miércoles, 1 de febrero de 2012

La noche de la libertad




–1–
C
uando la imagen del televisor se apagó repentinamente, en lo mejor del partido de fútbol, Ña Ramona tuvo el primer presagio de que algo terrible iba a suceder.
La noche se había poblado de un silencio opresivo y oscuro, sacudido a ratos por el ladrido asustado de un perro a la distancia.
–Tengo miedo, Rogelio –le dijo a su marido.
–¡Naombrena! –le reprochó él–. Si en este país nunca pasa nada...
En ese instante se escuchó el primer estruendo. La pequeña vivienda de madera se estremeció hasta los cimientos. Un denso olor a pólvora quemada inundó el comedor, seguido por el seco tableteo de una ametralladora.
La luz se apagó, como de un manotazo, y los niños se despertaron llorando en la piecita del fondo.
Don Rogelio se asomó sigilosamente a la puerta y vio la enorme silueta de un tanque de guerra maniobrando en el patio mismo de su casa.
Sombras armadas con fusiles se esparcían por la calle, corriendo, intercambiando órdenes, disparos, maldiciones. Los repentinos fogonazos mostraban fugazmente la lividez de sus rostros, la determinación de vida y muerte en sus miradas.
A pocos metros del Batallón Escolta Presidencial, principal escenario del combate, la villa marginal Mundo Aparte, laberinto de casuchas hacinadas que sirve de hogar a los más pobres de la ciudad, se sacude ahora en espasmos convulsivos. Las precarias paredes saltan en pedazos, heridas por las lluvias de balas.
–¿Qué pio pasa, mamita...? ¿Qué pio lo que está pasando...? –pregunta entre sollozos la pequeña Mirian, de 9 años, tendida sobre el piso de cemento duro, junto con su madre.
Y Ña Ramona, temblando, le contesta:
–Nada, che memby, no te preocupes. Parece nomás que llegó el fin del mundo.

–2–
Los jóvenes bailaban animadamente en una céntrica discoteca, cuando se cortó la luz.
Allí, en la oscuridad, en el súbito silencio que siguió a la música estridente, escucharon los disparos y bombardeos.
Dos de ellos corrieron hasta la puerta y salieron a la calle, para tratar de averiguar qué estaba sucediendo. Al rato volvieron a entrar y cerraron la puerta, con el terror en sus caras. Acababan de ver un auto acribillado de balas en la misma acera.
Siguieron los gritos y los llantos de desesperación. Hasta que alguien trajo un fósforo, una vela y una pequeña radio a pilas.
Manos febriles manipularon el dial, pero no se escuchaba nada. De pronto un ruido, una voz suave, emocionada, inunda el aire.
–...Si, señoras y señores radioescuchas. Lo reiteramos. Está plenamente confirmado. Es una sublevación militar. Por favor, mantengan la calma, permanezcan juntos, no salgan afuera. Tenemos una llamada telefónica. ¿Hola...? Si, señor, hable usted...
En medio de las tinieblas, de la confusión y del espanto, Radio Cáritas tiende una mano invisible hacia todos los seres perdidos en la profundidad de la noche, aislados por la súbita violencia, atrapados por sus miedos y angustias.
–Hola... ¿mamá? ¡Soy Silvia! Quiero decirte que no te preocupes, estamos todos bien, aquí en la discoteca. Si, la fiesta ya terminó, pero no podemos salir todavía. Apenas amanezca, vamos a volver a casa. Besos. Te quiero mucho.
Llamadas tras llamadas, mensajes tras mensajes, la gente se va reencontrando.
Muy pronto, otras emisoras, como Radio Paraguay y Radio Primero de Marzo, consiguen reiniciar su transmisión y se suman a la prodigiosa tarea de brindar información, seguridad, consuelo, esperanza, tejiendo una valiosa cadena de solidaridad, más allá del miedo y de la muerte.

