Memoria
periodística: Desenpolvando
antiguos textos del archivo, rescato este artículo escrito y publicado en El
Correo Semanal de Última Hora, en julio de 1986, durante la dictadura stronista,
a pocos días de que la policía del régimen asesinara durante un intento de desalojo
de ocupantes de un terreno rural en la zona de Juan E. O’Leary, Alto Paraná, a los
labriegos Francisco Martínez y Aurelio Silvero. Es una crónica que en su momento
tuvo mucha repercusión mediática. Se empezaba a hablar del fenómeno de los “campesinos
sin tierra”, realidad que desnudaba el discurso de la “reforma agraria con paz
y progreso”, de la dictadura. El texto, aunque escrito con cierta ingenuidad
romántica de mis entonces 24 años de edad, revela el grado de compromiso social
con que ya abrazaba el oficio de comunicador, así como la búsqueda de un estilo
de periodismo narrativo, que luego fue evolucionando. También demuestra los
grados de denuncia a los que podíamos llegar en la llamada prensa comercial o
empresarial, desafiando las presiones de la censura o autocensura. Hoy, al
releerlo, 26 años después, no puedo dejar de percibir la tremenda actualidad
que sigue teniendo el texto –aunque el autor tenga una visión menos maniquea e ingenua
acerca de los autores del conflicto social-, y lo poco que ha cambiado la
realidad, teniendo en cuenta los lacerantes casos de hoy, como el de los
campesinos de Curuguaty.
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"Nuestra raíces están bajo la tierra. Son los muertos...".
(Rafael Barrett, El dolor paraguayo).
(Rafael Barrett, El dolor paraguayo).
Por Andrés Colmán Gutiérrez
Francisco
Martínez, paraguayo, casado, de 21 años de edad, natural de Pastoreo,
Departamento de Caaguazú, se desangró sobre la tierra. Sobre la misma tierra
húmeda en la que alguien lo llamó intruso
y se sintió con derecho a apagar su vida, como quien apaga una hoguera molesta que resplandece en la
oscuridad. Sobre la misma tierra de la que sus compañeros quisieron
arrastrarlo, ya moribundo, hacia una inalcanzable carretera, en busca de un desesperado
auxilio, pero él se resistió con sus últimas fuerzas, musitando en guaraní: “Nahaniri, che reja, amanosé ko yvype (No,
déjenme, quiero morir en esta tierra)”.
Francisco
Martínez, paraguayo, casado, de 21 años de edad, natural de Pastoreo, Departamento
de Caaguazú, padre de un hijo, piel oscura como la tierra… ¡Qué poco sabemos de
vos! Qué difícil imaginar los siniestros mecanismos que te condujeron, a vos y a
tu compañero Aurelio Silvero, ese frío viernes 11 de julio de 1986, a eso de
las cuatro de la tarde, en esa innominada región selvática de Juan E. O’Leary,
a entregar tu energía, tu juventud, tu miseria, tus sueños -¡tu vida!- ...todo
por un puñado de tierra.
¿Qué
podemos saber nosotros acerca de lo que significa la tierra para un campesino? ¿Acaso
sabemos lo que significa la lluvia para el maíz, el río para el pez, la
primavera para el rosal…? Qué fácil es, a la distancia, hablar de leyes, de
justicia, de democracia… Qué fácil justificar lo injustificable, decir para qué entraron en tierra ajena. ¿Porqué
no recurrieron a las autoridades? Ellos
se los buscaron. Seguro que alguien los
está utilizando. ¿Cómo podría un grupo de ignorantes campesinos planificar una
ocupación en forma tan perfecta…?
¡Oh si,
qué fácil es hablar! Total, la vida sigue su curso… Las elecciones en las
seccionales coloradas estuvieron más reñidas que nunca, ¿quién iba a pensar que
ganaban los militantes? Míster
Gelbard vino, habló con todo el mundo y se fue, ¿qué hará Ronnie después de
esto? En el Hospital de Clínicas, la lucha continúa. ¿Vos estás de acuerdo con
el Diálogo Nacional? A mi lo que me preocupa es el precio de la carne, cada vez
más por las nubes, ya ni un mísero asadito se puede comer. Y Cerro Porteño, que
no se recupera de la crisis.
