La noche es fría, oscura y misteriosa, en medio de la agreste serranía de Altos.
Sopla un viento helado desde el Sur, pero en la “cancha kora”, en el centro de la pequeña comunidad rural de Itaguazú, hay una gran hoguera que ilumina los rostros sonrientes y calienta por igual el cuerpo y el alma.
Es la noche del 28 de junio, la festividad de los patronos San Pedro y San Pablo. En medio de la cancha, las mujeres del pueblo se desafían unas a otras con las antorchas de paja o kapi''i encendidas, en el antiguo juego de la “rúa”, al son de alegres polcas.
De pronto, un ulular primitivo y gutural crece desde alguna parte. Figuras fantasmagóricas emergen de las sombras. Personajes grotescos y casi vegetales, con el cuerpo cubierto por hojas secas de banano y máscaras de tela o madera de timbó, que representan a animales, duendes y criaturas oníricas.
–¡Cháke guaikuru...!
Las mujeres gritan de miedo, excitación o gozo, al sentir que los enmascarados saltan a perseguirlas. Tratan de contenerlos con el fuego, pero ante la inutilidad de la defensa echan a correr por la cancha, perseguidas tenazmente, hasta que son atrapadas al vuelo y arrastradas brevemente hacia algún rincón oscuro.
Hace tres siglos o más, en esta misma región, esta era terriblemente real, cuando los feroces e irreductibles indios guaikuru (mbaya y payagua) atacaban a los tava-pueblos de Altos, Atyrá o Tobatí, asesinaban a los pobladores, quemaban la edificación y raptaban a las mujeres.
De esos trágicos episodios hoy solo quedan estas recreaciones pintorescas, sensuales, humorísticas. Es la vida que se ríe de la muerte y la convierte en folclore, fiesta, tradición.
LO AUTÉNTICO. Itaguazú queda a poco más de una hora de viaje desde Asunción. Un camino de tierra de 3 kilómetros lleva desde la entrada de Altos hasta este lugar todavía apartado de la civilización de plástico y el vértigo de la carretera.
Cada año, desde mediados de mayo, varias comisiones de pobladores se ponen en marcha para organizar la fiesta de los santos patronos. Hay una “comisión guaikuru”, que se encarga de vestir y adiestrar a unos treinta jóvenes campesinos que encarnarán a las míticas criaturas, y una “comisión kamba ra’anga”, que hace lo mismo con otra treintena de voluntarios.
A ello se suman la comisión de damas, la comisión de jóvenes y la comisión pro oratorio, que se encargan de organizar los cultos religiosos y rituales, el servicio de cantina y los espectáculos tradicionales. No hay reguetón ni cachaca, solo polca y música de banda koygua.
ORÍGENES. En “Las fiestas de Yvu-Altos” (Fondec, 2003), Regina Kretschner destaca que los guaikuru eran antepasados de los indios Toba-Qom, “rebeldes ante las políticas de colonización, que se negaron a someterse al dominio español”. Fueron una constante amenaza para los pueblos coloniales de las cordilleras. “Atacaban con una táctica guerrillera, sorprendiendo a los pobladores y guarniciones. Robaban caballos, armas, ropas, artefactos y tomaban a los pobladores como prisioneros”, dice Kretschner. Las recreaciones se incorporaron a las fiestas antes de la Guerra de 1864-1870.
Al contrario de los guaikuru, que conservan un estilo más tradicional, los kamba ra’anga incorporan más elementos modernos a sus representaciones. Kretschner dice que sus orígenes se asocian tanto a los soldados brasileños negros (kamba) que atacaron durante la Guerra contra la Triple Alianza, como con las máscaras de los indios guaraní-chiriguanos, o como una herencia cultural traída del África por los ex esclavos negros, pero no existen fundamentos sólidos para confirmar ninguna de estas tres hipótesis. “Sus orígenes se pierden en el tiempo”, asegura.
KAMBA KUÑA. Adriana Acosta, locutora de una radioemisora en Altos, tenía “un problema de salud”. Quería concebir un bebé y no podía lograrlo. Entonces, se “encargó” a San Pedro y San Pablo y les prometió que si la ayudaban a cumplir su sueño, ella acudiría durante siete años seguidos a celebrar el ritual del fuego en su homenaje y a vestirse de “kamba kuña”, la versión feminista de los kamba ra’anga.
Hace más de cuatro años, los santos le cumplieron el milagro. Y desde entonces ella acude religiosamente, cada 28 de junio, hasta la compañía Itaguazú, donde son los patronos, para pagar su promesa.
“Les estoy muy agradecida y vengo todos los años a participar de la «rúa», a jugar con el fuego y a enfrentarme a los guaikuru y a los kamba ra’anga, durante las dos noches. También suelo vestirme de «kamba kuña» en la tercera noche, junto a las mujeres del pueblo”, cuenta Adriana.
