Hay una
escena muy simbólica en la muy bella película Invictus, de Clint Eastwood, en
la que Nelson Mandela llega al Palacio de Gobierno para asumir su primer día
como presidente de Sudáfrica, cuando ve que los afrikáneres, los funcionarios
blancos del régimen del apartheid, al que había derrocado electoralmente, están
recogiendo sus cosas para marcharse con malhumor y resignación, ante la alegría
de los nuevos funcionarios negros que asumen con espíritu de revancha.
Entonces,
el presidente los llama a todos, a negros y a blancos, y les dice que él entenderá
a quienes quieran marcharse, pero que no están obligados a hacerlo. Por el
contrario, "quienes quieran quedarse a trabajar por Sudáfrica, serán
bienvenidos".
Mandela
se enfrenta entonces a la protesta de su jefe de seguridad, quien le reclama
por obligarlo a trabajar con los mismos policías blancos represores que lo habían
perseguido por ser negro.
"Se
merecen una nueva oportunidad", le dice Mandela, "si la reconciliación
no empieza en el interior de nuestros propios corazones, nunca podremos reconciliarnos".
Hay, en
este gesto, una lección profunda, que reivindica al luchador que sabe
convertirse en estadista.
Los
luchadores son valiosos, sobre todo, en momentos difíciles de la historia, como
lo fueron los duros años de la dictadura en Paraguay, o como lo siguen siendo
las condiciones de injusticia social en que se siguen debatiendo grandes
sectores de nuestra población.
Es
importante que surjan líderes combativos, personas que son faros de luz en la
oscuridad, los que no se rinden, los que no agachan la cabeza, los que son
capaces de resistir y mostrar el camino a seguir.
Pero
hay un momento en que esa heroica actitud no resulta suficiente. Hay un momento
en que el luchador debe evolucionar hacia el estadista, y asumir nuevas etapas
de construcción política, capaz de sintonizar con las mejores aspiraciones de
las mayorías y de las minorías de un país.
El
mejor legado de Nelson Rolihlahla Mandela, el gran líder sudafricano que en
estos días está librando su batalla final contra la muerte, ha sido eso:
reivindicarnos con la política en su verdadera concepción aristotélica, de búsqueda
del bien común.
No lo
idealizo a Mandela, ni lo creo héroe o santo. Rescato lo que fue y lo que hizo.
Haber sido víctima de uno de los peores sistemas de opresión e injusticia, como
el apartheid sudafricano; haber ejercido la violencia revolucionaria como forma
de lucha; haber estado 27 años en prisión, condenado a cadena perpetua... y,
sin embargo, salir de la cárcel con el alma limpia y sin rencores, capaz no
solo de perdonar a sus enemigos, sino de convocarlos desde una práctica
coherente de ética personal a una reconciliación constructiva, en un proyecto
unificador de Patria y de sociedad, sintonizando con la realidad cotidiana de
las mayorías... es lo que se llama ser humilde en la grandeza y grande en la
humildad.
No
puede morir alguien como Nelson Mandela.
Estos días
de hospital solo marcan el principio de un viaje hacia una página más brillante
de la Historia.
(Publicado en la columna "Al otro lado
del silencio", sección Opinión del diario Última Hora, edición del sábado 29
de junio de 2013).
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