Por Andrés Colmán Gutiérrez
–¡Andrés… Andrés… despertate…! ¡Parece que comenzó la guerra…!
Una violenta sacudida y la asustada voz de Marta –quien entonces era mi
esposa– me arrebataron de un sueño nebuloso y metafísico. Tardé en percibir que
el insistente eco de los disparos no era parte de las sensaciones freudianas de
mi subconsciente, sino llegaban desde algún lugar cercano a través de la
panorámica ventana de nuestro departamento alquilado, en el último piso de un
edificio sobre la calle Manuel Domínguez y Tacuary, en Asunción.
Eran cerca de las 22:00 de la noche del 2 de febrero de 1989. Había
decidido acostarme temprano, porque al día siguiente tenía previsto viajar al
interior para cubrir un conflicto de tierras en una comunidad campesina de
Caaguazú.
No me acuerdo si estaba resfriado. Probablemente sí, pues mi olfato
periodístico se había quedado totalmente bloqueado, sin capacidad de percibir
lo que ya se prefiguraba como La
Noticia del Siglo, pero me consuela saber que le ocurrió lo
mismo a casi todos mis colegas periodistas.
Ese atardecer, cerca de las 19:00, cuando salí de la Redacción del diario
Última Hora y pasé a comprar algunas cosas para la cena, el dueño de una
despensa sobre la calle Teniente Fariña me alertó:
–Te aconsejo que lleves más provisiones, porque parece que va a haber un
golpe de Estado.
–¿Golpe de Estado? ¿Dónde…? ¿En el África…? –me burlé–. ¡Ya no saben qué
inventar para vender más...!
–No, no, en serio… –insistió, con gesto adusto–. Un primo mío que vive
hacia la Caballería
me llamó esta tarde y dijo que el general Rodríguez va a salir con los tanques
para derrocar a Stroessner…
–¿Rodríguez…? Pero si Rodríguez es consuegro de Stroessner y además son
socios en los negociados de tráfico ilegal…
–Te juro, fue lo que me dijo…
Llegué a casa, me di un baño y me puse a preparar la cena. Cuando llegó
Marta le conté el chisme y ella se echó a reír. “Ya lo quisiéramos”, me dijo,
“pero parece que vamos a morirnos antes y ese viejo tirano va a seguir
mandando”.
La omelet de queso y palmito me había salido rica, y la terminamos con
una fresca cervecita. Después yo me fui a la cama y ella se quedó en el
estudio, preparando un trabajo para la facultad. Recuerdo sentirme arrullado
por el dulce sonido de la máquina de escribir mezclado con una canción de
Silvio Rodríguez, hasta que me quedé dormido… para despertar sobresaltado por los
disparos.
–¡Allá… allá están disparando…!
Desde el balcón se divisaban lejanos chispazos en la oscuridad, a una
distancia imprecisa, junto a un tableteo incesante de armas de fuego, coronado
por periódicas explosiones que iluminaban y hacían temblar el horizonte.
–Parece un ataque… por allí queda el cuartel del Batallón Escolta…
¡Entonces… lo del golpe era verdad!
Tratamos de encender la tele, pero todos los canales estaban fuera del
aire. En la radio, el recorrido del dial solo nos daba ruido de estáticas,
hasta que de pronto apareció una voz solitaria atendiendo llamadas telefónicas.
Era el locutor Juan Pastoriza en Radio Cáritas, emisora de la Iglesia Católica , la única que
estaba transmitiendo.
–¿Hola, si…? ¿Quién habla…?
–Me llamo Lucía. Estamos atrapados en una discoteca, en el centro. Se
cortó la luz. ¡No podemos salir, porque afuera está lleno de soldados que están
disparando! ¡Estamos muy asustados… por favor…! ¿Qué está pasando…?
