Andrés Colmán Gutiérrez / Textos literarios, de periodismo narrativo, de investigación y de opinión en Paraguay
martes, 27 de julio de 2010
Los hijos de la tierra
Brotan como hormigas desde el interior de los precarios ranchos de carpa y madera. Basta que un vehículo extraño se detenga al borde de la carretera para que ellos se acerquen en bandadas, movidos por la infantil curiosidad, a treparse sin prejuicios por todos los rincones de la camioneta, apoderándose sin escrúpulos de todo lo que encuentran.
Cuesta mucho definirles la edad. Algunos apenas empiezan a caminar, pero ya parece que cargaran muchos años encima, quizás siglos. La sonrisa inocente ya está marcada por el rictus amargo de la desdicha. Niños convertidos en ancianos desde mucho antes de nacer.
Casi todos andan descalzos y semidesnudos. La piel dura y cuarteada, confundida con el color de la tierra, como si ya fueran parte de ella. Como sin en realidad hubieran sido engendrados no por esas parejas desgarradas que se aman en silencio durante las noches, al calor de las fogatas, o en los encuentros furtivos en medio del follaje, sino por el rojo suelo de la chacra huérfana de semillas.
Son los hijos de la tierra.
Los innumerable mita’i de los múltiples asentamientos campesinos, en toda la conflictiva geografía rural.
A los campesinos quizás les falten tierras, o desarrollo, o futuro..., pero les sobran niños.
–Ape ndo ro guerekoi televisión–, dicen, con una sonrisa pícara, para explicar lo inexplicable.
No hay televisión en las noches, como tampoco hay un techo digno, una alimentación adecuada, una educación como la gente, una asistencia sanitaria básica... ¡y tantas otras cosas!
No lo hay. Por eso se hace el amor casi con desesperación entre el fragor de las invasiones de tierra, entre las movilizaciones de resistencia colectiva y el miedo al desalojo violento, entre las marchas y las asambleas, entre las farras cachaqueras y las mingas.
Por eso, los hijos de la tierra no paran de nacer.
Están allí, a la entrada de cada asentamiento, al borde los caminos polvorientos, con sus sonrisas congeladas, sus juegos primitivos. Están allí, con sus caritas color de tierra y sus miradas que interrogan al futuro.
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