Mucha
gente se pregunta: ¿Por qué los pobladores del Bañado siempre esperan hasta el
último momento de la creciente del río para salir de las zonas inundadas, ya
cuando están con el agua al cuello? Yo también me lo preguntaba, hasta que una
tarde, en el Bañado Tacumbú, Teodora me contó su historia. De esa versión nació
“Sueños inundados”, uno de los relatos que componen mi libro “El Principito en
la Plaza Uruguaya” (Servilibro, 2007).
Esta es
la historia:
Miércoles.
El río amaneció dentro del
gallinero.
Teodora se fue tempranito a
revisar, sobresaltada por el cacareo incesante en la madrugada, y se encontró
con un cuadro de helada tristeza. Las gallinas, mojadas y ateridas de frío, se
disputaban el poco espacio que quedaba encima del cercado. Los pollitos más
chicos no habían logrado escapar a la correntada destructora.
–¡Jacinto! –le gritó a su
marido junto a la cocina–. ¡Tenemos que mudarnos ya, che karai! ¡Mañana el río
va a estar dentro de nuestra pieza y será muy tarde!
–No –dijo Jacinto, soplando el
fuego del brasero con una pantalla–. Todavía no. A lo mejor ko el agua no sube
tanto.
Teodora sintió que la rabia le
subía por el cuerpo. Miró hacia la ribera desbordada. Vio un tuyuyú
revoloteando sobre una isla de camalotes. Vio la hermosa casita de su comadre
Juliana, toda de material, sumergida en el agua hasta la altura de las
ventanas.¿Para eso pio tanto sacrificio?, se preguntó con angustia. Trató de
calmarse. Se acercó al brasero, se sentó en una silleta y le habló a su marido
como si fuera un mita’i caprichoso.
–¿Cómo pio lo que sos tan sin
más pena, che karai? ¿Por qué pio tenemos que esperar hasta la última hora para
salir? Mirana: el agua ko ya está a dos metros nomás. Karai Rojas y su familia
ya se mudaron esta mañana en un carrito. ¿Qué pio lo que estamos esperando más?
Jacinto revolvió las brasas con
un palo. Colocó encima la pava con el agua para el mate. Su rostro parecía de
piedra.
–No –dijo, con voz lenta y
grave–. Vamos a esperar un poco más. A lo mejor ko la crecida se para. A lo
mejor...
Teodora no pudo resistir más.
Estalló en un sollozo estremecido.
–¡No te entiendo, Jacinto! En
serioité que no te entiendo! ¿No pensás acaso en tus hijos? ¿Querés que mañana
amanezcan descalzos en el agua fría...?
El hombre se levantó y fue
hasta la puerta. Apoyó
el brazo contra la precaria pared de tabla.
Afuera, el viento traía un aire
de melancolía desde el Sur.
Un pescador se acercaba remando
en una canoa, con las redes vacías.
El Bañado Tacumbú parecía más
triste que nunca.
Jacinto sintió que las ráfagas
heladas traspasaban las grietas de su casa y penetraban en el fondo de su alma.
Sus manos comenzaron a
acariciar las paredes, suavemente.
–Con mis propias manos...
–dijo–. Yo levanté estas paredes con mis propias manos...
La mujer quedó en silencio.
–¿Te acordás, Teodora, esa
mañana en que llegamos con nuestra mudanza, desde Curuguaty? ¿Te acordás todo
lo que anduvimos para encontrar un lugarcito, aquí, cerca del río? ¿Todo lo que
pasamos para levantar esta casita?
El agua de la pava comenzó a
hervir, arrojando una nube de vapor frente a los ojos de Teodora.
Allí, en medio de la nube
cálida, la mujer empezó a ver imágenes...
Un fértil valle despoblado.
Un éxodo, un viaje.
Pies desnudos sobre el asfalto
negro.
Ojos asombrados ante las moles
de cemento que arañan el cielo.
