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jueves, 28 de marzo de 2019

Mamá Coraje



Gladys Bernal viuda de Díaz, más conocida como Ña Gladys, Mamá Gladys o Mamá Coraje, no tiene miedo.
Y si acaso lo tiene, lo disimula bien.
–¡Ese tirano del general Lino Oviedo fue el que mandó asesinar a nuestros hijos, pero nunca pagó por eso…! ¡Se murió sin que la Justicia le haga pagar su crimen! ¡A veinte años del Marzo Paraguayo solo nos queda una tremenda impunidad, por causa de una Justicia corrupta, cómplice de los asesinos!–, exclama ella, parada en medio de la Plaza de Armas, junto a la cruz de los mártires, frente al viejo Cabildo de Asunción, ahora poblado otra vez de manifestantes campesinos e indígenas.
Precisamente, por hacer este tipo de acusaciones sin filtros, los abogados del difunto general Lino Oviedo habían querellado a Ña Gladys y a los demás familiares de los manifestantes asesinados en el Marzo Paraguayo, exigiendo que paguen 785 millones de guaraníes por presuntas calumnias contra el controvertido militar y caudillo político. Lejos de achicarse ante las amenazas, ella respondió que por nada del mundo dejaría de llamar “asesino” a Oviedo, aunque una condena judicial la pueda dejar en la calle.
–Ya me han quitado lo más valioso: la vida de mi hijo Henry. ¿Qué más me pueden hacer?   
Finalmente, los jueces no se animaron a dar curso a la querella contra los familiares de las víctimas, pero tampoco se animaron a determinar quienes ordenaron matar a los jóvenes aquella trágica noche del 26 de marzo de 1999.
Ahora Ña Gladys está otra vez aquí, en la misma histórica plaza, veinte años después, entre velas encendidas, flores y banderas, repitiendo el mismo ritual que nunca se interrumpió cada 26 de marzo, a las seis de la tarde. Esta noche hay cánticos, rezos, discursos, y esos momentos de opresivo silencio en que las madres cierran sus ojos y se comunican con sus ausentes hijos heroicos, como solo ellas saben hacerlo.
Cuando le piden que dirija un mensaje, Ña Gladys sostiene en una mano la foto de su hijo Henry David Díaz Bernal tendido inerte en la acera de la calle Presidente Franco, frente al Teatro Municipal, sobre un charco de sangre, mientras uno de sus compañeros intenta en vano reanimarlo y en la otra muestra la foto de su presunto asesino, el principal procesado por la masacre, Walter Gamarra, quien en 1999 era funcionario del Ministerio de Hacienda y un fanático seguidor del oviedismo. Imágenes grabadas la noche del 26 por un equipo de la televisión colombiana lo muestran parado en la vereda de la calle 14 de mayo casi Presidente Franco, cerca de la Casa de la Independencia, disparando varias veces una pistola automática hacia los manifestantes en la plaza.
En base a esta evidencia, Gamarra fue condenado a 25 años de cárcel, pero quedó libre con medidas sustitutivas hace tres años. Hace pocos meses, Ña Gladys se encontró cara a cara con él en un pasillo del Hospital del Trauma, en donde presuntamente él trabaja como camillero.
-Sentí un vuelco en el corazón. Ver al asesino de mi hijo caminando otra vez libremente por el pasillo de un hospital. ¿Qué justicia se puede esperar en este país? Solo nos queda rezar y recordar con pena y amor a nuestros muertos.


