Muy
cerca de donde ahora escribo en una funcional notebook, Augusto Roa Bastos escribía
hace casi 70 años en una metálica y ruidosa Remington, en el segundo piso de la
casona de Benjamín Constant casi 15 de Agosto, cuando un obrero subió a avisar
que unos matones estaban destruyendo la imprenta en el taller de abajo, a
golpes de hacha y martillo.
Era una
tarde gris de marzo de 1947. La guerra civil estaba en ebullición y Roa no era
todavía el celebrado novelista, apenas el joven secretario de Redacción de El
País, el diario dirigido por Policarpo Artaza, pero sus columnas satíricas, firmadas
como El viejito del acordeón, ya provocaban enojos entre los dueños del poder,
sobre todo en J. Natalicio González, entonces ministro del dictador Higinio
Morínigo, quien envió a una horda del Guión Rojo –grupo paramilitar del Partido
Colorado– a destrozar el diario y a traer maniatado al irreverente escriba ante
su presencia.
Los
periodistas huyeron corriendo encima de los techos de las casas vecinas. Cuando
llegaron a buscar a Roa Bastos a su casa de Villa Morra, él tuvo que ocultarse
dentro de un tanque de agua, para luego buscar asilo en la Embajada brasileña,
iniciando el largo exilio que lo llevó primero a la Argentina, donde empezaría
a convertirse en nuestro escritor más universal.
Hay
quienes aseguran que la antigua máquina de escribir que dejó en aquella
Redacción asaltada por los Guión Rojo, es la que hoy se exhibe en la recepción
de Última Hora como una pieza de museo. No creo que sea exactamente la misma,
aunque sí es de la época, pero es reconfortante creer en ese símbolo.
En esta
antigua casa editorial, que aún conserva el histórico nombre de aquel combativo
diario El País, se han editado muchos diarios y semanarios. No hay otro
edificio que guarde tanta historia periodística –que en gran parte aún falta
rescatar y contar mejor– desde que se imprimió por primera vez el vespertino La
Tarde, dirigido por Ernesto J. Montero, el 9 de marzo de 1903. Le siguieron El
Tiempo, El Orden, El Estudiante, La Lucha, La Mañana, otra vez La Tarde y
varios más, hasta que el 8 de octubre de 1973 apareció por primera vez Última
Hora, impreso con las mismas máquinas de la época de Gutenberg, bajo la
dirección de Isaac Kostianovsky, el recordado Kostia.
Esa
gloriosa época de diarios casi artesanales quedó atrás. Ahora ya no hay matones
destrozando imprentas, ni periodistas obligados a huir sobre los techos ante
paramilitares enviados por algún gobierno, pero sí hay sicarios narcos que
disparan ráfagas de muerte o arrojan granadas sobre los informadores, así como
policías y políticos cómplices, fiscales y jueces corruptos que traban
cualquier acción de justicia.
Última
Hora celebra hoy 46 años de vida. En lo personal y profesional, he compartido 40
años de esa historia y me gusta creer que la misma máquina de escribir que dejó
Roa Bastos nos recibe a todos quienes cotidianamente ingresamos a esta remozada
casa periodística, como un desafío para que la sigamos haciendo funcionar con
la misma actitud de valentía, claridad y dignidad de aquellos duros años de
trinchera.
Andrés Colmán Gutiérrez
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