viernes, 28 de diciembre de 2007

Año Nuevo en la Triple Frontera


La fiesta de fin de año en la Triple Frontera tiene un sabor distinto y especial, exótico y estimulante.
Existen diferencias marcadas por el tiempo y la geografía. A las once de la noche, una cromática y sonora explosión de fuegos artificiales y petardos cubre el cielo del otro lado del río Paraná. Es que el Brasil y la Argentina tienen una hora adelantada con respecto al Paraguay (¡hasta en el horario somos atrasados!), y las ciudades de Foz do Iguaçú y Puerto Yguazú celebran mucho antes.
Es un espectáculo imponente acodarse en cualquier balcón, terraza o punto elevado de Ciudad del Este, y disponerse a disfrutar de esa sinfonía de luces que dibujan fantasías de colores en el horizonte. Y pensar, como el genial abuelo Einstein, en lo relativo que es el tiempo: qué loco que allí, a tan pocos metros de distancia, ya llegó el futuro, ya es el nuevo año, y aquí todavía estamos anclados en el pasado, en el castigado año viejo. ¿Será que lo merecemos?
Una hora después nos tocará a nosotros celebrar, y serán ellos, los brasileños y los argentinos, ya con algo de mareo por tantos brindis compartidos, los que se acomodarán en sus balcones o terrazas a disfrutar de nuestros fuegos artificiales coloreando el firmamento nocturno, sintiendo esa rara sensación de película repetida, de salto atrás en el tiempo, de “deja vu” trifronterizo.
Territorio de contrastes y de gran riqueza multicultural, la Triple Frontera tiene muchas formas de celebrar (o de no celebrar) las fiestas de fin de año. Hay una vasta comunidad de árabes musulmanes (más de 12.000 personas, principalmente sirios libaneses) para quienes la Navidad simplemente no existe en su credo religioso, pero se acoplan con entusiasmo a las nuevas costumbres que han ido asimilando en su ya larga convivencia esteña.
Hay también una activa comunidad de chinos taiwaneses (más de 5.000 inmigrantes) que festejarán su Año Nuevo recién en febrero, basados en un calendario lunar más antiguo y milenario que el gregoriano, pero que están dispuestos con generosidad a hacer una especie de “adelanto” a la occidental. Y una más reducida comunidad de familias hindúes, que ya celebraron su propio año nuevo en noviembre, pero no tienen ningún problema en volver a repetir la fiesta.
Si a eso se le suman las comunidades de migrantes brasileños, bolivianos, argentinos, peruanos, alemanes, coreanos y hasta sudafricanos, junto a la población paraguaya más criolla, que habitan una de las ciudades de mayor diversidad étnica de toda Latinoamérica, el resultado puede ser mágico y casi surrealista: ver a mujeres musulmanas cubiertas con el chador árabe reunidas en torno a un pesebre campesino con aroma de flor de coco, o caminar por las calles periféricas sintiendo como se mezclan las melodías de Las Mil y Una Noches con el sonido del erhu chino, las canciones sertaneyas, la polca, la cachaca y el reguetón.
Año Nuevo de sopa paraguaya y capipiriña, de clericó y feijoada, de falabel y sidra, de chop suey y champán. Ausencias que duelen en cualquier idioma. Hogares en donde se extraña con la misma emoción a la mamá que se quedó en las ardientes dunas de Damasco, a los hermanos que envían saludos en mandarín desde Taipei, a los hijos que fueron a buscar un futuro mejor en la lejana Madrid y se les atragantan sus saludos por Internet.
Año Nuevo de mujeres casi niñas que esperan clientes sexuales en la nocturna soledad del Parque Chino. Año Nuevo de niños callejeros que inhalan cola de zapatero debajo del viaducto de la Aduana para no sentir la falta de abrazos. Año Nuevo de indígenas mbya refugiados bajo casuchas de lona en el baldío de la Terminal. Año Nuevo de sacoleiros que apuran el último cruce en el Puente de la Amistad.
Año Nuevo en la Triple Frontera. Tan diversas y variadas voces, pero tan iguales lágrimas, sonrisas, interrogantes, esperanzas. Tan similares ganas de que este 2013 sea mejor. ¡Salud…!

lunes, 17 de diciembre de 2007

MAMÁ...


