El 25
de junio, por resolución del Ministerio de Educación, se celebra el Día del
Libro Paraguayo.
La
razón es que, un 25 de junio de 1612, el historiador Ruy Diaz de Guzmán había
terminado de escribir lo que se supone fue el primer libro paraguayo. Todo
bien, si no fuera porque el título original del dichoso libro es La
Argentina. (¿Será que en Argentina celebran el Día del Libro Argentino,
homenajeando a un libro llamado El Paraguay?).
Esta
anécdota mínima es apenas una más entre las muchas que componen la identidad de
este divergente territorio llamado Paraguay.
En el
posteo anterior de este blog habíamos narrado la fascinación que tuvo el
maestro del realismo mágico, Gabriel García Márquez, cuando le contaron sobre
la sopa paraguaya: “De un país que tiene por plato nacional una sopa que es
sólida, no quiero imaginar cómo será el resto…”, dijo.
La
realidad está aquí, delirante y contradictoria:
-No solo la sopa es sólida….
también la leche es agua.
-Nuestro peculiar invierno es
casi siempre más caluroso que el verano.
-El aeropuerto de Asunción está
en Luque.
-El Cerro de Lambaré está en
Asunción.
-En Paraguay hay más mariachis
que en México.
-Los locutores paraguayos… son
argentinos.
-El azúcar paraguayo… es
brasileño.
-La canción nacional patriótica
(Patria Querida)… es francesa.
-La actual música folclórica paraguaya (la
cachaca)… es colombiana.
Las
contradicciones están también en los propios símbolos del doble escudo de
nuestra bandera, que deberían representar nuestra nacionalidad más intrínseca,
pero que en realidad poco tienen que ver con los elementos de nuestra flora,
nuestra fauna y nuestro folclore más característicos:
-La palma (Elaeis oleífera, o palma
americana) es una planta tropical, más propia del Caribe.
-El olivo (Olea europea) es de la Península
Ibérica, principalmente de la región de Jaén, España.
-El león… es africano.
-El gorro frigio es de Frigia, Asia Menor,
la actual Turquía, un símbolo que fue apropiado por la Revolución Francesa.
-La estrella… es interespacial.
-La frase “paz y justicia”, sigue siendo
principalmente eso: una frase.
Nuestras
mayores contradicciones, sin embargo, son de carácter político y
socio-económico.
Habitamos
406.752 kilómetros cuadrados de un país generoso en tierra fértil y abundante,
pero que está concentrada en manos de unos pocos, mientras muchos son obligados
a sobrevivir a la intemperie. Es “la tierra sin hombres de los hombres sin tierra”, que decía nuestro más grande escritor y novelista.
En el Paraguay tenemos la mayor hidroeléctrica del mundo, pero apenas cae una lluvia o sopla un viento fuerte… nos quedamos a oscuras.
En el Paraguay tenemos la mayor hidroeléctrica del mundo, pero apenas cae una lluvia o sopla un viento fuerte… nos quedamos a oscuras.
Tenemos
los mejores ríos de Sudamérica, pero no podemos disfrutar de sus costas y sus
playas, sea por la alta contaminación, como por la falta de adecuada
infraestructura turística.
Disponemos
del Acuífero Guaraní, una de las mayores reservas de agua del planeta… pero más
de tres millones de paraguayos siguen sin tener acceso al agua potable.
A pesar
de todo, nos sentimos orgullosos de ser paraguayos y paraguayas, de la
intensidad de nuestra historia y de las particularidades de nuestra cultura.
Desayunamos sándwiches de empanada, armamos un foro social alrededor de una
jarra de tereré y nos sentamos en una silla cable a mirar pasar el tiempo, bajo
la fresca sombra de un árbol de mango o de alguna florida enramada.
Nos
sentimos eufóricos de escuchar que nuestros ancestros guaraníes ya habían
inventado el fútbol en la época de las Reducciones Jesuíticas, mucho antes de
que lo inventaran los británicos en el Reino Unido, aunque últimamente nos hayamos
olvidado de jugarlo bien y nos hayamos quedado fuera del Mundial más vecino de
todos los mundiales.
Nos
plagueamos por casi todo, acusamos a nuestras autoridades y a nuestros
políticos de ser unos soberanos sinvergüenzas, pero los seguimos votando en
todas las elecciones, los adulamos, les pedimos favores y cargos públicos.
Nos
burlamos de las leyes, porque preferimos la ley del ñembotavy y la ley del
mbareté. Viajamos de a tres en las motos, sin usar cascos por la vida. Nos
resulta más cómodo tirar la basura al pie del basurero. Los varones hacemos
pipí por cualquier árbol o muralla en la calle, nos bajamos del micro a mitad
de la cuadra, decimos que odiamos la corrupción pero coimeamos al zorro gris
que nos detuvo por cruzar el semáforo en rojo. Coleccionamos botellas y latas
vacías de cerveza en las mesas del bar de la esquina. Nos conformamos con que
todo sea péichante o que las cosas queden en el opa rei.
Nos
peleamos en castellano y soñamos en guaraní.
Cuando nos preguntan en alguna
encuesta internacional, respondemos que somos los más felices del mundo.
Y a
veces, sorpresivamente, salimos juntos a las calles y a las plazas, armados de
puro coraje e idealismo, dispuestos a dar la vida por las cosas en las que
creemos, a cambiar aunque sea circunstancialmente el destino.
Nos
burlamos o nos reímos casi siempre de todo, incluso de nuestras propias
desgracias.
O
cantamos con ritmo tropical el reflejo burlón de nuestra propia imagen en el
espejo (Soy paraguayo, ¿y qué...?).
Quizás
los habitantes de esta mediterránea geografía podamos hallar en nuestras
contradicciones la manera de superar esa profunda descripción literaria con la
que alguna vez nos caracterizó el gran autor de Yo el Supremo:
“...este país misterioso y simple,
elemental como el fuego y como el agua,
por
momentos melodioso o crepitante,
poseído casi todo el tiempo por estallidos de
furia
o
por las depresiones del desconsuelo.
Un
país condenado al suplicio de la esperanza,
con
su gente que vive como en castigo
en
uno de los más hermosos
y
apacibles lugares de la tierra;
de
esos que se llevan su lugar a otro lugar
y se
esconden en un recodo de la historia”.
(AUGUSTO
ROA BASTOS, Una isla rodeada de tierra).
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(Publicado originalmente en el blog Mandioca Republic, de Andrés Colmán Gutiérrez, en
ÚLTIMAHORA.COM).
Tanta verdad. Quién nos entiende.
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