Ña Gladys es el mejor ejemplo de aquellas madres que vuelven a ser paridas por sus hijos.
Mujeres que llevan una vida cotidiana relativamente simple, lejos de cualquier foco mediático, hasta que ocurre una situación excepcional que les altera la existencia, generalmente una tragedia que las impacta y les cambia para siempre, modificando su rol y sus propios objetivos en la vida. Vecinas impávidas o amas de casa del montón que de un día para otro se convierten en aguerridas luchadoras, en lideresas temibles, en aquellas Madres Coraje que retratara Bertold Brecht.
Sucedió con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, tras la guerra sucia de los genocidas militares en Argentina. Sucedió con esas madres que “bailaban solas” durante la dictadura de Pinochet en Chile, tal como las retrata la bella canción de Sting. Sucedió con las madres de los soldaditos muertos en los cuarteles durante la primera década de la transición democrática, en Paraguay.
Y sucedió categóricamente con Ña Gladys, tras los trágicos y heroicos sucesos del Marzo Paraguayo de 1999.
Enfermera de profesión, empleada del Instituto de Previsión Social (IPS), cumpliendo los roles de esforzada madre y esposa en una vivienda humilde del barrio Jara de Asunción, seguidora tradicional del Partido Colorado, se sintió afectada cuando se enteró que habían asesinado a un caudillo y dirigente político a quien ella admiraba, el vicepresidente de la República, Luis María Argaña, aquel 23 de marzo. Indignada ante la noticia, se sintió motivada a acudir a la plaza a manifestarse contra el gobierno de Raúl Cubas y Lino Oviedo, a quienes se acusaba por el crimen. Sus dos hijos varones, Gustavo y Henry, además de una de sus hijas, la acompañaron. Iban y venían entre la casa y la plaza, a veces acompañada por su marido, don Mario, un señor bonachón y generalmente callado.
Su hijo Henry David tenía 20 años de edad, no estaba afiliado a ningún partido político, era muy religioso, miembro del Centro Familiar de Adoración Cristiana y fanático seguidor del club Olimpia, a cuya barra Mafia Negra llegó a pertenecer. Cuando su mamá Gladys acudió a apoyar la protesta por el asesinato de Argaña, Henry la acompañó y se integró a las organizaciones juveniles de resistencia en la Plaza de Armas.
Aquella noche del 26 del marzo, sin embargo, él no podía dejar de estar presente en un importante partido de fútbol que su club Olimpia debía disputar contra el equipo del brasileño Corinthians en el Estadio Defensores del Chaco, por el campeonato de la Copa Libertadores de América. Desde el sector de su hinchada, sufrió con aquella dolorosa derrota de 2-1 de su equipo. En un momento se cortó la energía eléctrica y todo el estadio quedó a oscuras. Henry sintió un escalofrío cuando miles de gargantas empezaron a corear al unísono: “¡Lino’o hijo de puta…!”.
Cuando terminó el juego, Henry junto a los demás miembros de la barra de Olimpia recorrieron a pie las casi veinte cuadras desde el estadio hasta las plazas del Congreso, portando banderas paraguayas y la franjeada de su club. Cuando llegaron ya habían empezado los ataques de los francotiradores y ellos se unieron a las brigadas de resistencia, levantando barricadas para impedir que ingresen los del bando oviedista.
Ña Gladys estaba en un sector protegido, junto al Cabildo, cuando escuchó por la radio la lista de los caídos bajo las balas. El primer nombre que oyó fue el de Manfred Stark y ella pensó “pobrecita su mamá, como ha de estar sufriendo”. Al rato dijeron el nombre de otro joven herido y esta vez ella escuchó: Henry Díaz Bernal. Sintió que una fuerza le alzaba desde el suelo y profirió un grito desgarrador:
-¡Nooo… mi Henry… nooo…!
Pidió que la lleven junto a él. Nadie sabía en dónde estaba. Lo habían alzado en un taxi, en busca de un hospital. Ña Gladys fue al Hospital Militar, pero allí le dijeron que ya lo habían derivado al Hospital Universitario. Fue allí donde lo encontró en la madrugada. Estaba en coma, pero vivo.
Ella pidió a los médicos que hagan todo lo posible por evitar que su hijo muera.
¡Vamos a llevarle a los Estados Unidos si hace falta, doctor! ¡Hay que salvarlo…! –imploró.
Lo siento mucho, señora –le respondió uno de los médicos–. Ya no hay nada que hacer. ¡No existe medicina que le pueda reconstruir un cerebro a su hijo…!