(Ña Nilda, mi mamá, rodeada de sus nietos y nietas, celebrando su cumple).
Hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá...
Mamá… es la primera palabra que los seres humanos pronuncian en la vida… ¡y dicen que también suele ser la última!
Mamá… es la primera palabra que uno grita en momentos de peligro, cuando algo te asusta y te amenaza, cuando buscás instintivamente ayuda y protección.
Mamá es la primera palabra que llega hasta tu corazón, cuando te sentís solo y abandonado, cuando buscás desesperadamente un poco de calor humano y de cariño.
Mamá es el origen de la vida.
Mamá es el instrumento de la creación.
Mamá es el nombre del amor.
Hay veces en que también te enojás con ella. Cuando te parece que se equivoca. Cuando creés que te impone por la fuerza sus criterios. Cuando creés que te niega la libertad. Cuando considerás que no respeta tu forma diferente de pensar, no te quiere escuchar o no te quiere entender. ¿No se te ocurrió que en realidad sos vos quien no respeta su forma de pensar, quien no busca escucharla o entenderla?
Sea como sea, ya verás por más conflictos o desentendimientos que aparezcan entre vos y ella, el amor de mamá siempre estará allí, por encima de todas las cosas, compartiendo quizás los momentos más lindos, pero sobre todo apoyándote en los momentos más duros y difíciles. Porque nada puede empañar el sublime amor que una madre siente hacia sus hijos y sus hijas.

Hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá…
Decirte, por ejemplo, que no todos y todas tienen la suerte de tener a su mamá cerca, en forma física. Quienes por motivos personales, de trabajo o de estudio, han tenido que salir fuera del hogar, saben muy bien lo que significa estar lejos de la mujer que es la guía constante y la mejor protección.
Lejos del abrazo cariñoso al comenzar o al terminar el día.
Lejos de la mano que te tapa con una frazada en las noches de frío.
Lejos de la mano que te prepara el plato de comida que más te gusta, o que te acerca el remedio cuando estás enfermo.
Lejos de la cálida voz que te pregunta por tus problemas, que te reconforta cuando estás tristes, y que te felicita por tus pequeños éxitos cotidianos.
Hay quienes sienten una distancia todavía más grande. Quienes ya no tienen la fortuna de tener a su mamá sobre esta tierra, pero tienen el consuelo de saber que el amor de una madre vence todas las fronteras, incluso las de la muerte. Y que estas madres siguen vivas en la memoria y en el corazón de cada uno de sus hijos. Que su amor es una estrella que brilla en la oscuridad y sigue iluminando el camino.

Hay tantas cosas que les podría decir también a las mamás...
Decirles que también nosotros las queremos mucho. Y que a veces nuestra aparente rebeldía y desobediencia, que tanto les suele molestar, es también una forma de expresarles nuestro amor, porque es la manera en que afirmamos nuestra propia identidad, la manera en que rompemos el cascarón para vivir nuestras propias vidas, la manera en que conquistamos nuestra libertad en este difícil pero apasionante mundo.
Y aunque nos cueste mucho, aunque nos equivoquemos tantas veces, todas las cosas que estamos haciendo y por las que estamos luchando, son las cosas en las que creemos. Son las cosas que le dan sentido a la vida que ellas tan generosamente nos han regalado.

Sí, hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá...
Pero bien sé que las palabras no son suficientes para expresar todos nuestros sentimientos, toda nuestra gratitud.
Por eso, lo mejor es acercarse tiernamente a darles un beso cariñoso y profundo, estrecharlas en un cálido abrazo filial, y decirles desde el fondo del corazón: ¡Gracias por todo, querida mamá!

