Andrés Colmán Gutiérrez - @andrescolman
Ella estaba
allí, deambulando solitaria por la plaza desierta frente a la Basílica de
Caacupé cerrada y silenciosa. Arrastraba dos bolsas de náilon cargadas de
latitas vacías de cerveza y gaseosa que había logrado juntar tras recorrer toda
la mañana por la ciudad desolada, las que luego iba a ofertar a un reciclador
mayorista, a cambio de unos escasos billetes para comprar alimentos.
Ella lleva
casi un mes desde que se le canceló súbitamente el oficio cotidiano que ejercía
desde hace 24 años: vender velas de color azul a los miles de creyentes que
llegaban hasta el Santuario de la Virgencita Serrana, pero ahora ya nadie
viene, no hay velas que vender, no hay dinero para comprar comida.
Ña Norma
tiene 55 años, vive sola con cuatro nietos que han quedado a su cargo. Ella
tiene miedo de salir a la calle ante el temor de contagiarse con el
coronavirus, pero tiene mucho más temor de que si no sale a rebuscarse para el
sustento, sus nietos mueran de hambre.
Ella nos
contó su historia con ojos humedecidos por encima del tapabocas que le
regalamos para protegerse, en medio del inusual paisaje casi apocalíptico de la
Basílica abandonada en la ciudad de Caacupé, en vísperas del último Domingo de
Ramos. Es la historia de muchos hombres y mujeres compatriotas, pobres de
pobreza casi extrema, que despertaron una mañana en un mundo que les cierra sus
puertas y les expulsa de sus lugares de informal sobrevivencia laboral, porque
un virus mortífero extiende sus alas negras.
#QuedateEnTuCasa
#EpytaNdeRógape. Los mensajes repiquetean como una orden imperativa. Es fácil
decirlo cuando uno tiene una casa mínimamente cómoda en donde refugiarse, una
heladera relativamente cargada, algo de dinero en la billetera, un auto en qué
movilizarse hasta la despensa o el supermercado más cercano. ¿Cómo decirle
#EpytaNdeRógape a Ña Norma y a tantos que solo tienen como refugio una choza de
cartón o madera terciada al borde de una zanja, un ranchito de paja en medio
del campo, un lecho de cajas viejas junto a un portal, un duro banco de madera
en una plaza? ¿Cómo recriminarles por “la inconsciencia de violar la
cuarentena” a quienes siempre han sobrevivido en sus propias cuarentenas de
exclusión social, que no duran solo 14 días o un mes, sino a veces toda una
vida?
Lo primero
que le preguntamos a Ña Norma fue si no se había anotado para recibir ayuda del
programa gubernamental Ñangareko, creado para asistir a los pobres en esta
emergencia. Entonces ella nos contó sus largas vicisitudes para tratar de
inscribirse, la imposibilidad de acceder desde un precario teléfono móvil ante páginas
colapsadas, la recurrencia a oficinas municipales para buscar ayuda y el drama
de encontrarse con largas colas de otros tantos hombres y mujeres también
desesperados, a quienes se les daba la misma respuesta: aquí no hay nada,
acudan a la Secretaría Nacional de Emergencia.
Esta es la
cara más triste y dolorosa de esta crisis. La comprobación palpable de que
hemos seguido sosteniendo un país tan injusto y desigual, en donde hay
funcionarios estatales, directivos de entidades binacionales que ganan sueldos
de más de cien millones de guaraníes, mientras 1.700.000 personas apenas tienen
para la canasta básica y otros 340.000 compatriotas viven en extrema pobreza.
¿Cómo pretender que hoy, privados a la fuerza de sus “estrategias de
sobrevivencia”, puedan sobrevivir todo un mes con 500.000 guaraníes de una
ayuda estatal que ni siquiera les llega?
Este es el
modelo de estructura del Estado que ya no debemos tolerar. Hay que movilizarse
y transformarlo con urgencia, echando de sus lugares de privilegio a todos los
corruptos y bandidos. La crisis del Covid-19 nos permite esta opción que no
debemos desaprovechar. Mientras tanto, multipliquemos las ollas populares y las
acciones de solidaridad para ayudar a quienes deben quedarse en casa con las
ollas vacías.
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Publicado en la columna Al otro lado del silencio, sección Opinión, del diario Última Hora de Asunción, Paraguay. Edición del sábado 11 de abril de 2020.
(Fotografía: Desirée Esquivel).
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