Ña Gladys, en el lugar donde mataron a su hijo Henry (Foto: Última Hora).
Tras la muerte de Henry, Ña Gladys se volvió la principal activista de la causa de los mártires del Marzo Paraguayo. Asumió la voz cantante entre las otras madres, familiares y heridos sobrevivientes. Fundó la organización Memoria Viva, que llegó a tener una oficina en el edificio del Cabildo, hasta que la desalojaron. Se convirtió en la voz acusadora contra los asesinos y contra los políticos y dirigentes que habían sido aliados en la plaza, pero que luego traicionaron vilmente sus principios y promesas ante la ciudadanía.
A ella la mimaron, pero al no poder manejarla, le dieron la espalda. Dejaron de atenderle el teléfono. Le habían concedido una pensión vitalicia por resolución del Congreso, pero luego se la volvieron a quitar. La acusaron de lucrar con la memoria de su hijo asesinado y de los otros mártires. Su marido Mario murió de un ataque cardiaco, “lo mató el dolor de no poder ver que se haga justicia”. Su otro hijo Gustavo, murió más recientemente. Ella misma tuvo varias crisis cardiacas, tuvo que someterse a una operación del corazón, pero sigue viva y con espíritu.
-Veinte años después, me siento frustrada, desilusionada, muy cansada. A veces me siento tentada a decir “¡Basta!, ya no me voy a ir este año a la plaza”, pero entonces siento la voz de mi hijo Henry y de los otros chicos que me dicen: vení mamá, no nos abandones. Y entonces vengo otra vez, no me canso de pedir justicia, aunque ya no espere otra cosa que la justicia divina.
Se llama Gladys Bernal viuda de Díaz.
Los chicos y las chicas en la plaza le dicen simplemente Mamá Gladys.  O Mamá Coraje.    
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(Este texto ha sido escrito originalmente para el blog Historias en Sus Zapatos, un valioso espacio de periodismo narrativo, humano y alternativo, desde Paraguay. Fue a pedido de la colega Fátima Rodríguez, una de las propiciadoras de esta iniciativa.  Aquí también lo pueden leer).


sábado, 16 de marzo de 2019

Vienen otra vez: Conozcamos la historia de las marchas campesinas



Vienen otra vez… marchando desde muy lejos, con sus reclamos que se reiteran en cada marzo húmedo y otoñal.

Vienen otra vez…
desde sus verdes valles desolados, pueblos y comunidades rurales que siguen esperando en medio de la soledad y el olvido, a merced de las mismas miserias e injusticias seculares, que no cambian por más que cambien los gobiernos o los colores partidarios.

Vienen otra vez…
Desde la profundidad de una historia repetida, desde el corazón de una memoria desgarrada que tercamente insiste en rescatar sus antiguas utopías sobrevivientes.

Vienen otra vez…
con sus zapatos gastados
sus banderas descoloridas
sus toscas pancartas de tela que insisten en pedir la reforma agraria y varios otros reclamos, con visibles faltas de ortografía.

Vienen otra vez…
como forasteros en tierra extraña
como intrusos en la jungla de asfalto y cemento

Vienen otra vez…
para hacer visible al país invisible
para mostrarnos que hay un país más allá de calle última
al otro lado de la lluvia
ese país nuestro que a veces desconocemos y casi siempre tratamos de ignorar
y sin embargo esta allí, esperándonos…

Hay algo en esos rostros curtidos por el color de la tierra, como si ya fueran parte de ella. (“Tan tierra son los hombres de mi tierra” escribió Augusto Roa Bastos en un clásico poema que se hizo canción).

Hay algo en esas miradas cándidas, tristes, melancólicas, de los niños y de las niñas. Esas miradas duras, sufridas y combatientes, de las mujeres del campo. Esas miradas tienen algo que duele, algo que emociona, algo que interpela.

(La 26ª  Marcha Campesina, que se realiza anualmente desde 1994, se inició el lunes 18 marzo con concentraciones en los distintos departamentos del país y llega a la capital el miércoles 20, hasta el jueves 21. Es organizada por la Federación Nacional Campesina, con el lema “Tierra y producción para el desarrollo nacional, construyendo poder popular”).   

