Revisando viejos archivos en busca de
algunos datos, encontré este artículo mío, publicado a una página en el
suplemento El Correo Semanal de Última Hora, edición del sábado 27 de mayo de
1989. O sea, a apenas tres meses y días del derrocamiento de la dictadura
stronista.
Eran los días en que se crearon las
primeras organizaciones de sintechos, que salían masivamente a las calles,
protagonizaban ocupaciones de tierras en Asunción y alrededores, y se debatía
mucho sobre lo que reclamaban.
Me llama la atención lo que expresaba en
aquel artículo, en comparación con los debates actuales –inundados,
limpiavidrios, cuidacoches, etc.-, casi 27 años después. Es como si nada hubiésemos
cambiado o avanzado, en esencia.
Aunque el título era “El poblador
suburbano: Un nuevo actor social”, lo que generó más polémica fue uno de los subtítulos
y una de las ideas claves del texto: “Los damnificados no existen”.
(En términos más personales, reconozco que
el texto tiene un estilo deliberadamente de opinión, de “bajar línea” con un
fuerte sesgo ideológico, que en los últimos año he ido dejando de lado para
adquirir un tono periodístico más
narrativo, con puntos de vista más diversos, asumiendo una realidad más diversa
y compleja. Sin embargo, leyéndolo, aunque admito hoy lo escribiría de otro modo, compruebo con
mucha satisfacción que sobre todo esto sigo pensando exactamente lo mismo)
Para quienes se interesan por estos temas –sé
que son muchos y muchas-, rescato el texto original a continuación:
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Desde
las catacumbas de nuestras ciudades está emergiendo con mucha fuerza y dinamismo un nuevo actor social.
Alguien
que ya no es propiamente un campesino –aunque todavía conserve en mayor parte
su lenguaje, sus costumbres, su mágica cosmovisión- pero que tampoco ha logrado
integrarse plenamente al mundo urbano, relegado con violencia a los suburbios marginales,
a los cinturones de miseria que rodean a las urbes.
Es
alguien que no se identifica con las clásicas caracterizaciones sobre los
sectores populares y las organizaciones sociales: no es campesino, no es
obrero, no tiene relación directa con los sindicatos y los partidos políticos,
porque estos no logran representar sus intereses. Tampoco figura en las listas
privilegiadas de los organismos internacionales de solidaridad, no aparece
cotidianamente en las páginas de los periódicos, ni se ocupan de él con
asiduidad la radio y la televisión.
El
único que siempre lo recuerda es el viejo y milenario río, fuente de vida y de
tragedia a la vez. Cuando sus aguas turbias se desbordan y arrasan los modestos
caseríos escondidos en el fondo del Bañado, empujando a los pobladores hacia
las calles más céntricas, entonces la sociedad parece advertir fugazmente la presencia
de este actor social, aunque prefiere ocultar su verdadera identidad bajo la
eufemística denominación de “damnificado”.
Ahora,
sin embargo, en este dinámico tiempo de transformaciones políticas, nuestro
sujeto sale a la calle y eleva su voz. Exhibe sus nuevas organizaciones y sus
reivindicaciones. Reclama su espacio propio en esta sociedad que ahora se ufana
de ser democrática.
Nuestro
sujeto sale a la calle. Y, de pronto, su sola presencia basta para cuestionar
las mismas raíces de este modelo social, que hasta ahora no ha hecho más que
marginar denodadamente a sus hijos más humildes.
LOS DAMNIFICADOS NO EXISTEN
Si de
veras queremos construir una nueva forma de relación social, más abierta y
democrática, debemos empezar por abolir ciertos mitos, imperceptiblemente
heredados del tiempo de la dictadura.
Uno de
ellos es el que se refiere a los llamados “damnificados” por la inundación del
río Paraguay.
Seguir
utilizando este concepto es un engaño. Eso significaría reducir el problema de
las periódicas crecientes a una cuestión meramente ecológica.
Sería
como decir –o creer- que hay familias que padecen necesidades solamente cuando
las aguas desbordadas les privan de sus precarios hogares. Esa idea lleva
automáticamente a presuponer que el resto del año (épocas en que el río no
crece) estas mismas familias no sufren mayores carencias. Y sabemos que eso no
es así.
En
realidad, los “damnificados” no existen.
Los que
existen son estos nuevos actores sociales, todavía de nebulosa identificación,
que ni son campesinos, ni tampoco son ciudadanos. Podríamos denominarlos, sin
demasiada certeza, “pobladores sub-urbanos”. Algo así como los espectrales
habitantes de una ciudad de segunda categoría, que se despliega por las riberas
inundables del río, por las periferias sórdidas, por las salamancas profundas.
Una ciudad oculta, construida con hule y cartón, con desgarradas angustias y
tercas esperanzas. Una sub-ciudad que devuelve, en un abrumador y escandaloso contraste,
el rostro oscuro de esa otra urbe que brilla con sus reflejos artificiales.
UNA CIUDAD QUE NO FIGURA EN EL MAPA
Ellos
comenzaron a llegar desde hace más de dos décadas, cuando el “boom” de la
mecanización agrícola, la avalancha de las empresas multinacionales y el
despojo violento de sus tierras los fueron desalojando de sus viejos y
apacibles “valles”.
Un día
enterraron el machete en el surco vacío, cargaron con sus buruhacas al hombro y
se treparon a la carrocería de un viejo camión.
La
ciudad los vio llegar. Pies desnudos sobre el asfalto caliente. Pero la ciudad
no tenía lugar para ellos. Comprar un lote, construir una casita, pagar agua,
luz, cloacas, empedrado, impuestos… todo eso cuesta plata. No hay trabajo. ¿A
dónde podemos ir? Dicen que allá, en la orilla del río, hay unos terrenos que
nadie usa.
Allí
levantaron sus viviendas. ¿“Viviendas”? ¿Se podía llamar “viviendas” a esas
casitas casi de juguete? Pero de a poco se fueron juntando, se fueron
reconociendo, se fueron organizando. Trazaron calles, construyeron escuelas,
capillas, canchas de fútbol, plazas…
Los
fines de semana –los únicos días en que tenían algún respiro laboral-, los
hombres y mujeres se organizaban en cuadrillas para cortar las malezas, arreglar
los tortuosos caminos ribereños, pintar las paredes descoloridas de humedad.
Aprendieron
a convivir con el viejo río, a aprovechar sus recursos y a huir de sus cíclicas
inundaciones.
Así
nacieron decenas de barrios que no figuran en ninguno de los mapas oficiales.
Allí donde los cartógrafos han diseñado manchas blanquecinas con el genérico
nombre de “Bañado”, actualmente viven 60.000 familias compatriotas y existen
comunidades enteras, sufridas pero trabajadoras, humildes pero solidarias.
Y ahora
la sociedad se sorprende de ver a sus organizaciones surgidas casi de la nada
(la Coordinación de Pobladores de Zonas Inundables, COPZI; la Comisión de
Familias Sin Techo, etc.). Sucede, sin embargo, que el nivel de conciencia ha
ido creciendo tan callada y marginalmente como su vida misma. Allí, en la
ribera del río, a la luz de las velas, en la soledad de los campamentos precarios,
han ido amasando lentamente sus propias propuestas. Nunca nadie los tomó en
cuenta, pero ellos siguieron trabajando.
Ahora
están en la calle. Realizan marchas y manifestaciones, ocupan propiedades, se
enfrentan a la Policía, elevan pedidos a las autoridades. Es su manera de
decir: aquí estamos, nosotros existimos, los pobres también queremos participar
en la construcción de esta nueva democracia.
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