viernes, 31 de agosto de 2012

Cantos de guerra y de paz en el mundo Aché

Tienen la sonrisa fácil y el abrazo generoso. Entre los pueblos originarios del Paraguay, los Aché son los más afectivos y hospitalarios, capaces de brindarse por entero al javêwaty, el leal amigo que logra ganar su corazón.
Pero la primitiva ternura que dulcifica sus rostros, puede borrarse de un plumazo cuando les golpea la injusticia. Es cuando se enciende el llamado de la selva y al resplandor de las fogatas suenan los arcos rapâ y las flautas takua-mimby, mientras retumba el pre’e, el gutural canto aché. Los rostros se pintan con oscuros tonos de guerra, se tensan los arcos gigantes y las temibles flechas con puntas dentadas e impregnadas de veneno esperan el momento de ser disparadas.
Todavía siento en el cuerpo la calidez del abrazo con que me recibieron el anciano Kuatégui y la madre Karênpakapukúgi, hace ya algunos años, en la comunidad aché de Puerto Barra Tapýi.
Nunca antes nos habíamos visto, pero fue suficiente que el joven José Anegi les diga que yo era un buen amigo, para que ambos ancianos salgan a mi encuentro, y con una mezcla de risas y sollozos me estrechen entre sus brazos.
Era como sentir el abrazo de la madre tierra, y a la vez la trágica y heroica historia de un pueblo perseguido. José había contando que los dos ancianos vivieron más de la mitad de su vida en el monte, y hasta los 70 eran cazados como animales por capataces y obrajeros, con la cabeza a precio.
Los blancos los llamaban despectivamente guayakí, que significa “rata del monte”, pero ellos se llaman a sí mismos aché, “persona verdadera”. Y supieron abrazar la modernidad sin traicionar su esencia, sin perder la sonoridad de su lengua ni la riqueza de su cultura originaria. Y las canciones junto a las fogatas, desde entonces, eran de paz y risas de niños.
En estos días, los Aché de Kuetuwy, Canindeyú, tuvieron que entonar de nuevo sus cantos de guerra, ante la amenaza de un grupo de campesinos carperos que invadieron sus tierras ancestrales, cuya propiedad jurídica habían conquistado tras largos años de lucha.
Soportaron el racismo de los líderes campesinos (“tenemos más derechos que los indios, porque nosotros sí somos paraguayos”, dijo el dirigente carpero Gustavo Aquino), y lo hicieron con la entereza de quienes se sienten con derecho y dignidad.
Una prudente pero firme postura del Ministerio del Interior a favor de los Aché, ha ayudado a instalar una tregua en el conflicto. En la medida en que no se pierdan de vista las cuestiones de fondo en esta pelea de pobres contra pobres, se logrará que el canto de los Aché siga siendo de paz, y de esperanza productiva.

(Publicado en la columna "Al otro lado del silencio", diario Última Hora, edición sábado 1 de setiembre de 2012).