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CONOZCAMOS LA HISTORIA DE LA MARCHAS CAMPESINAS

La primera marcha campesina se realizó el 15 de marzo de  1994, durante el gobierno de Juan Carlos Wasmosy, convocada entonces por la Coordinadora Interdepartamental de Organizaciones Campesinas (CIOC), una sigla que se creó para intentar aglutinar a los distintos grupos y movimientos rurales que habían sobrevivido a la caída de la dictadura y se estaban reorganizando.
Entre los movimientos sociales del Paraguay, las organizaciones campesinas fueron las que mantuvieron mayor poder de organización, movilización y resistencia, aún en los momentos de mayor represión desde el régimen dictatorial del general Alfredo Stroesner.
(Ver un poco más abajo: la historia del Movimiento Campesino en Paraguay).
“Tras la persecución a las Ligas Agraria y otras organizaciones, durante la dictadura, un sector importante se mantuvo en la Coordinación Nacional de Productores Agrícolas (CONAPA), hasta que en 1991 fundamos la Federación Nacional Campesina y ya surgió la idea de organizar una gran marcha hasta Asunción, para hacer escuchar nuestra voz  y nuestros reclamos”, relata Marcial Gómez, uno de los principales dirigentes de la FNC.
“Los campesinos también existen” titulaba Última Hora en su edición entonces vespertina del 15 de marzo de 1994, con una gran foto de la movilización por la avenida Eusebio Ayala, y agregaba en un subtítulo: “Con la gran marcha, el país no terminó hoy en Calle Última”.
La crónica relataba las múltiples trabas que el gobierno intentó aplicar para evitar que los labriegos lleguen hasta Asunción, pero que resultaron infructuosas.
Aquella primera marcha, de la que participaron otras organizaciones nacionales y regionales, tuvo tanto impacto en los medios de comunicación y en la sociedad, que sus organizadores decidieron repetirla al año siguiente.
Fruto de aquella primera experiencia exitosa, nació una nucleación más permanente, la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC), que se encargó de organizar las siguientes marchas, hasta 1998, cuando hubo una crisis y una división.


Los campesinos en el Marzo Paraguayo

La emergencia del oviedismo, con la elección de Raúl Cubas como presidente en 1998, pero con el general Lino Oviedo manejando los hilos del poder, despertó un gran debate entre las organizaciones campesinas.
“Para nosotros, el gobierno de Oviedo significaba claramente la asunción del fascismo y del autoritarismo, que atentaba contra las organizaciones populares y las libertades públicas. En el 98  hicimos una plenaria y decidimos tener una postura clara contra el fascismo, salir a combatirlo con movilizaciones, con cierres de calles y rutas”, relata Marcial Gómez.
Esta postura no fue compartida por otras organizaciones campesinas, que finalmente decidieron no apoyar a la quinta marcha campesina en marzo de 1999 y se produjo la primera ruptura.
La MCNOC se abrió de la organización y la marcha fue convocada por la FNC, pero a nombre de una Comisión de Reforma Agraria.
Fue la más crítica de todas las marchas, ya que el día 23 de marzo, cuando estaban por salir caminando desde el exSeminario Metropolitano, se produjo el asesinato del vicepresidente Luis María Argaña, y los campesinos finalmente se unieron a la llamada gesta ciudadana del Marzo Paraguayo, resistiendo durante varios días en las plazas del congreso. Su participación fue decisiva para forzar la renuncia del presidente Cubas y la huida de Oviedo.
“Nosotros solo cumplimos con la posición que habíamos asumido. En esa ocasión logramos además que el Congreso apruebe una ley, decretando la condonación de las deudas de los pequeños productores ante la banca pública”, recuerda Marcial.
Entre los “mártires del Marzo Paraguayo” falleció asesinado un miembro de la FNC, Cristóbal Espínola, alcanzado por las balas de los francotiradores. El asentamiento al que pertenecía, en Alto Paraná, actualmente lleva el nombre del joven campesino mártir.
En su homenaje, muchos participantes siguen portando en cada marcha los mismos simbólicos garrotes de madera que portaban en aquella gesta de 1999, y que según los organizadores “ayudaron a defender a la democracia ante el avance del fascismo”.