–Parece que hay una sublevación militar contra el Gobierno. Estamos
tratando de confirmar la noticia. Por el momento es mejor que todos se queden
donde están, que nadie salga a las calles. ¡Es muy peligroso! ¡Sigan escuchando
la radio y les mantendremos informados!
Al poco rato, el primer móvil se conecta con la emisora. Desde el
corredor de la Catedral Metropolitana ,
Celso Velásquez describe desde las sombras una escena de combate que parecía de
película: el ataque de los soldados de la Armada contra el Cuartel de Policía. Entre la voz
entrecortada y agitada de Celso se escucha el golpe seco de los disparos, los
gritos, las explosiones. ¡Allí estaba un periodista haciendo su trabajo!
Lo envidié a Celso. Además de colegas éramos buenos amigos y habíamos
compartido juntos varias coberturas de actos de resistencia contra la dictadura
y conflictos agrarios en el interior, y ahora él estaba allí, como improvisado
corresponsal de guerra, narrando en vivo La Gran Noticia del
Siglo.
-Me voy a ayudarle a Celso… -le dije a Marta.
-¡Ni loco te dejo salir…! -me advirtió.
Llamé al diario. Nadie contestó.
Llamé a la casa del jefe de Redacción pero el teléfono daba un tono raro, como
desconectado. En esa época aún no se conocían los celulares.
Preparé mi cámara y mi grabadora, listo para salir, desafiando a la
mirada de fiera de mi esposa.
–Esperá que amanezca y me voy contigo -dijo Marta.
Fue entonces cuando se cortó súbitamente la energía eléctrica y todo se
volvió negro, muy negro. Abrí la puerta del exterior y alcancé a ver varias
sombras furtivas, amenazadoras, iluminadas a ratos por los fogonazos distantes.
Sentí miedo, mucho miedo. Volví a entrar y puse la tranca de la puerta.
–¿Qué…? ¿Cambiaste de idea? -requirió Marta, alumbrándome con una
linterna.
–Sí, mejor esperamos que amanezca primero.
Una larga noche.
Las llamas de las velas crepitaban quedamente, dibujando figuras negras
en la pared del departamento, mientras la historia se escribía con pólvora y
sangre a pocas cuadras de allí.
Los vecinos de al lado se nos habían unido en la vigilia, aportando
pilas para la radio, trayendo más preguntas que certezas. Radio Primero de
Marzo también había salido al éter y difundía la primera proclama en la
campechana voz del general Andrés Rodríguez: “Hemos salido de nuestros cuarteles…”.
Mientras Marta servía gaseosa a los vecinos, me aparté hacia un rincón
de la terraza desde donde los fogonazos se sentían casi como si fueran en la
otra cuadra. ¿Era verdad lo que estaba sucediendo o era solo el loco sueño de
una noche de verano?
Yo tenía entonces 27 años de mi edad, era joven e idealista. Estaba aún
felizmente casado. Además de trabajar como reportero de notas especiales en
Última Hora, me multiplicaba para militar en organizaciones sociales,
eclesiales, culturales y políticas: el Movimiento Universitario Católico, el
Sindicato de Periodistas del Paraguay, la Central Unitaria de
Trabajadores, el Movimiento Democrático Popular, el Equipo Nacional de Laicos…
y hasta encontraba momentos para compartir con mi familia y farrear con mis
amigos.
Con Marta llevábamos un año y medio de haber regresado al Paraguay,
luego de dos años de vivir en Lima, Perú, en donde ella formó parte del
secretariado latinoamericano del Movimiento Internacional de Estudiantes
Católicos, y yo me ocupé de tomar algunos cursos de periodismo en la Universidad de San
Marcos, de viajar mucho y conocer de
cerca algunas experiencias de la izquierda latinoamericana, con sus
contradictorios claroscuros.
Entre 1986 y 1987 vimos subir y caer al populista Alan García en la
presidencia del Perú, vibrar con la ascendente promesa electoral de la Izquierda Unida ,
sentir de cerca el horror del terrorismo guerrillero de Sendero Luminoso,
sufrir en carne propia la sensación de exilio de nuestra patria lejana y
oprimida por la más antigua dictadura del Cono Sur.
