(Una aproximación desde el periodismo
narrativo al fenómeno religioso, cultural y folklórico de la peregrinación a
Caacupé. Publicado originalmente en El Correo Semanal de Última Hora, en
diciembre de 1990).
Por Andrés Colmán Gutiérrez
La
carreta fue despertada de su antiguo sueño, al fondo de la chacra. Los dos
viejos bueyes quedaron liberados de la cimbra del arado, para unirse a la
alucinada expedición. Con entusiasmo febril, las mujeres y los niños se
ocuparon de acondicionar el brasero, las bolsas de mandioca y de frutas, los
bidones de agua y las provistas, junto a los colchones, las mantas y los
enseres de cocina, debajo del toldo de vacapi.
Erguido
sobre el pescante, blandiendo la larga picana de takuara, Cándido Zárate
conduce la marcha. Sentados en el piso de madera, entre cajas y bolsas, viajan
su mujer y sus hijos. La abuela Regina va en el medio, con sus manos rugosas
desgranando las cuentas de su rosario, en un largo trance místico.
Atrás
queda el rancho, dormido en la siesta calcinante. Durante todos estos días no
habrá más hogar que este crujiente vehículo de madera mohosa, avanzando a los
tumbos por los rojos caminos polvorientos y los costados del vertiginoso
asfalto negro, cual embarcación terrestre que navega desde otro tiempo, empujado
por los gritos del carretero.
Es
diciembre, tiempo de lluvias repentinas, de calor húmedo y cantos de cigarras.
Desde la soledad de las campiñas, desde la agonía de los pueblos olvidados, una
espectral procesión se pone en marcha.
El
Paraguay peregrina a Caacupé.
***
-plaf… plaf… plaf…
Nada
los detiene.
Ni el
tórrido Sol que agrieta las piedras, ni la intempestiva lluvia de verano, ni
siquiera la sed o el cansancio.
Las
caravanas de peregrinos trepan la cuesta empinada del cerro como empujadas por
un viento sobrenatural.
Desde
lo alto, las cámaras de la televisión muestran a los promeseros como
incansables hormiguitas humanas que avanzan por la sinuosa carretera. En sucesivas
secuencias panorámicas van desfilando las caras, los gestos, las expresiones. Y
dicen mucho esos rostros sudorosos y extasiados, esas sonrisas apretadas entre
los dientes, esos labios que musitan plegarias o cantan monótonas letanías.
Pero
más, mucho más, dicen los pies…
Aquí, a
ras del suelo, en ángulos que casi nunca son enfocados por las cámaras, está el
verdadero secreto de este pueblo peregrino.
Estos
pies son los principales protagonistas de esta marcha alucinante.
En
estos pies, descalzos o revestidos de cueros humildes, surcados de llagas y
escoriaciones, está dibujada la geografía del alma popular.
Estos
pies hablan de dolores profundos y de tercas esperanzas, de distancias sin
límite y de soledades sin tiempo.
Estos
pies hablan de una fe ancestral que está más allá de todas las fronteras.
-plaf… plaf… plaf…
-retumban sordamente las pisadas.
Estos
pies que marchan a Caacupé van dejando sobre el asfalto una huella invisible e
imborrable.
***
Sentada
sobre una piedra, a orillas de la ruta, la Virgencita saborea un helado de
piña.
Ella
tiene apenas tres años de edad. Cansada y risueña, ha llegado caminando con sus
padres desde el desvío a Piribebuy. Ahora, bajo la fresca sombra de un árbol de
timbó, juega con su corona de cartón dorado, mientras una helada mancha
amarilla va tiñendo su túnica de algodón.
Como
una encarnación de la esperanza, la imagen de María de Caacupé se reproduce y
se multiplica en estas niñas vestidas de blanco y azul.
En
desesperada invocación divina, el pueblo trata de proteger a sus hijas con las
ropas del milagro, más allá de las miserias y de los males que cargan sobre sus
espaldas.
***
A su
paso se levantan nubes de mosquitos y de habladurías, pero el nada escucha,
nada siente, nada percibe.
Solo
existe la pesada cruz de urunde’y que
arrastra sobre sus hombros, como en un sueño mágico, y el camino abierto hacia
la cumbre, allá a lo lejos, desde donde el santuario lo llama con destellos
metálicos bajo el ardiente Sol.
Fantasmagórico
Cristo de tierra, el Hombre de la Cruz continúa absorto en su calvario,
arrastrando el tosco madero, como si hubiera cargado sobre sus espaldas todos
los pecados del mundo.
***
Lleva
siete ladrillos, número bíblico, en cada mano.
La
mujer, de facciones campesinas, se arrastra sobre sus rodillas en medio de la
multitud, que le abre paso con exclamaciones de asombro.
La piel
escoriada va dejando pequeñas huellas de color carmín sobre la explanada del
templo.
Extrañamente,
su rostro no refleja dolor, sino alegría.
El
dolor era antes, explica ella, cuando la enfermedad la mantenía postrada todo
el día en la cama, sin poder moverse. Hasta que la Virgencita hizo el milagro…
***
No son las supuestas curaciones mágicas, ni
las dádivas sobrenaturales, las que mejor testimonian la leyenda de los milagros de la virgen de Caacupé.
No; el verdadero milagro se produce cuando se borran todo el dolor y el cansancio de estos rostros curtidos.
Cuando toda la angustia, la soledad, la miseria y la humillación cotidiana quedan depositadas allí, al pie de la imagen venerada.
Cuando, en este país de históricos desencuentros y profundas divisiones, se registra este multitudinario encuentro popular, aunque haya quienes les den nombres distintos que la fe y la esperanza.
No; el verdadero milagro se produce cuando se borran todo el dolor y el cansancio de estos rostros curtidos.
Cuando toda la angustia, la soledad, la miseria y la humillación cotidiana quedan depositadas allí, al pie de la imagen venerada.
Cuando, en este país de históricos desencuentros y profundas divisiones, se registra este multitudinario encuentro popular, aunque haya quienes les den nombres distintos que la fe y la esperanza.
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