martes, 1 de julio de 2014

Gabo y Roa Bastos, en Manorá y Macondo


Algunos amigos suyos, viajeros infatigables, le habían relatado al gran Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez las historias del Paraguay, esa Macondo del Cono Sur, sin mar y sin bananas, isla rodeada de tierra, pero con maravillas tanto o más delirantes que las de la literaria comarca caribeña, entre ellas la experiencia mágico-realista de sentarse a la mesa de un restaurante y pedir el plato nacional, la tradicional sopa paraguaya, para encontrar que es… una torta sólida de maíz, queso y cebollas.
El veterano periodista argentino Rogelio Pajarito García Lupo, autor del documentado libro El Paraguay de Stroessner -quien a inicios de los años 60 fundó con Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Jorge Masetti la legendaria agencia cubana Prensa Latina-, le contó a su amigo Gabo sobre ese país dormido en el sopor de la siesta sudamericana, donde un viejo dictador establecía por decreto que el termómetro no suba más de 38 grados centígrados, para que la población no sienta los efectos psicológicos del calor. Fue cuando el autor de Cien años de Soledad admitió que le encantaría invadir literaria o periodísticamente ese mágico territorio de su colega novelista Augusto Roa Bastos.
Pero desde el golpe militar en Chile, que en setiembre de 1973 derrocó el gobierno de su amigo Salvador Allende, García Márquez había anunciado que no visitaría países con dictaduras militares de derecha. Cuando el régimen del general Alfredo Stroessner cayó por fin en febrero de 1989, el Nóbel colombiano ya estaba tan entrampado con los acosos de la gloria y de la fama, que le rehuía a casi todos los viajes, salvo que fueran inexcusables.
Una de las últimas oportunidades de conocer por primera vez el Paraguay se había dado justamente tras la caída del stronismo, cuando Roa Bastos lo llamó para invitarlo a visitar el país y dar una conferencia en un congreso internacional, de los muchos que se organizaban con el retorno a la democracia. Gabo no tuvo corazón para decirle que no, y aceptó la invitación, aunque finalmente se excusó.
Roa y Gabo se conocían mutuamente y se admiraban literariamente, pero no eran tan amigos. Se habían encontrado más de una vez en la diáspora del exilio latinoamericano y en algunos encuentros literarios, como la histórica oportunidad en Buenos Aires, en 1969, en que la legendaria revista Primera Plana y la Editorial Sudamericana los reunió con el escritor argentino Leopoldo Marechal, como jurados de un concurso de novelas.
De aquella reunión de los tres maestros narradores queda una colección de fotografías en blanco y negro, en que a Roa y a Gabo se los ve conversar con mucha pasión y vitalidad, junto al maduro Marechal. Todavía no sentían toda la insoportable levedad de ser grandes celebridades literarias. Gabo llevaba dos años de haber publicado la consagrada Cien años de soledad (1967) y Roa estaba a punto de cumplir una década con su deslumbrante Hijo de Hombre (1960), pero aún no había terminado de escribir su obra cumbre, Yo el Supremo (1974).
Después, hubo distanciamientos. En una polémica entrevista concedida a mediados de los ‘80, Roa Bastos estableció diferencias con la corriente literaria del boom latinoamericano, sosteniendo que autores como él, así como el mexicano Juan Rulfo, el peruano José María Arguedas y el uruguayo Juan Carlos Onetti, se ubicaban en campos diferentes y con menos marketing que el que caracterizaba a otros promocionados autores, como Vargas Llosa o García Márquez.
La brecha se selló en noviembre de 1989, cuando Roa Bastos ganó el Premio Cervantes, el más importante trofeo de las letras iberoamericanas. Entre los muchos saludos y felicitaciones, el escritor paraguayo recibió un telegrama con apenas tres palabras que lo llenaron de emoción. Haciendo juego con el título de su novela más famosa, el texto decía simplemente: “Tú el supremo”. Lo firmaba el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.
Quizás fue aquel acercamiento el que motivó que Roa se comunique con Gabo, para invitarlo al Paraguay. El frustrado intento provocó una genial boutade macondiana por parte de Gabo, que es rescatada por el periodista argentino Cristian Kupchik, en su crónica Mentiras verdaderas, publicada en la edición número 39 de la revista bonaerense Quid, de abril-mayo de 2012, y reiterada además en un brillante ensayo, titulado Sopa paraguaya: Viaje por el pan de la utopía.
Al respecto, escribe Kupchik:
“Reinstalada la democracia, el prestigioso autor Augusto Roa Bastos invitó a su amigo Gabriel García Márquez a dictar una conferencia en Asunción. Llegada la fecha prevista, el colombiano se excusó con Roa y la opinión pública guaraní, debido a que un compromiso inesperado hacía imposible su presencia. Además, haciendo uso de ese magnífico sentido del humor caribeño, Gabo confesó sentirse a la vez maravillado e intimidado: “De un país que tiene por plato nacional una sopa que es sólida”, señaló, aludiendo a la sopa paraguaya, en verdad una suerte de pastel, “no quiero imaginar cómo será el resto…
Finalmente, Gabo nunca pudo visitar y conocer el país de la sopa sólida, la versión sureña de Macondo.
En la contracara de la aldea literaria inventada por el Nobel colombiano, nuestro Roa Bastos creó su propia aldea literaria, inspirada en su pueblo natal Iturbe del Guairá, a la que bautizó Manorá (el lugar para morir). 
Allí describe una comarca habitada por mujeres con luminosos cinturones de luciérnagas y carpincheros que navegan sobre embarcaciones llameantes, Cristos leprosos y dictadores sin muerte, donde transcurren sus alucinadas historias mediterráneas.
Así como Roa Bastos y Gabo compartieron obra y vida, Macondo y Manorá también se fundieron literariamente en las páginas de la novela Contravida, en que el autor paraguayo rinde homenaje a su gran colega colombiano, convocando al coronel Aureliano Buendía y toda su familia, junto al Quijote y Sancho Panza, en un fantasmagórico desfile a orillas del río Tebicuary.
Al igual que Roa Bastos, quien partió de este mundo físico un 26 de abril, Gabo también eligió el mismo mes para decir adiós, en su viaje hacia la inmortalidad literaria. 
Probablemente los dos autores estarán hora en algún polvoriento bar-almacén o cantina de Macondo-Manorá, brindando con ron caribeño o con caña paraguaya, entre un mágico y alucinado revuelo de luciérnagas brillantes y mariposas amarillas…

Augusto Roa Bastos, Leopoldo Marechal y Gabriel García Márquez, en Buenos Aires, en 1969.

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