar Larraya,
junto a varios catequistas y dirigentes de la comunidad.
"Durante
la operación fueron revisadas todas las casas de los habitantes y fueron
secuestrados, entre otras cosas, libros, biblias, apuntes y síntesis de
reflexiones de los propios campesinos. También desaparecieron, según nuestra
información, la suma de 900.000 guaraníes, donada por organizaciones católicas
de Europa para el pago de algunas hectáreas de tierra y la suma de 100.000
guaraníes, destinada para el próximo encuentro latinoamericano de los
Hermanitos de Jesús con su Superior General de Roma, a realizarse en
Asunción", señala el mismo informe del Obispado de Concepción.
San
Isidro está ubicado en un lugar conocido también como Ybypé, distrito de Lima,
San Pedro, a casi 300 kilómetros al norte de Asunción, sobre la ruta 3 General
Elizardo Aquino.
El
lunes 10 de febrero de 1975, dos días después del asalto, el obispo de la
Diócesis de Concepción, monseñor Aníbal Maricevich, intentó ingresar en San
Isidro, pero fue impedido enérgicamente por el teniente coronel Grau,
comandante de la operación.
Entonces
el obispo viajó a la capital y trató de entrevistarse con el ministro de
Interior, Sabino Augusto Montanaro, pero este se negó a recibirlo.
La
colonia continuó cercada por los militares durante más de tres meses. En todo
ese tiempo, los pobladores permanecieron totalmente aislados del mundo
exterior, "forzados a trabajar en favor del destacamento militar",
según expresa un informe publicado por el periódico Sendero, órgano de la
Conferencia Episcopal Paraguaya, en su edición del 4 de abril de 1975.
"Mientras
fue posible, los campesinos comulgaron todos los días: recogieron las formas
consagradas que fueron esparcidas por el suelo cuando a punta de machete fue
violado el sagrario en la noche del asalto", agrega el informe de Sendero.
En
total fueron apresadas unas 120 personas por este caso, incluyendo a pobladores
de varias otras compañías de la región, solo por ser miembros de las Ligas
Agrarias. Muchas fueron llevadas hasta una finca rural que el jefe de
Investigaciones, el tristemente célebre represor Pastor Coronel, poseía a orillas
del río Jejuí, en las afueras de Lima, donde fueron sometidos a interrogatorios
bajo torturas.
El 2 de
mayo todavía quedaban 28 campesinos presos. La mayoría fueron puestos en
libertad a mediados de mayo, incluyendo al padre Braulio Maciel, quien se hallaba
prisionero en el Policlínico Policial. Los últimos salieron recién después de
la Navidad de ese año.
Las
tierras arrebatadas a los campesinos fueron entregadas a Ramón Matiauda, primo
del dictador Stroessner, quien se constituyó en una especie de señor feudal en
toda la región, especialmente en la actual localidad de General Resquín, que en
esa época era conocida simplemente como "Matiauda".
"Koljosets" en el Paraguay
La
dictadura stronista trató de justificar el asalto a la comunidad de San Isidro
de Jejuí con los más absurdos argumentos.
En un
extenso editorial, publicado el 20 de febrero de 1975, el diario Patria, órgano
oficial del Partido Colorado, sostenía que los ranchos campesinos eran
"koljosets (granjas colectivas rusas, instauradas durante la revolución
soviética socialista) clandestinos descubiertos en las pestañas de la selva.
Allí se vive 'como hermanos' pero hay ´veladores' que son los dueños de la
tierra que permanece indivisa y no se promete parcelar ni transferir a los
'hermanos', como en la dictadura del proletariado...".
De nada
sirvieron las sucesivas declaraciones y aclaraciones de los obispos y demás
sectores de la Iglesia (en un extenso pronunciamiento, el 7 de marzo de 1975 el
arzobispo de Asunción, monseñor Ismael Rolón, condenó "la violencia
desatada por las autoridades"). De nada sirvieron las colectas para ayudar
a los detenidos que las diversas parroquias organizaron en esa Semana Santa de
1975.
Para el
régimen, quienes se solidarizaban con los campesinos agredidos no eran más que
"idiotas útiles" o "compañeros de ruta de los comunistas".
La experiencia comunitaria de Jejuí era "puro comunismo", decía
Patria, y por eso tuvo que ser destruida a sangre y fuego.
Pero,
¿qué había de verdad entre los escombros de esas humildes viviendas derrumbadas
con violencia, entre los restos de esas cosechas segadas tan prematuramente en
las chacras que quedaron desiertas...?