sábado, 25 de agosto de 2012

El regreso del oscurantismo militar



Las patrullas militares brotaban súbitamente en cualquier esquina o recodo de caminos. Soldados vestidos como Rambo subían a los ómnibus o detenían a los transeúntes, encañonando a sus propios compatriotas como si fueran enemigos de un país ocupado. La orden sonaba seca, temible: "¡Libreta de baja...!".
Quienes tenemos más que dos décadas de edad, no lo olvidamos. No portar la famosa "baja" o boleta de enrolamiento significaba ser desertor, renegado, delincuente, antipatriota. Los camiones verdes recorrían los polvorientos caminos, a la cacería de humildes jóvenes campesinos, muchos de ellos menores a los 18 años establecidos para el Servicio Militar Obligatorio (SMO). Era doloroso ver esos rostros oscuros, y llenos de pavor, marchando arreados como reses de ganado hacia los lejanos fortines del Chaco o las fronteras.
Tener la "baja" no implicaba necesariamente haber pisado los cuarteles. El 15 de enero de 1996, publiqué en Última Hora un reportaje investigativo en el que demostramos cómo el joven Mario Franco Olivetti pudo comprar tranquilamente una libreta de baja del copetín Jim West, al lado del entonces local de la Dirección del Servicio de Reclutamiento y Movilización de las Fuerzas Armadas (Disermov), sobre la avenida Eusebio Ayala.
A Mario le bastó llegar, hablar con el dueño del bar, entregarle 300.000 guaraníes y dos meses después ya retiró su flamante "baja", en donde consta que hizo dos años de servicio militar. Era una cadena de corrupción que llegaba hasta los más altos mandos del ejército paraguayo.
Las valientes denuncias de organizaciones como la Asociación de Familiares de Víctimas del Servicio Militar (Afavisem), el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC) y el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), demostraron que desde la caída de la dictadura, en 1989, un total de 113 jóvenes fueron muertos en los cuarteles, sometidos a castigos inhumanos. Por varios de estos casos, el Estado paraguayo acabó denunciado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, siendo obligado a pedir públicamente perdón a los familiares de las víctimas, y a resarcirlas.
Desde entonces, a pesar de la continuidad de la vigencia de la Ley 569/75 del SMO, ni los más represivos gobiernos colorados volvieron a exigir la tristemente célebre "libreta de baja". Sorprende que ahora, bajo un breve y eventual gobierno liberal, que pregona ser presuntamente más respetuoso de los derechos humanos, las Fuerzas Armadas hayan distribuido una circular, en la que exigen a todas las empresas del país que a su vez exijan a sus empleados la libreta de enrolamiento -o la constancia de objeción de conciencia- para poder trabajar, en contradicción de la misma Constitución y del Código Laboral.
Es un regreso del peor oscurantismo militar, cuando lo que habría que hacer es abolir de una vez el SMO y pensar seriamente en unas FF. AA. modernas y profesionales.

(Publicado en la columna semanal "Al otro lado del silencio", en Última Hora, sábado 25 de agosto de 2012).


viernes, 24 de agosto de 2012

Así se compra una libreta de baja

Rescatando un clásico reportaje de investigación periodística

En estos días en que el candidato presidencial colorado Mario Abdo Benítez anuncia su intención de imponer de nuevo el Servicio Militar Obligatorio (SMO) es oportuno rescatar un reportaje de investigación periodística que hicimos y publicamos en Última Hora, en enero de 1996, ilustrando lo fácil que resultaba comprar la famosa “baja”, merced a la gran red de corrupción en la institución militar. He aquí el reportaje:

La portada del diario Última Hora, el lunes 15 de enero de 1996


Por Andrés Colmán Gutiérrez y Mario Franco Olivetti
(con la colaboración de Bernardo Agustti y Arnaldo Alegre)
Fotos: Lucas Chávez y Mario Valdez

Comprar una libreta de baja para evadir el Servicio Militar Obligatorio es relativamente fácil. A través de una paciente investigación, con el apoyo de integrantes del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), periodistas de Última Hora pudieron adquirir un carné del SMO por 300 mil guaraníes en el copetín Jim West, ubicado a media cuadra de la Disermov, desnudando una oscura red de tráfico y corrupción en sectores de las Fuerzas Armadas.
Todo empezó con el dato que proveyó un informante al Área de Investigación y Reportajes de ÚH. Según la fuente, en un pequeño copetín ubicado sobre la avenida Eusebio Ayala casi Choferes del Chaco, a media cuadra de la Dirección de Reclutamiento y Movilización de las Fuerzas Armadas (Disermov), es posible “comprar la libreta de baja, para no tener que hacer el Servicio Militar Obligatorio”.
La estrategia del trabajo de investigación periodística empezó a trazarse. Un colaborador de nuestras páginas, Mario Franco Olivetti, joven videasta y a la vez militante del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), aceptó ser la “carnada” para el operativo.
Mario iba a presentarse como un chico procedente del interior del país, quien no deseaba ir al cuartel para no perder sus estudios y su trabajo, e iba a procurar comprar el carné del SMO.