Los logros de tanto marchar

¿Qué han podido conseguir en todos estos años de llenar las calles y las plazas asuncenas con la multitudinaria presencia campesina?
“Hubo logros concretos, como la condonación de deudas de los pequeños productores, la paralización de un plan de privatización de empresas públicas, la derrota del proyecto político fascista en el Marzo Paraguayo, pero por sobre todo pudimos instalar debates con nuestras críticas a un sistema socioeconómico que excluye a los pobres, y nuestra propuestas sobre el modelo de sociedad que queremos impulsar”, asegura Marcial.
“Cuestionamos a un modelo rural de producción empresarial, ligado a la agroexportación de materias primas, que no genera fuentes de trabajo y por el contrario expulsa mano de obra del campo, causando envenenamiento con agrotóxicos, destrucción del medio ambiente. Estamos en contra de la sojalización y el uso de transgénicos, y a favor de la producción agrícola nacional”, resume Gómez.
Aunque en los medios de comunicación se asegura que las marchas se suceden año tras año, sin que se produzcan cambios importantes en el campesinado, Marcial considera que si hubo avances, especialmente políticos al interior del campesinado.
“Para nosotros, las marchas son una forma de expresarnos ante la gente, de hacer oir nuestra voz y dar a conocer nuestras propuestas, pero también de crecer como organización. Hoy tenemos a una mujer (Teodolina Villalba) al frente de la FNC, lo cual significó un gran paso en la participación política de las mujeres campesinas y una superación de nuestra mentalidad machista y patriarcal”, apunta.

Postura campesina frente a las mentiras electorales

Otro punto que diferencia a la FNC de otros movimientos campesinos, sociales o de izquierda, es que sus miembros no han respaldado a ninguna candidatura para las elecciones.
“No creemos que actualmente haya algún candidato, partido o movimiento, que plantee una verdadera transformación de este sistema socio-económico que causa pobreza y atraso. Ninguno tiene un verdadero plan de reforma agraria, desarrollo social e industrial, como el que nosotros pretendemos”, dice Marcial Gómez.
La FNC promovió el “voto protesta” en la últimas elecciones, pidiendo a sus afiliados que voten en blanco. “Lo que ofrecen a los campesinos son mentiras electorales. Incluso el Gobierno de Lugo, que se embanderaba con la reforma agraria, no hizo prácticamente nada”, cuestiona.
¿Qué hacer, entonces, ante la inacción de los gobiernos? 
Marcial es bien concreto: “Las conquistas se logran con lucha social y fuerza organizativa, para eso también son las marchas campesinas. Hoy tenemos unas 200 mil hectáreas de tierra en distintos puntos del país, con unos 40 asentamientos rurales. Eso se ganó con ocupaciones, movilizaciones, cierres de rutas, exigiendo a las autoridades que cumplan su función. Hace falta mejor infraestructura, caminos, escuelas, puestos de salud, centros productivos, pero es gente que ya está viviendo en su tierra propia y contribuyendo con su trabajo al desarrollo del país”.
Aunque todavía falta mucho por lograr, explica.
Y por eso es escuchan gritos  campesinos resonando en las calles de la ciudad…

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ANTECEDENTES: LA HISTORIA DE LAS ORGANIZACIONES CAMPESINAS DURANTE LA DICTADURA

