Conocí personalmente al mítico Chiquitín Lambaré allá por
1993, cuando acompañé al actor Rubén Visokolan, el recordado Visoka, a grabar
un reportaje en los camarines del Teatro Municipal para el programa televisivo
NocheTrasNoche, que me tocó guionar desde Alta Producciones, con la conducción
de Mario Ferreiro y la dirección de Tito Chamorro.
Fue una experiencia surrealista. No sé quién era más loco,
si Chiquitín, Visoka o Tito, pero entre los tres se armó una onírica
conversación en la madrugada, en la que Chiquitín contaba con una seriedad
absoluta como acostumbraba conversar con varias estrellas fallecidas en medio
de las butacas vacías del Municipal, desde Julio Correa hasta Ernesto Báez,
desde Jacinto Herrera hasta el cantante Luis Alberto del Paraná.
Mientras ellos desgranaban anécdotas sobre ilustres
fantasmas en la densidad de esa sala llena de ecos y telarañas, yo solo podía
estar pendiente de cada ruido que llegaba desde las sombras del viejo teatro.
Lo volví a encontrar varias veces a Chiquitín, y siempre me
contaba una anécdota nueva entre jarras de tereré y nombres transcordados, sobre
sus ilustres amigos fantasmas.
A veces me contaba la misma historia que ya me había contado
la vez anterior, pero cambiando de protagonista, y aunque ya no me asustaban
los ruidos que llegaban desde los camarines desiertos, siempre me quedaba
extasiado con sus relatos.
En marzo de 1999, durante los sucesos del Marzo Paraguayo,
Chiquitín nos llamó desde la distancia a mí y a otros colegas periodistas y nos
condujo al patio del teatro, que en esos días estaba cerrado por refacciones.
Desde allí, subidos sobre cajones de madera, nos permitió observar lo que
pasaba al otro lado de la calle Alberdi, en el viejo edificio del Correo, donde
los oviedistas descargaban cajas de petardos, explosivos, piedras y garrotes,
que luego usaban como proyectiles desde la terraza contra los manifestantes en
la plaza. Pudimos sacar fotos de ese operativo y publicarlas en el diario.
Un par de años después, cuando empecé a escribir mi novela
El país en una plaza, sobre los sucesos del Marzo Paraguayo, quise incorporar
esa escena y le pregunté a Chiquitín si podía usar su nombre.
-Metele si que, pero cambiá nomás un poco mi nombre, para no
tener problemas –contestó.
-¿Y si te llamo Chiquito Amberé, te parece bien? –le
pregunté.
-¡Espectacular…! –dijo, levantando el pulgar.
Así, Chiquito Amberé se volvió un personaje de novela.
“La puerta se abrió y apareció un hombre maduro, de perfil
sombrío. Lo reconocí en seguida. Era Chiquito Amberé, el veterano cuidador del
Teatro Municipal, un personaje que había confesado en varios reportajes que con
frecuencia veía fantasmas en las salas y los camarines abandonados, ecos de
funciones de galas de otras épocas, actores y actrices que desde el más allá creían
que la función debía continuar…”.
El pasado lunes 21 de diciembre, Ciriaco Dejesus Lambaré Blanco, el mítico
Chiquitín Lambaré, falleció a los 84 años de edad.
Con él no solo se apaga una importante fuente de memoria
viva, de historias y leyendas del primer teatro del país, sino que se cierra
toda una época.
Los ilustres fantasmas del Municipal se han quedado sin su
mejor amigo… o quizás lo han recuperado para siempre.
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