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lunes, 23 de marzo de 2015

La orden


La primera orden fue: Que la policía les eche a garrotazos de la plaza y que nuestra gente ocupe el lugar. 
Así, cuando los legisladores llegasen para el juicio político, la turba no los iba a dejar entrar. Y ellos, cruzados de brazos, iban a decir: no podemos hacer nada, es la voluntad del pueblo.

Intentaron cumplir la orden.
¡Vaya que si lo intentaron...! 
Los cascos azules cargaron con saña pocas veces vista contra los indefensos ciudadanos. 
Cuatro valientes policías golpeando con furia a un cobarde anciano caído en el suelo.
Gases lacrimógenos. 
Carros hidrantes. 
Balines de goma. 
Represores a caballo.
Y nada…
Los jóvenes drogadictos y borrachos, los campesinos manipulados y comprados, los curas comunistas partida no se movían de la plaza, para nada.
¡Tercos imbéciles…!

Después vino la otra orden.
Esta vez para los manifestantes oviedistas: Usen las bombas y los petardos. Pero no al aire. Disparen directamente al cuerpo. Ya verán que cuando se quemen unos cuantos, van a salir rajando.
Así comenzaron a llegar cajas y más cajas de doce por uno.
Los policías ayudaban a cargar y a disparar.
¡Broom, broom…! caían las explosiones en medio de la multitud.
Gritos, llantos, gemidos de dolor.
Empezaban a evacuar a los heridos.
Pero estos boludos obstinados… ¡no salían de la plaza!

Entonces… llegó la otra orden.
Secreta, reducida, dirigida a unos pocos elegidos: 
Que la Policía se vaya a pasear. 
Que los manifestantes armen todo el quilombo que puedan. 
Y entonces, ustedes, bien escondidos, disparen. 
En principio no tiren a matar. Apenas a las piernas, a los brazos. 
Si aún así no salen, entonces cárguense a uno o dos. Ya verán que estos pituquitos, cuando vean que hay mbokapu, que la cosa es en serio, se irán corriendo a esconderse debajo de la cama.

Los oscuros sicarios obedecieron al pie de la letra.
Desgranaron las balas asesinas desde lo alto de los edificios y desde cualquier esquina.
Pero tampoco así hubo caso.
Los tercos imbéciles caían unos tras otros, recogían a sus compañeros muertos o heridos, y seguían resistiendo.
Esa plaza ya no era sólo una plaza.
Esa plaza era ya la Patria, era el país, era la democracia por la que había que luchar hasta vencer o morir.
¡República o muerte!
¡Aquí no se rinde nadie, carajo...!

El ex general sintió que estaba perdido.
Sintió que algo había fallado en sus siniestros cálculos.
Sintió que se le acababan las órdenes.
Sintió que esos adorables tercos estúpidos imbéciles drogadictos manipulados comunistas partida... ¡no se iban a mover nunca de esa maldita plaza, aunque él llamara a todas las hordas patoteras, a todos los francotiradores, a todos los tanques de guerra, a todos los cazabombarderos del mundo...!
Entonces, frío, acorralado, vencido, se bajó del ensangrentado trono del poder, tomó el teléfono celular, discó el número codificado e impartió la última orden, la que no hubiera querido impartir nunca.
Dijo, simplemente:

-¡Preparen el avión...!

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Esto lo escribí en marzo de 1999, pocos días después de los trágicos y heroicos sucesos conocidos, en base a datos sueltos que me había pasado una persona conocida del entorno del Gobierno de Cubas.
Se publicó en la primera edición de “Días de Gloria”, una revista especial tipo álbum de fotografías que editó Última Hora, y que agotó miles de ejemplares.
El año pasado me lo hizo recordar la amiga Lilia María Ayala y quedamos en que lo rescataría y lo compartiríamos por aquí, pero no tenía el texto en versión digital y ni siquiera sabía dónde estaba guardada alguna última copia de aquella revista. Por fortuna volvió a acudir en mi ayuda mi hada protectora, la querida amiga y mejor lectora Roxy Alvarez, quien se tomó el trabajo de guardarlo y copiarlo, y así lo pude compartir en FB.
Por último, el amigo y colega Enrique Dávalos, de AAM, me consultó por el mismo texto, ya que no pudo ubicarlo en  la web. Tras buscarlo afanosamente, pude dar con una copia en mis desperdigados archivos. Así, para que desde ahora pueda ser más fácil de ubicar, está aquí en el blog, con algunos pocos retoques de estilo, en memoria de tanta sangre heroica derramada e impune.

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