En busca de la tierra prometida
San
Isidro de Jejuí fue un proyecto impulsado por la Federación Nacional de las
Ligas Agrarias Cristianas (Fenalac), como una respuesta al problema de la falta
de tierras de varios campesinos asociados, y con la utopía de construir una
comunidad solidaria, según los principios cristianos.
Las
llamadas Ligas Agrarias Cristianas (LAC) "fueron la expresión organizada
del sindicalismo campesino, con un caudal de miembros que fue aumentando muy
rápido, principalmente desde fines de la década del 60 hasta su cruenta
destrucción a mediados de 1976", explica el investigador Aníbal Miranda en
un libro escrito sobre estas organizaciones.
"Propulsadas
inicialmente por agricultores empobrecidos del departamento de Misiones, ellas
se extendieron por toda la región Oriental con un poderoso instrumento como
guía: la Biblia", agrega Miranda.
La
experiencia de Jejuí fue la más avanzada de las que llevaron a cabo los
integrantes de las Ligas.
Más de
60 familias procedentes de Quiindy, Piribebuy, Roque González, Caapucú, Santa
Rosa, Misiones y Villleta se instalaron inicialmente en unas 600 hectáreas,
parte de unas 3.000 hectáreas pertenecientes a los sucesores de Domingo
Trapani, que habían decidido lotearlas, con acuerdo del Instituto de Bienestar
Rural (el actual INDERT).
Entre
mayo y julio de 1969 se trasladaron las primeras familias y para octubre el
núcleo ya había crecido a 25 familias y 188 miembros, que iban pagando por sus
lotes a los Trapani hasta saldar la deuda sobre la propiedad de 230 hectáreas
para 1975.
"Les
esperaba la selva y la soledad... Había que construir las casas, abrir las
picadas, desmontar los rozados. Medios, pocos, casi solamente los propios
brazos...", relata un reportaje publicado en el semanario Sendero, escrito
por periodistas que acompañaron la experiencia inicial.
"Vivir
comunitariamente, poniendo en común siempre el fruto del trabajo de todos,
planeando y resolviendo juntos todas las cuestiones que debían enfrentar, no
era fácil. Y para ellos, que anteriormente habían vivido el individualismo de
nuestra sociedad, una novedad", destaca el reportaje de Sendero.
La
principal fuerza de los pobladores, según el informe, estaba
"fundamentalmente en la inmensa fe, intensamente vivida. Jejuí es una
comunidad donde lo religioso (también en búsqueda, muchas veces) cobra
particular importancia y se palpa en el ambiente un fuerte sentido
religioso".
El
sacerdote Braulio Maciel, oriundo de Quiindy, compartía con los pobladores los
mismos trabajos y era el responsable principal de la animación religiosa y de
las celebraciones litúrgicas de la comunidad. Posteriormente, la experiencia
atrajo a otros religiosos, entre ellos los misioneros de la Congregación de
Charles de Foutcauld, más conocidos como los Hermanitos de Jesús. Uno de ellos,
provisto de una canoa, recorría el río Jejuí pescando o cazaba en los bosques
cercanos, contribuyendo con lo que obtenía a mejorar la escasa alimentación de
los colonos.
"Llama
la atención que todos los ranchos están profusamente adornados con plantas y
con flores, en un trabajo que denota la mano femenina", apuntaba el
reportaje de Sendero, destacando el esquema casi primitivo, aunque
solidariamente fraterno, en que se manejaba la comunidad.
El
sacerdote Braulio Maciel, en medio de los pobladores, durante un acto en las
tierras recuperadas, en febrero del 2011.
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Lo subversivo de la tierra en común
En poco
tiempo, la experiencia de Jejuí contagió a otras comunidades. Desde las
parroquias de San Estanislao, Lima y Horqueta se impulsaron nuevos proyectos
pastorales, que serían precursores de las célebres Comunidades Eclesiales de
Base (CEBs) que luego se extendieron por varios países de América Latina. Jejuí
se convirtió prácticamente en el centro de un vasto movimiento campesino en
toda la zona Norte del país.
El
entonces obispo de Concepción, monseñor Aníbal Maricevich, "apoyó cada vez
más a Jejuí y a las otras comunidades. A pesar de sus innovaciones litúrgicas,
que no en todo coincidían con lo reglamentado, y a pesar de su comportamiento
general, que bien se podría interpretar como un reproche a una Iglesia más
tradicional y estática, el obispo no le negó nunca su apoyo. Más bien ayudó
para que Jejuí fuese centro de formación cristiana campesina en toda su
diócesis", recuerda el misionero Anastasio Kohman.