PRIMER CONTACTO. El miércoles 1 de noviembre de 1995, a las 8.30, Mario se acercó a local del copetín. Llevaba una pequeña grabadora oculta entre las ropas. Un periodista de ÚH estaba mimetizado entre la clientela, para testimoniar el primer encuentro. Frente al local, desde un automóvil estratégicamente ubicado en la otra acera, un fotógrafo de nuestro diario registraba la escena con lentes teleobjetivas.
El copetín Jim West es un local no muy grande, típico salón con puertas a la calle, cocina al fondo, unas cuantas mesas en el centro, mostrador a un costado con un visor de milanesas y empanadas, estanterías llenas de botellas junto a la pared. En la entrada hay varios hombres tomando tereré. Luego nos enteraríamos de que todos ellos son gestores para la compra de libretas de baja.
Mario llegó con su mochila y su pinta de estudiante rockero. Pidió una gaseosa. Preguntó por el dueño del local. Una chica que atendía el bar le mostró a un hombre de estatura mediana, de gruesos anteojos, parado detrás del mostrador.
El joven se le acercó y tuvo lugar el siguiente diálogo, más o menos textual:
–Disculpe, me llamo Mario. Soy estudiante, de la campaña, de Caaguazú. Un amigo me dijo que a lo mejor usted puede ayudarme. Lo que pasa es que no me quiero ir al cuartel, porque no quiero perder ni mi trabajo, ni mi estudio. Quiero ver si hay alguna manera de conseguir la baja…
El hombre lo miró con una sonrisa amable. Tenía el aspecto de un tipo bonachón…
–No te vayas a preocupar, socio. Te vamos a ayudar. Tenés que traerme tu partida de nacimiento y dos fotos tipo carné. Me tenés que dejar la plata, 250 mil guaraníes. Con eso vamos a empezar los trámites. Dentro de una semana, yo te voy a dar la constancia, y para fines de diciembre por ahí ya vas a tener tu baja.
Mario le dijo que solo tenía 200 mil guaraníes, pero que le iba a pedir más plata a su tío, y en una semana podría entregar el resto. El hombre aceptó. Le pidió al joven que anote sus datos en un grueso cuaderno, que contenía los datos de muchos otros solicitantes.
En ese momento llegó uno de los gestores, trayendo un pequeño paquete en la mano. Eran varios carnés del SMO, de color amarillo. El dueño del copetín le mostró uno de ellos. “Mirá, es un carné como este el que te voy a entregar”, comentó.
Después agregó: “Cualquier cosa, llamame a este número”.
Tomó un pedazo de papel y escribió con un bolígrafo su apellido y el número telefónico: “553929, Galarza”.
El joven agradeció, le estrechó la mano y se retiró de lugar.

El reportaje despegado en las primeras páginas del diario.
MÁS PLATA. El martes 14 de noviembre, alrededor de las 10.00, Mario regresó al copetín. Galarza lo recibió con una sonrisa.
El joven le entregó los 50 mil guaraníes faltantes y las fotos. A cambio reclamó la contraseña. El dueño del local le dijo que los trámites se habían atrasado un poco. “Dame más tiempo, che ra’a. Vení la otra semana”, señaló.
A la siguiente semana, la misma historia. La tal constancia todavía no estaba lista. El hombre le pidió al joven que volviera después de algunos días, y le dijo en tono preocupado: “Parece que voy a necesitar un poco más de plata. La próxima vez te voy a avisar”.
Mario le dijo que, si la cantidad no resultaba excesiva, podía pedirle a su tío, pero que necesitaba la baja. “No te vayas a preocupar, yo te voy a conseguir, seguro”, le tranquilizó el hombre.
Durante estas dos visitas, pudimos apreciar mejor el fluido movimiento que existe en el local. En un momento, otros dos jóvenes llegaron a retirar sus libretas de baja. Algunos clientes conversaban con el dueño del local, otros venían a buscar a los demás gestores que estaban tomando tereré en la entrada. Varias personas iban y venían desde el copetín hasta el local de la Disermov, llevando sobres y carpetas. Algunos oficiales uniformados acudían a desayunar o a almorzar en el bar, y saludaban a Galarza con gran familiaridad.
Obviamente, el copetín Jim West era el punto de contacto, una especie de “oficina disfrazada” de los gestores y traficantes de libretas de bajas.
Durante el mes de diciembre, Mario regresó en dos ocasiones pero no pudo encontrar a Galarza y la chica que atendía el local nada sabía del asunto.
Preferimos esperar que pasaran las fiestas de fin de año. El miércoles 3 de enero de 1996, el joven regresó. Esta vez, Galarza le entregó la famosa “constancia”, que realidad es una boleta de inspección médica, con el logo de Disermov y el número de serie 007288.
Según este documento, firmado por Máximo Arguello B., presidente de la Comisión de Exámen de Conscriptos, el ciudadano Mario Patricio Franco Olivetti “fue inspeccionado por la Comisión Examinadora de Conscriptos Nº 1, y anotado en el libro respectivo bajo el Nº 7600.7288, resultando exonerado temporal, Artículo 63”.
Demás está aclarar que los miembros de la tal comisión nunca inspeccionaron a Mario, ni en sueños…


