La
masacre de Marina Cué, Curuguaty, fue el conflicto social agrario más grave
desde la caída de la dictadura, con un impacto traumático en la sociedad y
consecuencias nefastas en las relaciones internacionales, ya que desencadenó un
cuestionado juicio político parlamentario, la destitución del presidente
Fernando Lugo y la suspensión del Paraguay ante organismos como Mercosur y
Unasur. Por todo ello, tendría que haber sido el caso más investigado y mejor
esclarecido de nuestra historia reciente, pero no fue así.
Por el
contrario, el caso Marina Cué significó no solo una lamentable regresión en términos
de la institucionalidad democrática, sino también la reinstauración de un
pensamiento fuertemente conservador e intolerante hacia lo diferente,
ocasionando fracturas profundas en la vida nacional, en las relaciones
personales y familiares. Como en la peor época del stronismo, muchos paraguayos
y paraguayas volvimos a estar divididos, esta vez entre "golpistas" y
"soberanos", enfrentando nuestras miradas con recelo y agresión, atacándonos
a través de las redes sociales.
A un año
de la masacre que causó la muerte de seis policías y once campesinos, existen
distintas lecturas de lo que realmente ocurrió, según quien sea el que elabore
el relato y cuáles sean sus visiones ideológicas o sus particulares intereses.
La
Fiscalía y la Justicia, junto con las fuerzas de seguridad y los sectores de
propaganda del Gobierno que asumió tras la destitución de Lugo, han insistido
en llevar adelante una investigación visiblemente parcial y precaria, con una
historia oficial elaborada sobre la hipótesis de que los campesinos ocupantes
fueron los únicos culpables de la matanza, violando elementales derechos de los
detenidos y sus familiares.
Desde
el otro lado se insiste en que la masacre fue una perversa conspiración
prefabricada para tumbar a un mandatario con inclinaciones socialistas, aunque
las evidencias apunten a que fue más bien una utilización oportunista y maquiavélica
de graves errores y debilidades políticas.
A un año
de la masacre, el Estado se contradice a sí mismo. Mientras el Ministerio Público
formuló sus principales acusaciones sobre la premisa de que los campesinos eran
invasores de propiedad privada, el Indert (Instituto Nacional del Desarrollo
Rural y de la Tierra) confirma oficialmente que las tierras de Marina Cué son
de propiedad del Estado y no de la familia Riquelme. Es decir, el invadido era
el verdadero invasor. Y entonces, ¿cómo queda todo?
A un año
de la masacre, la desigual concentración de la tierra en el Paraguay no ha
variado casi nada. La pobreza campesina, tampoco. La reforma agraria y el
desarrollo rural siguen siendo solamente bellas promesas electorales
pendientes.
(Publicado en la columna "Al otro lado
del silencio", sección Opinión del diario Última Hora, edición del sábado 15
de junio de 2013).
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