Puertas cerradas, gestos
hoscos, lluvia.
Nostalgia, angustia, soledad.
–¿Te recordás la farra que
hicimos el día que terminamos de poner el techo? El compadre Rafael se
emborrachó tan grande que se tuvo que quedar a dormir en el corredor. ¡Estaban
contentos los mita’i!
Un paku asado a la parrilla
bajo la enramada del patio.
Los niños jugando a orillas del
río.
Los vecinos que llegaban a
saludar con algún regalito. No se moleste, señora. Pero si es una zoncerita
nomás.
Una cachaca brotando alegre
desde la radio.
Si, Teodora se acordaba...
–Después vino la gran
creciente. Tuvimos que desarmar parte de nuestra casa para irnos, arrastrando
nuestras cosas por el agua. Esa vez se nos rompió la tele, ¿te acordás pa?
Tuvimos que armar nuestra carpita allá, en el campamento, en el patio de la Iglesia Virgen de
Fátima. Los vecinos ñembo chuchis de allí no nos aguantaban.
Frío.
Vientos furiosos golpeando las
carpas.
Sombras siniestras a la luz de
las velas.
Risas, caña y truqueada.
Niños llorando.
Quejidos de placer clandestino.
Proselitismo barato, caridad
asistencialista.
Y, a pesar de todo, esperanza.
Mucha esperanza.
Si, Teodora se acordaba...
–Al final volvimos. Después de
varios meses, cuando por fin bajó el agua. Encontramos la casa destruida, las
plantas secas, el cerco todo tumbado... Tuvimos que levantar todo de nuevo.
Comenzar desde abajo otra vez... ¿Te acordás?
Si, claro que se acordada...
¿Cómo no iba a hacerlo?
La mujer se levantó y fue hasta
la puerta.
El hombre seguía acariciando la
paredes, contemplando sin ver el horizonte.
Ella puso una mano sobre sus
hombros.
El se dio la vuelta y, por
primera vez, la miró a los ojos.
–¿Entendés pa por qué lo que
estoy esperando hasta el último momento? No puedo volver a desclavar estas
paredes que levantamos con tanta ilusión. ¡No puedo...! Sería como arrancarme
mi propia piel. A lo mejor ko el agua ya no sube más. Dicen que esta inundación
no va a ser tan grande. A lo mejor ko nos salvamos. A lo mejor...
Ella pasó sus dedos curtidos
por los cabellos de él.
–Si che karai. Te entiendo.
Vamos a esperar. Quien sabe. A lo mejor tenemos suerte. A lo mejor...
Se quedaron un largo rato en
silencio, casi abrazados.
Después, el llanto súbito de un
niño quebró el encanto.
Teodora corrió hasta el
interior de la pieza.
Patricio, su hijito de ocho
meses, se había despertado.
* * *
Jueves.
La mujer abrió los ojos,
molesta por el rayo del Sol que entraba por el hueco de la pared y le golpeaba
en la cara.
Buscó a tientas el lugar de su
marido junto a la cama y lo encontró vacío.
Sonrió.
Esta vez, Jacinto le había
ganado de mano.
Se incorporó, perezosa.
Bajó los pies para pisar el
suelo... y entonces sintió que se le congelaba el pecho, mucho antes de
escuchar el chasquido.
No quiso mirar hacia abajo.
No hacía falta.
En ese instante escuchó el
primer golpe.
Seco, profundo, incuestionable.
Echó a correr, chapoteando en
el agua turbia que atravesaba las puertas y se metía cada vez más dentro de la
casa, arrastrando sus vasijas, sus latones, sus zapatos, sus vidas, sus sueños.
En el umbral, Teodora se
detuvo, casi paralizada.
Jacinto estaba en el corredor,
con el torso desnudo y el rostro de piedra.
En su mano tenía un martillo.
En la pared, una tabla estaba
desclavada.
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