(Partes de un texto que escribí hace muchos años, a pedido de una bella niñita que quería regalarle palabras a su mamá en un acto escolar).

viernes, 7 de diciembre de 2007

Arandu Ka'aty




El viejo Mixto se abre paso a los tumbos por la estrecha picada en medio del monte.
Es un camión de carga al cual le han adaptado una carrocería de madera con techo de lona, donde los pasajeros viajamos apretujados, en medio de bolsas de mandioca, cachos de banana y jaulas de gallinas, algunos sentados sobre bancos de madera que bailan con cada pozo.
A cada momento los árboles tratan de introducir sus ramas en el interior y hay que agacharse para esquivar los chicotazos. El calor infernal, la polvareda roja, los barquinazos y los mosquitos hasta podrían ser soportables, pero hace largo rato que un bebé llora en brazos de su madre y ya todos estamos con los nervios de punta.
–No sé lo que le pasa. Parece que le sopló viento... –dice en guaraní la madre del bebé, con desconsolada impotencia. Es una muchacha pequeña y oscura, todavía una niña, pero con la piel ya avejentada por la tristeza y el dolor.
Todos, en algún momento, hemos intentado hacer algo para tratar de calmar el sufrimiento del bebé. Agua, aspirinas, caramelos, juguetes, morisquetas... nada sirve. Hace más de dos horas que hemos salido de la colonia Pacobá y aún faltan como cien kilómetros para llegar a Curuguaty. A lo largo del camino sólo hay selva y soledad. Nunca las palabras como progreso y civilización me habían parecido tan distantes.
De pronto, al final de una curva, una brusca frenada del vehículo nos arroja a todos contra las paredes o contra el piso de la carrocería.
El Mixto se detiene. Hay un enorme árbol caído. Un grueso yvyra pytá de frondoso ramaje que bloquea totalmente el camino.
Nos bajamos a mirar.
En brazos de la niña-mamá, el bebé no deja de llorar.
El chofer del mixto, un tipo gordo, vestido con una camisilla agujereada, inspecciona el árbol caído y gesticula negativamente con la cabeza.
–¡Es demasiado grande, no hay forma de moverlo! –exclama.
Aún así, entre todos hacemos el esfuerzo. Rodeamos el tronco, lo abrazamos como si fuera un ser querido. Primero tratamos de levantarlo con cariño. Después, de empujarlo con rabia. Nada. Es en vano. El maldito no se da por enterado. No conseguimos moverlo ni un milímetro. Y el bebé no deja de llorar.
–¿Qué hacemos, chofer...? –pregunta con desesperación una señora, con aspecto de granjera mennonita.
–¡No sé, señora! –responde nervioso el conductor.
–¿Por qué no volvemos al punto de destino? –propone otro pasajero.
–Es demasiado lejos. ¿Por qué algunos no vamos a pie por el camino? A lo mejor encontramos una granja, en donde alguien tenga un tractor –interviene un joven, vestido con uniforme de conscripto.
–No, yo conozco muy bien esta zona. Podés caminar kilómetros y kilómetros, y solo vas a encontrar puro monte –le desalienta el chofer.
En ese momento, una mujer que se había alejado con un niño a cierta distancia, aparentemente para hacer pipí, lanza un grito.
–¡Miren...! ¡Vienen varios hombres a caballo!
Con una exclamación de júbilo, los vemos acercarse a la distancia, desde el otro lado del árbol caído. Son siete jinetes, con anchos sombreros, que nos saludan con gritos y carcajadas. Son siete seres rudos, obrajeros del monte. Siete ángeles oscuros que acuden en nuestro auxilio.
–¡Buenas tardes, los amigos! ¿Pe pyta piko detenido? –dice uno de ellos, que parece ser el líder del grupo. Es un hombre moreno, petiso y robusto, de facciones aindiadas.
–Ya ven cuál es el problema. –contesta el chofer, señalando al árbol caído, como si fuera necesario–. A lo mejor pueden darnos una manito.
–No se preocupe, compañero. Esto es vyroreí. En un ratito vamos a solucionar –dice el hombre, mientras hace un gesto a los demás jinetes.
Rapidamente, cuatro de ellos descienden de sus caballos y extraen filosas hachas de sus monturas. Sin dudarlo, se acercan al árbol, lo estudian por un breve instante y en seguida empiezan a cortar las ramas de tupido follaje, apartándolas a un costado del camino, hasta dejar solo el grueso tronco atravesado. Luego, con certeros hachazos, terminan de separar el cuerpo de la raíz. Otro de los jinetes se acerca con una gruesa cuerda de fibra de karaguatá, que amarran con varias vueltas a la base del tronco, mientras atan el otro extremo a la montura de tres caballos.