–3–
Cae una lluvia mansa en la mañana de este nuevo día, 3 de febrero de 1989. Una lluvia que arrastra el acre olor de la pólvora y parece con ganas de purificar la tierra herida.
–Hemos salido de nuestros cuarteles...
La gente empieza a salir a la calle.
Al principio tímidamente, con pasos cautelosos, como despertando de una larga pesadilla. Todavía sin poder creer lo que cuenta la radio, en la propia voz del jefe de la sublevación militar, el general Andrés Rodríguez:
–...les informo que el general Stroessner se ha rendido.
Los tanques de guerra se pasean por la ciudad y los soldados saludan con la V de la victoria. Las paredes exhiben su mordedura de balas y la sangre todavía riega algunas esquinas. Y sobre todo eso hay una nueva, indescriptible sensación, que se respira junto al aire fresco.
Todo ha terminado. Todo acaba de comenzar.
Entonces sí, el pueblo gana las calles.
Ya nadie puede detener ese aluvión humano que desborda las plazas.
Nadie puede contener el canto que brota de la garganta colectiva y va creciendo ciudad adentro, rompiendo el silencio de tres décadas infames.

¡Que lindo, lindo, lindo
que lindo, lindo es
estamos todos juntos
y Stroessner ya se fue!

–4–
Enfocada desde la distancia por las cámaras de la televisión, la figura del general Alfredo Stroessner parece más bien la de un abuelo cansado que sube la escalerilla del avión, sin volverse, sin siquiera despedirse del país que gobernó con mano de hierro durante más de treinta y cuatro años.
La escotilla se cierra detrás de él. El avión corretea y se eleva en el aire, mientras la multitud canta y baila en la azotea del aeropuerto cuyo nombre ya nadie nombra, agitando resucitadas banderas bajo el cielo radiante.
Cerca de allí, un empleado de limpieza arranca y rompe los últimos afiches con retratos del tirano pegados por la pared, y los arroja a un cubo de basura. Algunos pedazos caen al suelo y el viento se los lleva, sin rumbo ni dirección.
Claudia Villasanti observa la escena, estupefacta. Ella tiene 16 años de edad y, como tantos de su generación, había llegado a creer que acaso El Viejo fuese inmortal. Desde muy niña lo había sentido todopoderoso, omnipresente, acechando a la desgarrada Nación desde su fortificado Palacio. Lo había visto a veces cruzar raudamente la ciudad como una sombra, protegido por una muralla de armas y vidrios oscuros, mientras los rostros se volvían, temerosos.
Ahora, el mito se ha roto. El Paraguay se ha dado vuelta. El plomo flota y el corcho se hunde. Los exiliados regresan, los opositores hablan por televisión, los periódicos clausurados salen a la calle. Mucha gente sonríe.
En un barrio que se ha quedado sin nombre –como tantas calles, escuelas, plazas, ciudades–, un grupo de jóvenes políticos derriban con cuerdas un busto del dictador. Luego cada uno se lleva un pedazo, como recuerdo.

–5–
Contemplando el amanecer desde mi ventana, siento que me asaltan dudas, temores, preguntas. ¿Será en verdad un aire de libertad este aroma nuevo que hiere mis entrañas?
Dicen que pronto habrá elecciones, democracia. Pero, ¿y trabajo? ¿Habrá trabajo para tantos jóvenes desesperanzados, atrapados en la marginalidad de los suburbios? ¿Qué sucederá cuando retornen en masa los miles de compatriotas exiliados, no por motivos políticos, sino por falta de oportunidades? ¿Habrá tierra para los campesinos, hábitat para los indígenas, futuro para los niños de la calle?
Dicen que un tiempo nuevo se inicia. Pero, ¿quién derrocará al dictador que llevamos adentro? ¿Quién cerrará las heridas secretas que el sistema nos deja dentro del alma? ¿Quién nos ayudará a quitarnos el miedo que se nos ha metido entre los huesos? ¿Seremos capaces de reunir nuestros pedazos?
El Sol nace, bañando de claridad el horizonte.
El aire está limpio, transparente.
El cielo increíblemente azul.
Es un buen comienzo.

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(Texto publicado originalmente en la contratapa del suplemento cultural El Correo Semanal de Última Hora, en febrero de 1989, en la primera edición sabatina tras el golpe del 2 y 3. Se incluyó como relato en el libro ‘El Principito en la Plaza Uruguaya’, editado por Servilibro).