Entonces,
¿por qué se desató una represión tan brutal contra la comunidad?
En su
libro En busca de la tierra sin mal, los jesuitas Bartomeu Meliá, José Luis
Caravias y Miguel Munárriz ensayan una respuesta: "Antes de atacar los
sitios donde había líderes y experiencias de las Ligas Agrarias más
politizadas, el Gobierno (de Stroessner) comenzó destruyendo las comunidades
donde simplemente se pretendía vivir una experiencia de 'comunidad total' y a
pesar de estar situadas en zonas muy aisladas".
En
Jejuí, recuerdan, "se pretendió llevar al máximo la solidaridad. Vivir
juntos para compartir las alegrías y las penas, las fatigas y los descansos.
Vivir juntos para un trabajo comunitario, ir haciéndose, por la libertad y la
responsabilidad, cada vez más personas. Vivir juntos para tener algo que
aportar en la línea del pensamiento, de la organización y de la planificación,
a los demás hermanos campesinos".
El
legendario pa'i Braulio Maciel resume que "el mayor crimen que se quiso
cometer no fue sacarle las tierras a los campesinos ni arrestarlos o torturar
sus cuerpos. El mayor crimen fue intentar asesinar el sueño de un pueblo que
quería vivir en libertad, que quería rezar y amar en libertad. Pero no han
podido lograrlo".
La recuperación de la isla de la utopía
Tras
vivir en una especie de exilio interior durante 14 años, los pobladores de San
Isidro Jejuí se reanimaron cuando la dictadura stronista fue derrocada durante
el golpe militar de febrero de 1989 y se inició un proceso de transición
democrática.
En 1989
se conformó la Asociación Campesina San Isidro de Jejuí, formada por los
fundadores de la comunidad y sus descendientes. Realizaban gestiones ante la
Justicia para reclamar la propiedad de sus tierras y a la par fueron a realizar
ocupaciones simbólicas del lugar, que había sido convertido en estancia
ganadera, primero por los Matiauda y luego por otras personas.
El
Gobierno del general Andrés Rodríguez (1989- 1993) no les hizo caso. En dos
ocasiones fueron desalojados con violencia por la Policía, acusados de
invasores de sus propias tierras. El Parlamento rechazó su pedido de
expropiación.
En
1994, el entonces presidente del IBR, Hugo Halley Merlo, tituló las tierras a
nombre de Flora Rivarola de Velilla. Pero la Justicia empezó a fallar a favor
de los legítimos dueños.
Primero,
el juez Silvino Delvalle dictaminó que 150 hectáreas les sean devueltas a sus
viejos y legítimos dueños. Luego de 10 años, la causa judicial llegó a su fin,
ganando en todas las instancias. En febrero de 2010, la máxima instancia de la
Corte Suprema de Justicia ratificó la sentencia a favor de la Asociación San
Isidro de Jejuí.
Allí
están ahora. Canosos pero invencibles, reactivando la isla de la utopía.
"Ahora estamos produciendo 46 hectáreas de sésamo y 20 hectáreas de maíz.
El sésamo, de la variedad KO7, lo estamos cosechando esta semana y estamos
realizando gestiones ante el Senave para obtener una certificación y destinar
una buena parte como semilla, que será distribuida para el mejoramiento de la
producción de sésamo a nivel nacional", explica Gregorio Pirulo Gómez
Centurión, uno de los fundadores de la comunidad, conocido poeta popular
guaraní y gran defensor de la cultura indígena y campesina.
Este
domingo, en vísperas del 41 aniversario del asalto a la colonia, los
fundadores, sus descendientes y personas solidarias realizaron un acto en el
local de la Asociación Campesina San Isidro de Jejuí, situado en el km 299 de
la ruta 3. En una misa celebrada por el pa'i Victor Marins, párroco de Lima, se
recordó a los 26 fundadores de la comunidad ya fallecidos.
"Ahora
tenemos un conflicto judicial con un vecino, que se apropió de 20 hectáreas de
nuestra propiedad, pero estamos aquí, llevando adelante nuevos planes de
producción, de manera asociativa, esta vez con el apoyo de organismos del
Gobierno. Vivimos otros tiempos, quizás ya no somos considerados subversivos o
comunistas, pero el sueño de la comunidad de San Isidro, de vivir como hermanos
y producir en común, se mantiene vivo y marca la diferencia en una era en que
todo se hace de manera individual", destaca Gregorio Gómez.
Una
bandera paraguaya ondea libre al viento, atada a un rústico mástil, en medio de
las tierras recuperadas. Gregorio dice que nunca más la tumbarán.