POR FIN… LA BAJA. El jueves 11 de enero, alrededor de las 10.00, nuestro compañero regresó al copetín Jim West con la constancia, teóricamente para retirar ya su carné del SMO.
Previamente habíamos sacado copias del documento, debidamente autentificadas por la notaria y escribana pública Mercedes de Orrego.
Había cierta tensión en los miembros del equipo periodístico. En el encuentro anterior habíamos visto a Galarza salir a observar al joven cuando se marchaba, como si sospechara algo. El propio Mario pensaba que el hombre había olido algo raro, y temíamos que no nos entregue el documento final.
Sin embargo, nuevamente Galarza lo recibió con una sonrisa y le entregó enseguida el carné, diciéndole en son de broma: “Te salvé, cuate. Me debés una botella de wisky”.
Desde la acera de enfrente vimos a Mario abandonar en seguida el local, con el carné en la mano, con un gesto de triunfo. Como muchos otros jóvenes paraguayos, en menos de tres meses y por solo 300 mil guaraníes, se había salvado de ir al cuartel, gracia a la red de corrupción montada en la Disermov y en las Fuerzas Armadas.


(El mismo día de la publicación de este reportaje en Última Hora, 15 de enero de 1996, el juez Gustavo Ocampos González, en base a una denuncia presentada por el Movimiento de Objeción de Conciencia, allanó el Copetin “Jim West” y detuvo a su propietario, Bernardo Galarza. En el local se encontró una gran cantidad de carnes del SMO, listos para la entrega. El proceso sin embargo no avanzó en la individualización de los altos jefes militares implicados, por más que sus firmas estaban en los documentos. Finalmente, el dueño del copetín fue el único arrestado, y el caso terminó en el opa rei).

martes, 21 de agosto de 2012

Ñangapiry news

(Un clásico relato sobre la odisea de viajar en ómnibus en Asunción).


Mirna Pereira, vestida apenas con unas gotas de Guerlain, desaparece bruscamente a las siete y cinco de la mañana.
Estábamos en lo mejor, ella y yo, cuando el bip frenético del despertador de cuarzo decide iniciar su fastidiosa función de aguafiestas. Extiendo la mano para callarlo y solo consigo tumbar la botella de vodka sobre las baldosas, con un estruendo infernal que me clava mil alfileres en el cerebro. El Sol se mete en forma cruel por la ventana, revelando al mundo que mi departamento de soltero no tiene nada que envidiar a las Ruinas de Humaitá.
Una cucaracha me saluda desde adentro de la zapatilla. Es lo último que hace en la vida. Después viene la caricia del agua fría, la toalla, el peine, el cepillo de dientes, el frasco entero de aspirinas, la misión imposible de reconstruir este rostro devastado por la resaca. Juro solemnemente no beber nunca más. Bueno... al menos no tanto como anoche. Ahora la ropa, la cámara fotográfica, la calle, el Sol insoportable, la impaciente espera del condenado ómnibus que nunca aparece.
Cuando por fin el maldito se decide a aparecer, más cargado que bolsillo de aduanero, descubro que aquel principio de física que me enseñaron en el colegio, ese que decía que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar en el espacio, no pasaba de ser una tremenda bola. De lo contrario no estaría ya adentro del vehículo, pasándole mis últimos diez mil guaraníes al chofer, escuchando lo mismo de siempre: Pasá nomás hacia el fondo, después te doy tu vuelto, che ra’a, ahora no tengo cambio.
Y aquí, ¿nadie se enteró de que ya inventaron el desodorante? Esta gorda, ¿qué se cree...que soy de esponja? ¡Ay, mi pie! ¿Qué dice el chofer...? ¿Qué hay más lugar hacia atrás? ¡En tu cerebro lo que hay lugar, nde tavyrón! Y este maldito dolor de cabeza que no se me pasa. ¡Cuidado, señora, me está aplastando la cámara fotográfica! Sí, soy reportero de la revista Ñangapiry News. ¿Qué...? ¿Tomar una foto de lo excesivamente lleno que va el micro? No creo que se pueda. No hay lugar. A ver... ¡Ups! ¡Cuidado...! Perdón, señorita, es que estaba intentando tomar una foto y no me pude sostener. Me caí en su regazo sin querer. ¿Mba’e...? ¡Sátiro será tu abuelo!
Este tipo está rematadamente loco. Aquí ya no cabe un alfiler y sigue alzando gente. A ver si puedo fotografiar a esos tipos colgados de la estribera. Eso es. ¡Click! Nde, cuate, enohemi nde po. ¡Click! A ver si puedo captar la parte del chofer, a lo mejor se nota la marca del velocímetro. ¡Click! Es notable como a través del lente todo se ve distinto. ¡Click! Esa camioneta que nos pasa rozando, por ejemplo. ¡Click! Ese panchero al que casi atropellamos. ¡Click! La manera en que subimos sobre la vereda. ¡Click! Esa columna que avanza hacia nosotros. ¡Click! Este... que... pero... ¡Click! Parece que... ¡no! ¡Click! ¡chocamoooos...! ¡Click! ¡CRASH...!