A principios de 1988, directivos de la Unión Católica Latinoamericana
de la Prensa
(UCLAP) me ofrecieron un tentador contrato de tres años para mudarme a dirigir
un programa de comunicación popular a distancia en Quito, Ecuador. Lo pensamos
mucho con mi esposa, pero ambos sentimos que necesitábamos regresar al Paraguay
a colaborar en la lucha contra la dictadura. Nos habíamos perdido estar de cerca
en las movilizaciones del 86, en el Clinicazo y las Asambleas por la Civilidad , y ya no
podíamos soportarlo.
Así que… volvimos. Marta entró a trabajar en la Pastoral Social y reanudó sus
estudios de derecho en la UNA. Yo me
integré otra vez a la Redacción
de Última Hora, además de aceptar la jefatura de la revista Acción y colaborar
con el semanario Sendero.
Se preparaba la visita del Papa Juan Pablo II al país y los directivos
del Equipo Nacional de Laicos me pidieron que les escriba el guión para el acto
con los Constructores de la Sociedad.
Trabajé sobre un texto de Eduardo Galeano que describe la fiesta del
Palo de Mayo en Nicaragua, un tronco seco al que la gente del pueblo va
vistiendo de colores mientras baila alrededor, hasta convertirlo en el árbol de
la vida.
El guión no le gustó para nada al dictador Alfredo Stroessner y una
semana antes de la visita del Papa decidió suspender el acto con los
constructores. Se armó un escándalo internacional y el Pontífice decidió que el
acto se haga igual, aún con la ausencia de la gente del Régimen. Ese día tuve
la clara sensación de que el todopoderoso tirano podía ser desafiado,
enfrentado… ¡y vencido! ¡Y yo había sido un activo aunque anónimo protagonista
de ese crucial momento histórico!
El querido y gran locutor Miguel Ángel Rodríguez me contó años después
que un furioso Stroessner preguntó a viva voz en Palacio a quién se le había
ocurrido la idea del árbol seco… pero nadie le supo decir.
Todo eso lo recordé en esa larga e interminable noche del 2 y la
madrugada del 3 de febrero, cuando me di cuenta que el nuevo día empezaba a
clarear, y entonces nos atrevimos a salir a la
calle.
Retrato de un nuevo amanecer.
Lo que sigue es parte de un artículo que escribí a la noche siguiente,
en la soledad de mi estudio hogareño, mientras el viento traía ecos festivos
desde algún barrio cercano:
Cae una lluvia mansa en la mañana de este nuevo
día, 3 de febrero de 1989. Una lluvia que arrastra el acre olor de la pólvora y parece con ganas
de purificar la tierra herida.
–Hemos salido de nuestros cuarteles...
La gente empieza a salir a la calle.
Al principio tímidamente, con pasos cautelosos,
como despertando de una larga pesadilla. Todavía sin poder creer lo que cuenta
la radio, en la propia voz del jefe de la sublevación militar, el general
Andrés Rodríguez:
–...les informo que el general Stroessner se ha
rendido.
Los tanques de guerra se pasean por la ciudad y los
soldados saludan con la V
de la victoria. Las paredes exhiben su mordedura de balas y la sangre todavía
riega algunas esquinas. Y sobre todo eso hay una nueva, indescriptible
sensación, que se respira junto al aire fresco.
Todo ha terminado.
Todo acaba de comenzar.
Entonces sí, el pueblo gana las calles.
Ya nadie puede detener ese aluvión humano que
desborda las plazas.
Ya nadie puede contener el canto que brota de la
garganta colectiva y va creciendo ciudad adentro, rompiendo el silencio de tres
décadas infames.
"¡Que lindo, lindo, lindo
que lindo, lindo es
estamos todos juntos
y Stroessner ya se fue!"