Si, la
vida sigue su curso… ¿Qué puede significar la muerte de dos campesinos sin
tierra, en medio de toda la locura cotidiana? ¿A quién le preocupa descubrir si
hay un bosque detrás del árbol, si esta inquietante realidad acaso tiene raíces
más profundas?
¿A
quién…?
La mecha encendida.
Poco
sabemos de vos, Francisco Martínez. Apenas las escuetas líneas de un informe
noticioso, el conmocionado testimonio de tus compañeros, que no saben cómo relatar los horribles detalles de
la trágica historia, sin que se les quiebre esa voz endurecida por los golpes.
Apenas las borrosas imágenes fotográficas de un cuerpo desangrado en medio del
monte, como tanta gente pobre que se desangra, de una u otra manera. De una
mano anónima señalada con una cruz de madera clavada a orillas de una picada,
sin velas encendidas ni epitafios. Apenas eso Francisco, pero debería ser
suficiente.
Debería
ser suficiente, digo, para entender de una vez por todas que el camino se nos
está cerrando. Que vamos, poco a poco, siendo encerrados en un círculo de
inaudita violencia. Debería ser
suficiente, además, para percibir que ya no es tiempo de andarse con vueltas,
de estar buscando eufemismos o metáforas para definir una situación que se ha
vuelto más que crítica.
Es hora
de decirlo claramente: el problema de la tierra en el Paraguay se está
convirtiendo en un polvorín a punto de estallar. La mecha ya ha sido encendida
y, hasta ahora, nadie ha hecho absolutamente nada para apagarla.
Claro,
dirán que es una exageración. Pero entonces quizás podríamos invitarlos a leer
las recientes publicaciones periodísticas, los informes de las organizaciones
ecuménicas y de derechos humanos, para advertir que tan solo en las últimas
semanas se han producido más de una quincena de casos de ocupación de tierras,
destrucción de cultivos y viviendas, intentos de desalojo violento y detención
de campesinos, sin contar las dos trágicas muertes de O’Leary. Y lo más
preocupante, según referencias de las mismas organizaciones gremiales
campesinas, es que en estos momentos hay centenares de familias deambulando por
las regiones del país, en busca de un terreno libre en donde afincarse. Es
decir: el problema va a continuar agravándose.
Tratemos
de entenderlo: los casos no son aislados. No constituyen meros hechos anecdóticos.
Por el contrario, son signos absolutamente reveladores de que el problema de la
tierra ha ingresado en una etapa de peligrosa radicalización. Y como, hasta el
momento, la principal respuesta que se ofrece es la represión –que solo sirve
para agravar el conflicto-, todo parece conducir a que muy pronto tengamos que lamentar más
hechos como el de Juan E. O’Leary.
No más muertes.
Pero,
¿de qué sirve, Francisco Martínez, volcar sobre el papel tantas palabras que suenan como a huecas, a vacías?
En este
preciso momento, tu familia huérfana, tus compañeros, siguen viviendo en el
monte, a la intemperie, sin más cobijo que un techo kapi’i y una bandera
tricolor flameando por un mástil de takuapi, en medio de un descampado.
Ellos
sueñan con que esa tierra pueda llegar a ser suya. Siempre han creído que, si
algo sobra en abundancia en este país, es la tierra. Que sólo hacia falta tener
ganas de trabajar, de sudar bajo el sol, para arrojar la semilla y cosechar el
fruto. Pero ahora han descubierto que no es así, que el sueño se les ha trocado
en pesadilla, que la tierra no es de ellos, sino de un señor con un apellido
que no saben pronunciar. Ellos reclaman justicia y los otros le hablan de legalidad,
mientras los niños lloran bajo el ranchito. ¿Tendrán hambre y frío o solamente
están asustados…?
