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sábado, 27 de julio de 2013

Morir de frio


Hace frío. Mucho frío.
El termómetro marca casi cero grados centígrados en la helada soledad de la noche.
El viento del sur hiere como mil alfileres en la piel.
En una choza de hule y cartón, arropado con mantas raídas sobre el piso húmedo, un anciano se sacude con temblores convulsivos, mientras el calor abandona su cuerpo y el sopor lo va envolviendo en el gélido sueño eterno.
La ciudad se ha vuelto fría como el cemento, como el corazón de los políticos. La gente está encerrada en sus casas, calentita con sus estufas y sus frazadas. Los autos pasan raudamente por la avenida, con los vidrios cerrados y la calefacción prendida.
Nadie se detiene ante los dos niños que yacen acostados sobre la vereda, junto a una descascarada pared, tapados con hojas de periódicos y pedazos de cartón. Nadie se entera de que ellos están allí, tiritando de frío.
"En el Paraguay nadie se muere de hambre o de frío". Era una de las frases más recurrentes que escuchaba en mi niñez, en plena época de la dictadura stronista. Era el discurso oficial, la propaganda del régimen que buscaba convencer de que habitábamos un paraíso terrenal, sin miseria ni pobreza. Pero bastaba salir a la calle para encontrarse con los indigentes, con los fantasmas en harapos, con los ángeles caídos del paraíso inventado.
Ahora la dictadura ya no está, dicen, pero el esporádico frío del invierno continúa. Ya casi nadie se atreve a negar que exista miseria o pobreza, pero tampoco hacemos mucho por evitar que existan. Simplemente miramos a otro lado, y seguimos el camino, mientras la gente sigue muriendo, sin hacer caso a lo que diga cualquier discurso oficial.
El martes 23, en una humilde choza del kilómetro 9 Monday, en Ciudad del Este, amaneció sin vida Calixto Rodríguez Núñez, un anciano de 62 años. El diagnóstico médico fue muy preciso: muerte por hipotermia.
Ese mismo martes, a la tarde, fue hallado Francisco Miranda, de 55 años, en el barrio Tablada Nueva, de Asunción, también muerto de frío. En el barrio San Antonio, de San Lorenzo, tampoco pudo resistir la baja temperatura Rogelio Ibarra Centurión, de 93 años.
Un abrigo, una frazada, una fogata compartida, un abrazo de amigo... ¿hubieran hecho la diferencia entre la vida y la muerte? ¿Cuesta tanto generar ese calor que envuelva a los olvidados, a los que nada tienen?
Duele el viento del sur que hiere en la piel, pero más duele el frío que se nos mete en el alma.


(Publicado en la columna "Al otro lado del silencio", sección Opinión del diario Última Hora, edición del sábado 27 de julio de 2013).

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