Impresionados, los pasajeros nos juntamos a observar el espectáculo.
La cuerda ha quedado tensa, estirada por los caballos. Uno de los jinetes toma de las riendas a los animales y, con un grito seco, los obliga a jalar el tronco. Hay un momento de tensión, en que la cuerda se estira y parece que va a romperse, y todos contenemos la respiración. Los caballos caracolean. El jinete los empuja con otro grito. Y, entonces, lentamente, el tronco empieza a moverse.
Un grito de admiración escapa de nuestras gargantas.
Otro grito del jinete. Los caballos avanzan. El tronco se desliza, se desliza, se desliza, hasta quedar totalmente fuera del camino.
–¡Bieeeen... bieeeen...! ¡Increíble...! –grita una señora.
Hay aplausos, hurras y vítores.
Nos acercamos todos para agradecer a los jinetes. Algunos, entusiamados, reparten abrazos y palmeadas en la espalda.
–¿Cuánto le debemos por esta gauchada? –pregunta la señora con pinta de granjera mennonita al líder del grupo.
–¡No, señora, por favor...! ¡Mba’evete verá! –le responde el hombre.
–Bueno, bueno... vamos a subir todos al Mixto. Ya es muy tarde y tenemos que seguir viaje –ordena el chofer.
Entusiasmados, comenzamos a ascender al vehículo.
Es entonces cuando escuchamos el lastimero llanto del bebé que viene creciendo a la distancia.
Con todo el trajín, nos habíamos olvidado completamente de la niña-madre y de su criatura enferma.
Cuando ella está por subir, una mano la detiene.
Asustada, la niña trata de zafarse, pero el hombre moreno, el líder de los jinetes, le sonríe y le dice que no tenga miedo. Luego, sus manos de gorila toman al bebé lloriqueante y lo alzan con infinita ternura, mientras lo palpan detenidamente. Sus dedos le abren la boca y sus ojos escrutadores lo revisan. Al poco rato, el hombre le devuelve el bebé a la niña.
–Su garganta está descompuesta. Esperame un rato, te voy a dar algo –le dice.
Ella se queda allí, al pie de la puerta del Mixto, expectante, mientras él camina hacia su montura y hurga en el interior de unas alforjas de tela. Al rato lo vemos sacar un trozo de panal de miel, que vuelca en el interior de un jarro lata. Luego se dirige con pasos decididos hacia el monte y se pierde dentro de la espesura durante largos minutos. Finalmente lo vemos regresar con el jarro lata en la mano, removiendo el contenido con una ramita, hasta acercarse a la niña-madre.
En silencio, observamos cuando empieza a darle de beber al niño una especie de jarabe verdoso. El bebé protesta, incómodo, mientras el dedo del hombre le va dando el líquido pastoso en la boca. Increíblemente, el llanto del niño se va volviendo espaciado, hasta que finalmente cesa por completo. El hombre le acaricia la cabecita y después ayuda a la niña-mamá a subir al vehículo. Por primera vez veo una sonrisa en su carita sufrida.
–¡Nde, karai...! Contame... ¿qué le diste al bebé? –le pregunto al hombre desde la puerta del Mixto, mientras escucho que el chofer enciende el motor y se dispone a reanudar la marcha.
–Nada... un remedio que me enseñó mi abuela, nomás –dice él, con un gesto de la mano que parece un saludo pero también un signo de restarle importancia a mi curiosidad.
El Mixto empieza a moverse y tengo que gritar por encima del ruido del motor para hacerme escuchar.
–¡Si... pero qué había en el jarro! ¿Miel y qué más...?
El hombre sonríe y me despide con la mano levantada, mientras su figura empieza a alejarse. Todavía alcanzo a oír su respuesta.
–Si venís alguna vez a visitarme, te voy a contar. ¡Son cosas del arandu ka’aty nomás!
Nunca supe su nombre.
Pasé varias veces por el mismo sitio, pero no lo volví a encontrar.
Ahora prácticamente ya no quedan montes en Canindeyú. Casi no existe el peligro de encontrarse con algún árbol caído en mitad del camino. Pero yo no pierdo la esperanza de que en algún momento me vuelva a cruzar con esos oscuros ángeles montados a caballo.