La tercera noche de festividad, dedicada exclusivamente a las mujeres, es un “agregado feminista” que empezó hace algunos años, cuando las mujeres de Itaguazú se cansaron de ser las eternas víctimas perseguidas por los kamba ra’anga y raptadas por los guaikuru, y exigieron invertir los roles.
Entonces, a las dos noches tradicionales, del 28 y 29 de junio, agregaron “la noche de los kamba kuña”, cada 30, en que las mujeres se ponen las máscaras y los disfraces, y salen ellas a ofrecer espectáculos y a perseguir a los hombres. “Nosotras somos mucho más divertidas y creativas que los kuimba’e”, dice Eugenia Pérez, lpresidenta de la “comisión kamba kuña”.
MÁSCARAS. Un viejo machetillo o un simple cuchillo de cocina le resultan suficientes para darle forma a la liviana madera de timbó y arrancarle formas de sueño o pesadilla, una flor, una mariposa, un loro, un tucán, o las asustadoras máscaras que en la noche les darán rostros míticos a los guaikuru.
Carlos Álvarez aprendió el oficio de tallador de máscaras cuando era mita’i, viendo trabajar a su papá y a su abuelo, que a su vez lo aprendieron de sus progenitores.
“Este es un arte que viene desde hace muchos atrás, aquí en Itaguazú, y su origen exacto nadie conoce. Algunos dicen que trajeron los esclavos negros del África, otros dicen que nuestros antepasados aprendieron de los indios. Pero hoy es nuestra mayor riqueza cultural y tratamos de que no se pierda, que los jóvenes y los niños lo sigan aprendiendo”, dice Carlos.
El taller de Álvarez está en su humilde vivienda, dentro de las 3 hectáreas de la chacra familiar, en la entrada misma de Itaguazú, donde sus obras están en exposición permanente junto a las paredes de ladrillos desnudos.
“Aquí somos unas veinte personas las que nos dedicamos de lleno a esto, a pesar de que nuestro arte todavía no se conoce mucho, no hay apoyo para que vengan turistas. Yo tengo también una galería en Areguá, y allí hay mayor salida. Pero aquí en Itaguazú, que es la cuna de esta cultura, no hay mucha promoción”, señala.
Hace más de cuatro años, los santos le cumplieron el milagro. Y desde entonces ella acude religiosamente, cada 28 de junio, hasta la compañía Itaguazú, donde son los patronos, para pagar su promesa.
“Les estoy muy agradecida y vengo todos los años a participar de la «rúa», a jugar con el fuego y a enfrentarme a los guaikuru y a los kamba ra’anga, durante las dos noches. También suelo vestirme de «kamba kuña» en la tercera noche, junto a las mujeres del pueblo”, cuenta Adriana.
La tercera noche de festividad, dedicada exclusivamente a las mujeres, es un “agregado feminista” que empezó hace algunos años, cuando las mujeres de Itaguazú se cansaron de ser las eternas víctimas perseguidas por los kamba ra’anga y raptadas por los guaikuru, y exigieron invertir los roles.
Entonces, a las dos noches tradicionales, del 28 y 29 de junio, agregaron “la noche de los kamba kuña”, cada 30, en que las mujeres se ponen las máscaras y los disfraces, y salen ellas a ofrecer espectáculos y a perseguir a los hombres. “Nosotras somos mucho más divertidas y creativas que los kuimba’e”, dice Eugenia Pérez, lpresidenta de la “comisión kamba kuña”.
MÁSCARAS. Un viejo machetillo o un simple cuchillo de cocina le resultan suficientes para darle forma a la liviana madera de timbó y arrancarle formas de sueño o pesadilla, una flor, una mariposa, un loro, un tucán, o las asustadoras máscaras que en la noche les darán rostros míticos a los guaikuru.
Carlos Álvarez aprendió el oficio de tallador de máscaras cuando era mita’i, viendo trabajar a su papá y a su abuelo, que a su vez lo aprendieron de sus progenitores.
“Este es un arte que viene desde hace muchos atrás, aquí en Itaguazú, y su origen exacto nadie conoce. Algunos dicen que trajeron los esclavos negros del África, otros dicen que nuestros antepasados aprendieron de los indios. Pero hoy es nuestra mayor riqueza cultural y tratamos de que no se pierda, que los jóvenes y los niños lo sigan aprendiendo”, dice Carlos.
El taller de Álvarez está en su humilde vivienda, dentro de las 3 hectáreas de la chacra familiar, en la entrada misma de Itaguazú, donde sus obras están en exposición permanente junto a las paredes de ladrillos desnudos.
“Aquí somos unas veinte personas las que nos dedicamos de lleno a esto, a pesar de que nuestro arte todavía no se conoce mucho, no hay apoyo para que vengan turistas. Yo tengo también una galería en Areguá, y allí hay mayor salida. Pero aquí en Itaguazú, que es la cuna de esta cultura, no hay mucha promoción”, señala.
Desde la pared, rostros de sueño y pesadilla observan en silencio.