martes, 22 de octubre de 2019

El incómodo viaje de Joselo


Pasó por los controles de la terminal área de Guarulhos, São Paulo, Brasil, con anónima celeridad. Su elegancia milenial de traje oscuro a medida y camisa de marca sin corbata lo convertía en uno más entre la muchedumbre que transita por esa globalizada arca de Noé del siglo veintiuno, hasta que pasó la puerta de embarque para el vuelo Latam LA1300, que partía a las 22.42 con destino a Asunción, Paraguay. Era la noche del miércoles 16 de octubre.
Respondió con una sonrisa a la bienvenida de la azafata, buscó su asiento en las primeras filas, acomodó la elegante mochila en el compartimiento. Fue entonces cuando un par de voces femeninas sonaron con estridencia desde los asientos de atrás:
—¡Vendepatria...!
—¡Traidor...!
—¡Ladrón...!
El abogado José Rodríguez González, popularmente conocido como Joselo, puso cara de piedra e intentó disimular que los gritos y los insultos eran para él, pero el coro de voces se hacía cada vez más grande. Otros pasajeros se sumaban a los exabruptos de las dos mujeres.
—¡Bandido...!
—¡Ase-sorete...!
—¡No te queremos...!
—¡Que se baje del avión...!
Se cubrió la cabeza con el portafolios, pidió permiso a dos pasajeros que estaban en su misma fila y se sentó casi hundido en el banco junto a la ventanilla. Si hubiera tenido a mano la puerta de emergencia y la pudiese abrir, probablemente, hubiera saltado por allí, pero ya las puertas estaban cerradas, el interior se había presurizado y la aeronave empezaba a corretear... pero los gritos no cesaban.
Martín Fernández, un conocido periodista deportivo brasileño de la Rede Globo, viajaba en el mismo vuelo para cubrir la reunión del Consejo de la Conmebol en Asunción, que debía decidir las próximas sedes de los campeonatos de fútbol Libertadores y Sudamericana 2020, y le llamó la atención ese singular escrache en pleno vuelo de 150 pasajeros. Hizo indagaciones y empezó a reportar a través de su cuenta de Twitter @mart_fern: “Traidor fue la cosa más leve que los pasajeros paraguayos le gritaron”.
Martín compartió un informe del diario O Estado de São Paulo, con el apunte: “Este es Joselo Rodríguez”. El largo artículo dice en su primer párrafo, en portugués: “El ex asesor de la Vicepresidencia del Paraguay José Joselo Rodríguez, apuntado como lobista en la tentativa de venta de energía de la usina de Itaipú para la empresa brasileña Leros, dijo que el empresario Alexandre Giordano hablaba en las negociaciones en nombre del Gobierno brasileño” y agregaba más adelante que la empresa Leros, según Giordano, estaba estrechamente vinculada a la familia del presidente Jair Bolsonaro.
A más de 10.000 pies de altura, los insultos desde los asientos de atrás contra Joselo habían cesado, pero el abogado podía escuchar cómo los demás pasajeros, que en principio desconocían el tema, preguntaban con interés quién era él y de qué se trataba el caso tan cuestionado. Cuando un turista brasileño se enteró con detalles cómo el joven abogado milenial estuvo envuelto en un presunto negociado contra los intereses del país, con la evidente complicidad del propio vicepresidente de la República, Hugo Velázquez, y al menos el conocimiento o posterior aval del presidente Mario Abdo Benítez, el turista le preguntó en portugués a su vecino de asiento, un empresario paraguayo:
—¿Y por qué Joselo está viajando tranquilamente y no se encuentra preso con los demás responsables?
El empresario paraguayo se encogió de hombros y bajó la mirada.
El vuelo Latam LA1300 aterrizó en el aeropuerto Silvio Pettirossi a las 00.43 del jueves 17. Con ventajas de viajar en primera fila, Joselo bajó apurado, antes de que sus escrachadores lo puedan alcanzar y se perdió en la noche. Los videos del acto de justicia moral ya empezaban a circular por las redes en internet.
Al menos eso.


martes, 8 de octubre de 2019

La máquina de escribir que dejó Augusto Roa Bastos



Muy cerca de donde ahora escribo en una funcional notebook, Augusto Roa Bastos escribía hace casi 70 años en una metálica y ruidosa Remington, en el segundo piso de la casona de Benjamín Constant casi 15 de Agosto, cuando un obrero subió a avisar que unos matones estaban destruyendo la imprenta en el taller de abajo, a golpes de hacha y martillo.
Era una tarde gris de marzo de 1947. La guerra civil estaba en ebullición y Roa no era todavía el celebrado novelista, apenas el joven secretario de Redacción de El País, el diario dirigido por Policarpo Artaza, pero sus columnas satíricas, firmadas como El viejito del acordeón, ya provocaban enojos entre los dueños del poder, sobre todo en J. Natalicio González, entonces ministro del dictador Higinio Morínigo, quien envió a una horda del Guión Rojo –grupo paramilitar del Partido Colorado– a destrozar el diario y a traer maniatado al irreverente escriba ante su presencia.
Los periodistas huyeron corriendo encima de los techos de las casas vecinas. Cuando llegaron a buscar a Roa Bastos a su casa de Villa Morra, él tuvo que ocultarse dentro de un tanque de agua, para luego buscar asilo en la Embajada brasileña, iniciando el largo exilio que lo llevó primero a la Argentina, donde empezaría a convertirse en nuestro escritor más universal.
Hay quienes aseguran que la antigua máquina de escribir que dejó en aquella Redacción asaltada por los Guión Rojo, es la que hoy se exhibe en la recepción de Última Hora como una pieza de museo. No creo que sea exactamente la misma, aunque sí es de la época, pero es reconfortante creer en ese símbolo.
En esta antigua casa editorial, que aún conserva el histórico nombre de aquel combativo diario El País, se han editado muchos diarios y semanarios. No hay otro edificio que guarde tanta historia periodística –que en gran parte aún falta rescatar y contar mejor– desde que se imprimió por primera vez el vespertino La Tarde, dirigido por Ernesto J. Montero, el 9 de marzo de 1903. Le siguieron El Tiempo, El Orden, El Estudiante, La Lucha, La Mañana, otra vez La Tarde y varios más, hasta que el 8 de octubre de 1973 apareció por primera vez Última Hora, impreso con las mismas máquinas de la época de Gutenberg, bajo la dirección de Isaac Kostianovsky, el recordado Kostia.
Esa gloriosa época de diarios casi artesanales quedó atrás. Ahora ya no hay matones destrozando imprentas, ni periodistas obligados a huir sobre los techos ante paramilitares enviados por algún gobierno, pero sí hay sicarios narcos que disparan ráfagas de muerte o arrojan granadas sobre los informadores, así como policías y políticos cómplices, fiscales y jueces corruptos que traban cualquier acción de justicia.
Última Hora celebra hoy 46 años de vida. En lo personal y profesional, he compartido 40 años de esa historia y me gusta creer que la misma máquina de escribir que dejó Roa Bastos nos recibe a todos quienes cotidianamente ingresamos a esta remozada casa periodística, como un desafío para que la sigamos haciendo funcionar con la misma actitud de valentía, claridad y dignidad de aquellos duros años de trinchera.

Andrés Colmán Gutiérrez