Es un viejo
y rústico sillón de mimbre, con más de medio siglo de historia, que hasta hace
poco dormía su sueño de olvido en la pieza del fondo, envuelto en telarañas,
polvo y soledad, tras la muerte de la abuela.
Ella
acostumbraba sentarse en él al atardecer, en el corredor de la casa, a tomar
mate con la vista fija en el horizonte que antes mostraba verdes colinas y un
pedazo de río, pero que se fue cubriendo de edificios grises.
Contaba
historias, cantaba canciones y se levantaba a prepararnos las más sabrosas
tortas de banana.
Quisimos
mudarla a la terraza para que tenga un mejor panorama, pero se negó.
El corredor
era su rincón, aunque el paisaje se le haya ido borrando a golpes de progreso y
modernidad. Con el tiempo también sus ojos perdieron brillo y ya no importó lo
que pudiera ver, porque todo eran manchas amarillas. El paisaje estaba en su
memoria y allí siempre había verdes colinas, sol radiante, azul río.
Desde la
sala, donde intentábamos estudiar o jugar al play, la escuchábamos hamacarse en
su sillón, con un chirrido molesto que no lográbamos sofocar ni con la música
al máximo.
Ante
nuestras protestas, mamá nos decía que debíamos agradecer ese chirrido. El día
en que ya no lo oigamos, significaría que la abuela se había ido, con su mate,
sus relatos, sus canciones y sus tortas de banana.
Un día papá
le trajo un moderno y carísimo sillón de cuero, que se reclinaba con botones y
hasta hacía masajes. La abuela lo probó y dijo que no. Prefería seguir en su
viejo sillón, hamacándose con su mate cada atardecer.
Finalmente,
el chirrido calló para siempre. La abuela se nos fue, tranquila y dulce, como
quien cierra un ciclo de vida. El sillón se quedó quieto y vacío en el
corredor, hasta que papá lo llevó a la pieza del fondo, donde empezó a acumular
polvo, soledad y telarañas.
Hace unos
días, unos jóvenes pasaron por casa preguntando si acaso no teníamos algún
viejo sillón para donar.
En medio de
la catastrófica situación de la pandemia del coronavirus, con el sensible
aumento de personas contagiadas de Covid-19 en los hospitales colapsados, ya no
había camas disponibles de terapia intensiva y los enfermos graves se amontonaban
en corredores y pasillos.
Fue cuando
se les ocurrió recolectar sillones para ubicar allí a los pacientes que ya no
tenían lugar, conectados a tubos de oxígeno y otros equipos médicos. Papá
preguntó y todos dijimos que sí. Limpiamos el sillón, lo lustramos y lo
llevamos al hospital.
Esta mañana
pasé a llevar comida a los familiares que montaron una carpa de la solidaridad.
En el corredor, una anciana estaba acomodada en el sillón de mimbre, con suero
y mascarilla de oxígeno, mirándonos con sus ojos húmedos e implorantes. Sentí
que era la mirada de la abuela que se multiplicaba en tantas otras personas
peleando con la muerte.
¡Quién diría
que el viejo sillón de la abuela iba a revivir, para sacudirnos de este letargo
de impotencia, para despertarnos a la solidaridad, para disponernos a luchar
por superar esta pesadilla, para comprometernos a construir un país mejor con
menos olvidos y más justicia!
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