El texto, en una secuencia de cinco viñetas literarias, se publicó el
sábado siguiente en la contratapa del Correo Semanal de Última Hora, con el
título “Después de una larga pesadilla”. En 2007 lo incluí en mi libro de
relatos “El principito en la Plaza Uruguaya ”.
Solo le cambié el título: “La noche de la libertad”. Y lo dediqué a la memoria
de mi amigo Celso Velázquez, prematuramente fallecido.
Me acuerdo que escribí casi toda la noche y que el alba de ese 4 de
febrero de 1989 me encontró despierto, bebiendo una taza de café humeante,
mirando el mismo paisaje de la batalla de la noche anterior, pero ahora en
silencio e inundado de luz.
Se me ocurrió que no solamente yo había sido despertado a balazos, sino
que toda la sociedad paraguaya lo estaba haciendo, tras la prolongada siesta
dictatorial.
De aquel momento de meditación trascendental nació la última viñeta del
artículo, la que releo ahora, tantos años después, para encontrarme con la
sorpresa de que mis angustias shakesperianas, al igual que mi alegría y mi
esperanza de entonces, me parecen increíblemente actuales.
Lean lo que quedó de ese día después del mañana, en el papel:
Contemplando el amanecer desde mi ventana, siento
que me asaltan dudas, temores, preguntas...
¿Será en verdad un aire de libertad este aroma
nuevo que hiere mis entrañas?
Dicen que pronto habrá elecciones, democracia.
¿Y trabajo? ¿Habrá empleo para tantos jóvenes
desesperanzados, atrapados en la marginalidad de los suburbios?
¿Qué sucederá cuando retornen los miles de
compatriotas exiliados, no por motivos políticos sino por falta de
oportunidades?
¿Habrá tierra para los campesinos, hábitat para los
indígenas, futuro para los niños de la calle?
Dicen que un tiempo nuevo se inicia...
¿Quién derrocará al dictador que llevamos adentro?
¿Quién cerrará las heridas secretas que el sistema
nos deja dentro del alma?
¿Quién nos ayudará a quitarnos el miedo que se nos
ha metido entre los huesos?
¿Seremos capaces de reunir nuestros pedazos?
El Sol nace, bañando de claridad el horizonte.
El aire está limpio, transparente. El cielo
increíblemente azul.
Es un buen comienzo...
(Este artículo fue
escrito especialmente para ser publicado en el libro ¿Qué hacías aquella noche?, compilado por Alfredo Boccia Paz,
Editorial Servilibro, 2009. En la obra se incluyen relatos autobiográficos de
unos 30 protagonistas).
Importantes recuerdos Andres! soy una de las que no durmio, no solo esas noches, sino a partir de esas 2 noches cuando nos dimos cuenta que habia tanto por hacer, y ademas que podiamos hacer, desde el SEOC Sindicato de Empleados y Obreros del Comercio hemos colaborado en el crecimiento organizativo de los trabajadores, a partir de esas fechas, nuestras diferencias con los sectores vieron la luz del dia y podiamos exponerlas, a conocernos un poco mas, y en vez de haber aprovechado y seguir creciendo, nos dividimos mas y mas ,hasta el dia de hoy, muchos se emborracharon y no volvieron a la sobriedad, otros tantos bebimos un poco de la primavera democratica felizmente nos dimos cuenta que esa bebida nos dejaba una resaca, ..... en fin seguimos buscando lo mejor para todos y ojala nos encontremos por esos caminos
ResponderEliminarHola...
ResponderEliminarMuy buen artículo, sin embargo, a mi modesta opinión, NO llega al meollo de aquel proceso, que fue una ruptura con continuidad garantizada. ¿A la luz de la geostrategia política, que implicó este corte?
El pueblo debe debatir este proceso,ayudado por quienes poseen la facilidad de escribir,pero guiados por la ciencia social.
Saludos cooperativos!!!
José Yorg