Hace frío. Mucho frío.
El termómetro marca casi cero grados centígrados
en la helada soledad de la noche.
El viento del sur hiere como mil alfileres
en la piel.
En una choza de hule y cartón, arropado con
mantas raídas sobre el piso húmedo, un anciano se sacude con temblores
convulsivos, mientras el calor abandona su cuerpo y el sopor lo va envolviendo
en el gélido sueño eterno.
La ciudad se ha vuelto fría como el
cemento, como el corazón de los políticos. La gente está encerrada en sus
casas, calentita con sus estufas y sus frazadas. Los autos pasan raudamente por
la avenida, con los vidrios cerrados y la calefacción prendida.
Nadie se detiene ante los dos niños que
yacen acostados sobre la vereda, junto a una descascarada pared, tapados con
hojas de periódicos y pedazos de cartón. Nadie se entera de que ellos están allí,
tiritando de frío.
"En el Paraguay nadie se muere de
hambre o de frío". Era una de las frases más recurrentes que escuchaba en
mi niñez, en plena época de la dictadura stronista. Era el discurso oficial, la
propaganda del régimen que buscaba convencer de que habitábamos un paraíso
terrenal, sin miseria ni pobreza. Pero bastaba salir a la calle para
encontrarse con los indigentes, con los fantasmas en harapos, con los ángeles
caídos del paraíso inventado.
Ahora la dictadura ya no está, dicen, pero
el esporádico frío del invierno continúa. Ya casi nadie se atreve a negar que
exista miseria o pobreza, pero tampoco hacemos mucho por evitar que existan.
Simplemente miramos a otro lado, y seguimos el camino, mientras la gente sigue
muriendo, sin hacer caso a lo que diga cualquier discurso oficial.
El martes 23, en una humilde choza del kilómetro
9 Monday, en Ciudad del Este, amaneció sin vida Calixto Rodríguez Núñez, un
anciano de 62 años. El diagnóstico médico fue muy preciso: muerte por
hipotermia.
Ese mismo martes, a la tarde, fue hallado
Francisco Miranda, de 55 años, en el barrio Tablada Nueva, de Asunción, también
muerto de frío. En el barrio San Antonio, de San Lorenzo, tampoco pudo resistir
la baja temperatura Rogelio Ibarra Centurión, de 93 años.
Un abrigo, una frazada, una fogata
compartida, un abrazo de amigo... ¿hubieran hecho la diferencia entre la vida y
la muerte? ¿Cuesta tanto generar ese calor que envuelva a los olvidados, a los
que nada tienen?
Duele el viento del sur que hiere en la
piel, pero más duele el frío que se nos mete en el alma.
(Publicado
en la columna "Al otro lado del silencio", sección Opinión del diario
Última Hora, edición del sábado 27 de julio de 2013).
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