Llegué
hasta la caja de la tienda empujando mi carrito de compras.
La
cajera me saludó fría y profesionalmente, tomó cada uno de los artículos que yo
iba amontonando sobre su mesa, los pasó por el lector de barras, sumó y me dijo
que alcanzaba 123 mil guaraníes y monedas.
Saqué
de la billetera dos billetes de 100 mil guaraníes que estaban aún nuevitos y
crujientes, "pirirí" como decimos en mi valle. Ella los tomó con la
punta de los dedos, los palpó estrujándolos, los alzó en el aire y los examinó
al trasluz por un largo rato, los dio vuelta varias veces. Cuando se convenció
de que no era dinero falsificado, abrió la caja y me dio el vuelto.
Entonces,
me tomé mi revancha. Agarré uno a uno los billetes que ella me pasó, que no
eran tan nuevos, y les apliqué el mismo ritual examinador, imitándola en cada
uno de los gestos, tomándome mi tiempo para examinar cada billete al trasluz, a
pesar de la impaciencia de los demás clientes que formaban fila detrás mío.
Cuando
finalmente guardé los billetes y recogí mi bolsa para marcharme, escuché que
ella le decía al otro cliente: “¡Que pesado…!”.
Entonces
me volví y le pregunté, con la más irónica de mis sonrisas: “¿Usted tiene el
derecho de desconfiar del dinero que yo le doy, pero yo no tengo derecho a
dudar del que usted me da?”.
Ella
sonrió forzadamente y trató de justificar: “Son las reglas que nos pone la
empresa, señor…”.
Nunca más
regresé a esa tienda.
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