* * *

El griterío infernal de Fulgencio Mendieta, director de la revista Ñangapiry News, me despertó, tendido en la cama de algún hospital.
–¡Fantástico, Rafa, fantástico....! ¡Sos el primer periodista que consigue fotografiar todo el proceso de la loca odisea de un micro suicida que en carrera desenfrenada crea una verdadera conmoción por las calles de la ciudad, hasta las escenas más dramáticas de la colisión final... trágica, real, increíble! ¡Y todavía sobreviviste para contarlo! ¡Esto es genial...! ¡Será un impacto periodístico, un golpe demoledor para la competencia! ¡Es nuestra consagración, Rafa querido, nuestra consagración...!
Mendieta hubiera seguido gritando hasta el día del Juicio Final, si no fuera por los dos fornidos enfermeros que se lo llevaron a rastras porque estaba despertando a todo el pabellón.
Me quedé solo, contemplando el jarrón de flores que alguien había dejado sobre la mesita. La tarjeta la firma una tal Alicia, de la que no me acuerdo. ¿No era la rubia esa de la heladería? ¡Uy, siento un estirón en la rodilla...! Por suerte, parece que no tengo fracturas graves.
Ya sabía que este iba a ser un día infernal, desde que encontré la cucaracha dentro de mi zapatilla. ¿Por cuánto tiempo más querrán dejarme aquí estos médicos de morondanga? Están locos si piensan que me voy a quedar postrado cuando tengo que ir a escribir la nota del año. ¡Periodista...! Pensar que si le hubiera hecho caso a la tonta de mi tía, a esta altura estaría rayando planillas en un escritorio con telarañas. ¡Quería que trabajara en un banco, la vieja loca! ¡Uy, la rodilla...! Por lo menos pasó algo bueno: ya no me duele la cabeza. Pero tengo una sed de los mil demonios. ¿No habrá una miserable cervecita en este hospital?


(Relato incluido en el libro El Principito en la Plaza Uruguaya de Andrés Colmán Gutiérrez, Editorial Servilibro, Asunción 2007)

martes, 14 de agosto de 2012

Día de la Bandera


Hay quienes dicen que ese trozo de tela de tres colores que ondea al viento representa a la Patria misma, y hay quienes con sonoros discursos nos invitan a que vayamos a morir por ella. ¿No será que lo que quieren es que vayamos a morir por sus intereses creados, disfrazados de Patria o de bandera? 

(“Perdonen que no me aliste/ bajo ninguna bandera/ vale más cualquier quimera/ que un trozo de tela triste…” canta Jorge Drexler).

No me conmueven los pabellones refulgentes que ondean frente a los bélicos ejércitos, ni frente a los grises ministerios, como si me conmueven esas banderas gastadas y sudadas, a veces hechas jirones, cuando arropan alegrías y tristezas, victorias y derrotas, luchas y sueños, ya sea en las atestadas graderías de un estadio de fútbol, en una plaza colmada de gritos, en una calle abierta a pueblos en marchas, en un asentamiento de resistencia solidaria, o en la punta de un frágil mástil de takuara, en medio del vasto horizonte verde enajenado.

Hoy es el Día de la Bandera, y decimos de ella tantas cosas. Pero si ella pudiera hablarnos, en este día… ¿qué nos diría?