De qué
sirve escribir cuando ellos están allá, rezando un novenario por tu alma y la
de Aurelio, mientras esperan algo que ni siquiera ellos pueden explicar, porque
nadie sabe qué va a pasar mañana, si va a venir la Policía a intentar
desalojarlos de nuevo, si ellos van a resistir o no, si alguien más va a morir
o todo se va a solucionar positivamente. Si las autoridades escucharán por fin
sus reclamos y les van a entregar tierras en esas nuevas colonias que dicen que
se están abriendo allá hacia Canindeyú. Que lindo sería, ¿verdad Ña Tomasa? “Dios te
escuche, che karaí…”.
La gente,
Francisco, cree que vos caíste muerto el viernes 11 de julio de 1986, a eso de
las cuatro de la tarde, pero un viejo compañero tuyo me estuvo diciendo que no
es así, que vos ya te habías muerto mucho antes, cuando te cansaste de recorrer
las oficinas públicas, recitando lo poco que te habías aprendido de la Constitución
Nacional, esa parte en donde dice que todo paraguayo tiene derecho a un pedazo
de tierra propia para vivir y trabajar, pero ellos te contestaban siempre “vení
mañana… vení mañana…”, hasta que pensaste que te estaban engañando, que en
verdad ya no había tierra para los humildes, porque unos cuántos señores se
habían adueñado de todos los montes, los campos, los cerros, los ríos y
arroyos, aunque no lograbas entender para qué querían tanta tierra, de qué les
iba a servir… ¿Acaso iban a poder cultivar tanto?
Eso me
dijo tu compañero, Francisco: que ya entonces te habías muerto, porque vivir
como un paria en tu propia patria es la peor forma de morir. Y que cuando otros campesinos parias te
dijeron que allá, hacia el Alto Paraná, había “un monte que nadie usa, ¿porqué
no entramos…?”, simplemente te fuiste con ellos, con tu esposa y tus hijos…
¿qué podías perder?.
Eso me
dijo, que la cosa era el revés, que en realidad ese viernes 11 de julio, a eso
de las cuatro de la tarde, cuando una
bala te desmoronó sobre la tierra, vos en realidad estabas volviendo a nacer.
Porque era la forma en que estabas recuperando tu voz, en que le estabas
gritando a todos tus compatriotas, a todos los que tan fácilmente hablamos de
leyes, de justicia, de democracia… para decirnos que todo eso no sirve para
nada cuando hay gente como vos –nuestros hermanos campesinos- sobreviviendo y
sobremuriendo para construir una Patria desde abajo, desde lo más profundo,
desde las raíces mismas de la tierra.
Eso me
dijo. Yo no sé. Tan poco sabemos de vos, que me cuesta imaginar los siniestros
mecanismos que empujaron tu destino. Pero se me ocurre entonces que tu muerte
viene a ser, más que nada, un símbolo. Si sirviera, por lo menos, para
llamarnos la atención, a la reflexión y a la acción sobre el detonante problema
de los campesinos sin tierra, para responder no con la represión, sino con una
reforma agraria real, con programas concretos de justicia social, con nuestro
reclamo tajante para que nunca más haya muertes arbitrarias sobre nuestra
tierra… si todo ello ocurriera, en fin, tal vez tu sacrificio no sería tan
vano. Y del brutal desasosiego que nos produce, empezaría a nacer una tenue
pero sólida esperanza.
Muy hermosa historia soy la hija de francisco martinez y me da escalofrios al leerlo
ResponderEliminarConmocionada y con nudo en la garganta, remembro momentos triste e irreparable pérdida con éte homenaje escrito, pero agradecida a la vez ya que en aquel entonces mi querido hermano no tenía nadie quien la defienda ni quien pudiera hacer saber su hermosa y ejemplar vida que fue truncada por unos miserables y violadores de la ley y por ende de los derechos humanos...Agradecida Señor Andrés Colmán 🙌🏼🙌🏼🙌🏼
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