Entre todos los sectores que resistieron a la dictadura stronista, probablemente el más constante haya sido el de los campesinos, que conforman el sector mayoritario de la población, pero a la vez el más marginado y postergado.
Al inicio del régimen stronista, comunidades y grupos campesinos empezaron a organizarse en torno a postulados del sector más progresista de la Iglesia Católica, que estimulaba procesos de concienciación y redención social de los pobres, con base en principios evangélicos de “vivir como hermanos” y “compartir solidariamente”, los que luego serían conocidos como las experiencia de las comunidades eclesiales de base y de la llamada Teología de la Liberación.
Grupos de sacerdotes como los jesuitas españoles José Luis Caravias, Francisco de Paula Oliva, Bartomeu Meliá, José Ortega, José Miguel Munárriz, entre otros, asesoraron en el proceso de consoli- dación de las organizaciones, que se denominaron Ligas Agrarias Cristianas (LAC). Tenían sus propios modelos de núcleos poblacionales y de producción agropecuaria colectivizada, y hasta su propio modelo de “educación liberadora”, a través de las “escuelitas campesinas”, que elaboraban contenidos distintos a los del sistema educativo oficial, siguiendo la línea de la “pedagogía del oprimido” que pregonaba el educador brasileño Paulo Freire.
El régimen comenzó a mirar con preocupación el nivel de desarrollo organizativo de las LAC y empezó a perseguirlos sistemáticamente, aunque ello significaba enfrentarse a la poderosa e influyente Iglesia Católica. También varios prominentes miembros de la jerarquía católica paraguaya apoyaban con mucho entusiasmo a las LAC, entre ellos el obispo de Misiones, monseñor Juan Sinforiano Bogarín.
Pero el padrinazgo de la Iglesia sobre los campesinos empezó a tener graves conflictos y llegó a la ruptura, cuando varios dirigentes se radicalizaron y decidieron pasar del modelo de la oposición pacifista o la “no violencia activa” cristiana a la lucha armada para derrocar al régimen, en alianza con sectores marxistas.
En diciembre de 1973, unas jornadas de reflexión y evaluación de las LAC concluyeron en la resolución de tomar la vía insurreccional para defender al campesinado contra los ataques del Gobierno. Los principales dirigentes campesinos que decidieron sumarse al proyecto guerrillero de la Organización Político Militar (OPM) fueron Sindulfo Coronel, Estanislao Sotelo, Corsino Coronel, José Gill Ojeda, Blasita Rodas, Constantino Coronel, Ángel Médici Vera, Martín Rolón, Silvano Flores, Arturo Bernal y Francisco López.
“Ubicando el problema del campesinado dentro del contexto político socioeconómico nacional e internacional, vieron la necesidad de trabajar sobre un proyecto que busque la sustitución del presente aparato político-militar, por otro que esté basado en los valores humanos que sostenían. Este trabajo se inició en 1974. Se unieron a los campesinos, empleados y profesionales de las zonas urbanas. Hicieron reuniones clandestinas en distintos lugares del país, en las que también participaron estudiantes secundarios y universitarios”, destaca la periodista María Luisa Ferreira en su libro Las víctimas del régimen stronista.
La represión contra las Ligas Agrarias fue dura y aleccionadora de parte del régimen, como sucedió con uno de los casos más emblemáticos. La historia de la comunidad de San Isidro de Jejuí, en el departamento de San Pedro, es una de las más heroicas y a la vez trágicas, en la resistencia contra la dictadura.
Bajo la experiencia de las LAC, en mayo de 1969, unos 150 campesinos lograron adquirir unas 230 hectáreas, en las inmediaciones del actual General Resquín. Buscaban “vivir como hermanos”, una experiencia de comunidad cristiana solidaria, inspirada en valores del Evangelio. Pero la dictadura ya había empezado la cacería contra las Ligas Agrarias. El diario Patria, vocero del Partido Colo- rado, acusaba que San Isidro era un koljós soviético comunista en medio de la selva.
En la madrugada del 8 de febrero de 1975, los pobladores fueron despertados por disparos y órdenes militares. Un pelotón al mando del teniente coronel José Félix Grau asaltó la colonia y apresó a todos sus pobladores. El pa’i Braulio Maciel, párroco local, fue baleado en la pierna.
Los ranchos fueron destruidos, las chacras arrasadas. Las tierras, por las que ya habían pagado hasta el último guaraní, fueron confiscadas. La Isla de la Utopía se convirtió en estancia. San Isidro fue borrada a sangre y fuego. Pero sus pobladores –presos, torturados, perseguidos y dispersos, con la absoluta prohibición de regresar al lugar–mantuvieron vivo el sueño. Finalmente, luego de una larga lucha, en el año 2013, pudieron obtener el título de propiedad y recuperar parte de aquella tierra.
Tras el desmantelamiento de la OPM, en 1976, con la persecución, encarcelamiento y asesinato de varios de sus dirigentes, las Ligas Agrarias se terminaron, aunque algunas experiencias aisladas buscaron continuar.
En los años 80, en algunos casos ya desprendidos de la tutela de la Iglesia Católica, aunque en otros bajo nuevas formas de relación, varios de los dirigentes de las ex Ligas Agrarias ayudaron a crear nuevas organizaciones campesinas.
Entre ellas se mencionan a la Asociación de Agricultores del Alto Paraná (ASAGRAPA), la Comisión Regional de Agricultores de Itapúa (CRAI), el Comité Central de Horticultores (CCH), la Regional Campesina de Cordillera (RCC), las Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), el Movimiento Campesino Paraguayo (MCP),  la Unión Nacional Campesina (UNC) “Oñondivepa”, y el Servicio Arquidiocesano de Comercialización (SEARCO). Seis de ellas se unieron luego para conformar la Coordinación Nacional de Productores Agrícolas (CONAPA), que se volvió la de mayor presencia nacional en la época, junto al MCP, que tenía una orientación más claramente marxista.
“Desde su fundación en 1986, CONAPA ha debido enfrentar una serie de dificultades. Una de ellas es el hecho de funcionar como una confederación de organizaciones diversas que no nacieron con un proyecto único o colectivo: opera con una cierta lentitud, y las organizaciones individuales que la integran cuentan con mayor cohesión y efectividad que la confederación misma. A esto hay que agregar las dificultades para generar un liderazgo a nivel nacional, además de aquellas ocasionadas por la inmensidad del espacio físico que debe cubrir y el consiguiente costo de las comunicaciones”, apuntaban los investigadores José Carlos Rodríguez y Benjamín Arditti en su libro "La sociedad a pesar del Estado".


