Desde que el homo sapiens se alzó sobre sus pies, cuando se lo permitieron los dinosaurios, una de las cosas más placenteras que busca todo ser humano es que alguien le cuente una buena historia.Eso no ha variado. Lo que ha variado es el cómo. Desde el abuelo Pitecántropus contando cuentos a los miembros de la tribu, sentados alrededor del fuego bajo la noche coronada de estrellas... hasta la voz metálica de The Matrix invitándonos a navegar por mundos sicodélicos en el océano virtual.
Hubo épocas en que el libro tuvo forma de arcilla o de papiro... y ahora probablemente tenga forma de bips, de pendrives, de blogs o páginas web.
En pocos años más el libro será... un holograma animado, colorido y sonoro, proyectado en el vacío… y después, ¿quién sabe?
¿Qué importa…?
Lo que realmente importa es que la historia sea buena.
Que te emocione.
Que te remueva las cosas adentro.
Que te deje un sedimento de sensaciones que no son nada fáciles de explicar.
A mi me encanta esa relación promiscua con alguno de esos viejos y buenos libros, de hojas amarillas como las mariposas de Cien años de Soledad, hacer el amor con sus páginas a la luz del velador, hasta que el sueño me venza, y dormirme abrazado a su caratula arrugada (a no ser que aparezca una mejor compañía, claro... tampoco la pavada).
Pero sé que es solo fetichismo.
