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miércoles, 28 de noviembre de 2007

País



Este texto comenzó a nacer en 1985, en un campamento juvenil en Hohenau, cuando dos chicas me pidieron que les ponga en un papel las razones por las que escribo. Era para una revista cultural mimeografiada que se editaba en un colegio de Encarnación.
Diez años después lo reescribí, para leerlo en el acto de lanzamiento de mi primera novela, “El último vuelo del Pájaro Campana”.
Mi amigo Víctor Riveros le puso música y me sorprendió gratamente al cantarlo una noche, en la plaza. Hasta entonces, yo no sabía que un discurso o un artículo periodístico se puedan cantar.
Después vi un fragmento utilizado en un afiche artesanal, también una pintura inspirada en el texto, y hasta una perfomance teatral. Una versión más breve se publicó en El Correo Semanal de última Hora, en 1996.

***

Hay un país que nos espera al otro lado de la niebla…
Un país que todavía no conocemos y sin embargo extrañamos.
Un país cuya belleza no se puede pintar sobre el papel, porque está dibujado en el mapa de las emociones.
Un país cuya geografía pertenece al intangible territorio de los sueños.
Un país que está hecho con la madera de nuestras mejores utopías, e iluminado con el sol de nuestros recuerdos más felices. Incluso, con los recuerdos de las cosas que todavía no sucedieron.

Sé que ese país existe, pero no sé muy bien dónde queda.
Buscándolo, voy en peregrinación por esta tierra de sombras, y en el camino me encuentro con mucha otra gente, buscadores peregrinos igual que yo.
Me encuentro, por ejemplo, con los pueblos guaraníes. Perseguidores del paraíso que vienen marchando desde el principio de los tiempos, bailando incansablemente alrededor de una hoguera que no se apaga nunca, por más fuerte que caiga la lluvia y por más violentos que azoten los rabiosos vientos del norte. Ellos bailan al son de una música más antigua que la memoria, figuras etéreas que se elevan en el aire, cada vez más leves, hasta casi volar, rozando con sus dedos el mítico yvy marae’y, la tierra sin mal.
Me encuentro también con espectrales procesiones campesinas. Hombres y mujeres con la geografía del dolor dibujada en su propia piel, buscando incansablemente a la vieja tierra que alguna vez los hizo a su propia imagen y semejanza, para de sí arrojarlos.
Me encuentro con jóvenes desesperanzados y confundidos. Caras de plástico en medio del cemento ardiente. Ellos buscan ansiosamente la imagen de su verdadero rostro, pero en lugar de espejos solo encuentran pantallas de televisores.

¿Existirá otra mitad nuestra en esa tierra que nos aguarda…?
¿Qué estará haciendo, mientras tanto, con tanta felicidad desperdiciada…?

A veces, en el anochecer de un día agitado, me paro en alguna esquina de la ciudad, y espero con infinita paciencia el ómnibus que me ha de conducir hasta allá, pero casi siempre me equivoco de parada, porque hay algún desgraciando que anda cambiando las señales de los carteles.
Hay ocasiones en que sí tengo suerte y encuentro la parada correcta… pero entonces sucede que el último ómnibus ya viene desbordado de gente, y hay un chofer sin rostro que no hace ningún caso a mis desesperados gestos. Entonces el ómnibus pasa de largo, llevándose mis esperanzas, y yo me quedo allí, sentado en el umbral de algún viejo caserón colonial, con una caja de cigarrillos vacía y una tristeza que no me cabe en el cuerpo.
Sé que por allí, en algún lugar de esta atribulada geografía, tiene que haber un portón secreto, algún callejón mítico, un tape po’i tridimensional, que de seguro nos ha de conducir hasta ese país de sueños.
Si, tiene que haberlo. Pero, ¿cómo diablos encontrarlo entre toda esta maraña de carteles luminosos, de afiches publicitarios que ofertan felicidad envasada e ilusiones prefabricadas por computadoras?

A veces la niebla se disipa un poco, y entonces veo señales más o menos claras, fragmentos de imágenes del otro país.
Un arpa desgranando trinos de campanas en medio de la selva.
Un hachero que se cansa de tumbar quebrachos y comienza a cortar cadenas en los obrajes del norte.
Un hombre y a una mujer pintados de barro, con un bebé que gime entre los brazos, atravesando los esteros de un yerbal hacia un horizonte inundado de luz.
Una guarania que vuela libre como una paloma sobre ríos y cordilleras.
Una desgarrada bandera tricolor, rescatada por las manos de un niño en medio de un campo de batalla.
Una pluma que se hunde hasta el mango en el papel y escribe con sangre una historia nueva.

Esas imágenes me dicen que ese país de sueños y este país de pesadilla, en el fondo son la misma cosa, aunque no lo parezcan.
Porque ese otro país tendrá que nacer de este mismo.
Es más: ya está naciendo.
Poquito a poco.
A contraviento. A contramuerte.

Este país oscuro hoy tiene a un paisito de colores abultándole la panza.
Este país doloroso está embarazado de esperanza.
Y de nosotros -de cada uno de nosotros- depende que ese alumbramiento alguna vez sea total y fecundo.
Porque este país de pesadilla,
de promeseros profesionales,
de caudillos y mandamases,
de niños pervertidos y poetas olvidados,
de robacoches al acecho,
de jueces en oferta,
de burócratas corruptos y de generales que se mueren por ser presidentes...
este viejo país nunca dará paso al otro nuevo país, si no hacemos todo el esfuerzo, cada uno a su manera, con lo suyo.

Yo no sé hacer otra cosa que escribir.
Por eso escribo.
Porque es mi manera de atravesar la niebla, y hacer un poquito de fuerza para que avancemos juntos hacia el otro país.
Sé que escribir no me va a permitir tener una mansión con pileta, ni un Jaguar convertible, ni una cuenta numerada en un banco de Suiza, ni todas esas cosas que, según dicen por allí, construyen el camino de la felicidad.
No es esa la felicidad que quiero, sino la de esta gran alegría de saber que no estoy solo, de saber que hay mucha gente que peregrina conmigo, aunque con muchos quizás no nos hayamos visto nunca, y nos cuesta reconocernos.

Pero hoy siento el eco abrumador de sus pasos y la grata calidez de sus abrazos.

1 comentario:

  1. Tus escritos siempre ayudan a sentir más cerca ese país, Andrés. Cariños

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