En su caracterización del Movimiento Campesino Paraguayo (MCP), los autores señalaban que “sus planteamientos tienen mayor tonalidad política y sus métodos son más arrojados, particularmente en lo que se refiere a las ocupaciones de tierras. Se diferencia de las demás organizaciones por dos grandes motivos. Por un lado, por considerar que la cuestión agraria no es solamente  un problema económico o un ‘problema campesino’ susceptible de ser resuelto con políticas parciales, sino más bien un problema básicamente sociopolítico que requiere una propuesta de solución global; por el otro, por su postura explícitamente clasista, vale decir, por anclar la identidad y los problemas de la colectividad campesina en determinantes económicos y políticos comunes que permiten hablar de una clase social determinada”.
El MCP fue fundado en diciembre de 1980, y desde entonces alegaba haber constituido más de 68 comunidades en los departamentos de Caaguazú y Misiones. “El MCP intenta heredar la experiencia de las Ligas Agrarias Cristianas de los años 60, aunque sin el elemento confesional de estas. Hoy es, posiblemente, la organización campesina con mayor cohesión interna, mayor diversidad de estructuras auxiliares y mayor claridad político-ideológica acerca de lo que busca”, destacaban Rodríguez y Arditi.
El programa de lucha del MCP se basaba en 13 reivindicaciones: 1) reforma agraria integral e inmediata; 2) asistencia técnica y crediticia para todos los campesinos; 3) precio justo para los productos agrícolas, 4) libre comercialización de los mismos; 5) libertad de agremiación, movilización y expresión para todos los campesinos; 6) legalización del MCP como entidad sindical en defensa de los intereses campesinos; 7) cese del contrabando de productos agrícolas; 8) aparición con vida de los compañeros detenidos-desaparecidos, y entrega de los cadáveres de los asesinados que están en fosas comunes a sus familiares; 9) vuelta de todos los exiliados y libertad de todos los presos políticos; 10) creación de una central de trabajadores; 11) igualdad de derechos de la mujer en la sociedad, 12) derecho al estudio de la juventud campesina; 13) derecho a la jubilación campesina.
En los años 80, las organizaciones agrarias instalaron fuertemente la reivindicación de los llamados “campesinos sin tierra”, que promovieron ocupaciones masivas de propiedades pertenecientes a terratenientes, generalmente extranjeros, y de empresas multinacionales. El Gobierno acudió a los desalojos violentos por parte de policías y militares, con quema de ranchos y en varios casos asesinatos de campesinos ocupantes, mientras por otra parte procedía al reparto de tierras y habilitación de colonias a través del Instituto de Bienestar Rural.
Tanto el MCP como la CONAPA subsistieron hasta pocos años después de la caída de la dictadura, en que crisis y divisiones internas llevaron a la creación de otras grandes organizaciones campesinas, las que persisten en la actualidad, como la Federación Nacional Campesina (FCN) y la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC).

(Este capítulo está extraído del libro “La oposición tolerada y la perseguida” de Andrés Colmán Gutiérrez, Colección 60 años del stronismo, Editorial El Lector y diario ABC Color, 2014).

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LOS CAMPESINOS EN EL MARZO PARAGUAYO

27 de marzo de 1999, mediodía: la despedida.

Empezaron a recoger sus pocas pertenencias en silencio, con gestos apenas perceptibles. Frazadas raídas, esteras de pirí, cacerolas oxidadas, platos y cucharas de lata, jarras de plástico y guampas de tereré. Desarmaron las lonas y carpas atadas con sogas a las ramas de los árboles. Despacio, muy despacio, empezaron a ponerse en marcha. Las mujeres cargaban a los niños y los hombres portaban los bultos. Algunos iban descalzos, pies curtidos y encallecidos por miles de kilómetros caminados entre el polvo, el tiempo y la soledad, como si ellos mismos fueran parte de la tierra que pisaban.
Empezaron a caminar en silencio, como si no quisieran molestar a nadie al retirarse, pero de pronto sintieron que la multitud se abría en dos para dejarlos pasar, formando un largo callejón de rostros y sonrisas amigas, de manos solidarias y lágrimas incontenidas.
Empezaron a caminar, deslizándose lentamente en medio de ese callejón humano de gente a la que ni siquiera conocían cuando llegaron a esa ciudad extraña, apenas cuatro días atrás, pero ahora sentían que ya formaban parte de sus vidas, que ya nunca volverían a sentirse forasteros en esa ciudad, ya nunca sentirían que esa tierra fuera áspera ni que esa gente fuese extraña, porque habían peleado por esa ciudad y por esa tierra, las habían defendido juntos, habían derramado su sangre sobre ella, habían dejado a sus muertos tendidos en esa plaza junto a los de ellos, y ya se sabe que nada une tanto en la vida como compartir la muerte de aquellos a los que uno ama.
Empezaron a caminar, lentamente, cuando sintieron que el rumor de los aplausos nacía despacio en un extremo de la muralla humana, un rumor seco y acompasado que empezaba a crecer a medida en que ellos avanzaban, hasta rodearlos totalmente y volverse casi ensordecedor, envolviéndolos como un viento refrescante que acariciaba el alma.
Ellos no dijeron nada. Simplemente siguieron caminando. Algunos descalzos. Algunos con el sombrero pirí en el aire en un tímido gesto de adiós.
Ya está. Ya habían cumplido la misión. Ahora era hora de dejar esa plaza y esa ciudad, hora de volver a sus valles, a sus chacras, a sus tierras lejanas, a su antigua miseria digna y combativa.
El sol se alzaba sobre las ruinas y el humo de la plaza, cuando los campesinos se marcharon en silencio, mientras los jóvenes los aplaudían en un largo y emotivo adiós.

(Fragmento de la novela: El país en una plaza, de Andrés Colmán Gutiérrez. Editorial Servilibro, 2014). 
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 Andrés Colmán Gutiérrez - @andrescolman