Anastasio Melgarejo la vio a través del pequeño agujero en la pared del calabozo y sintió que la multitud de penitentes le estaba devolviendo como en un espejo deformado la imagen de su propia tragedia.
Vio al barbudo campesino que hacía de Jesucristo avanzar tambaleante frente a la multitud, con su túnica de sábana manchada y su corona de ñuati curusu, empujado por los toscos muchachitos vestidos como antiguos legionarios romanos, con lanzas de madera y cartón. Vio a las viejas de largo y pesado vestido negro, con velas y rosarios en las manos. Vio a los estacioneros con sus candiles encendidos y el cántico lúgubre flotando en la tarde.
Un alarido de dolor resonó en el fondo de la comisaría y Anastasio cerró los ojos, estremecido.
–Pobre Martínez... –dijo una voz a su lado–. Ya estará medio muerto.
–Después nos va a tocar a nosotros... –dijo otra voz, ahogada por un sollozo.
Los demás campesinos estaban sentados en el piso de tierra húmeda, recostados contra la pared. No había un solo mueble en la pequeña habitación. Solo la puerta cerrada y el pequeño agujero por donde Anastasio veía acercarse la procesión del viernes doloroso.
–Y esa gente allí afuera, celebrando la Semana Santa, como si nada estuviera pasando.
–Nde, Melgarejo –preguntó álguien–, ¿le ves piko al pa’i José en la procesión?
–No, no le veo. Ha de estar en la Iglesia ya, preparando el tupaitú.
–A lo mejor él viene a ayudarnos. A él siempre le pareció bien nuestra idea de formar las Ligas Agrarias...
–Pero nunca dijo nada en público. Y menos va a hablar ahora que nos cayó encima la represión.
–¡Shsst, cállense...! –pidió Anastasio.
El canto quejumbroso de los estacioneros ahora estaba allí, casi pegado a la pared. El campesino barbudo que hacía de Cristo estaba pasando muy cerca, cuando repentinamente se detuvo y extendió la mano hacia el hueco del calabozo. Anastasio sintió un nudo en la garganta. Le pareció que el otro quería decirle algo, pero los jóvenes disfrazados de romanos lo empujaron con fuerza y lo obligaron a continuar la marcha. El barbudo giró la cabeza varias veces, angustiado, buscando con la vista los ojos de Anastasio, hasta que la procesión dobló la esquina y se perdió de vista.
En ese instante se abrió la puerta del calabozo.
Dos soldaditos metieron el cuerpo inerte de Leoncio Martínez y lo dejaron caer de bruces sobre el piso.
–¡Melgarejo, nde ha...! –ordenaron.
Anastasio avanzó hacia la puerta. Los demás campesinos bajaron la cabeza para no tener que mirarlo a los ojos. Los soldaditos lo aferraron del brazo y se lo llevaron a través de un largo corredor.
De pronto, Anastasio se dio vuelta y los miró con sorpresa.
El tradicional uniforme color caqui de la policía había desaparecido y ahora los soldaditos iban vestidos con túnicas de legionarios romanos, con cascos en vez de birretes y lanzas en lugar de fusiles.
Lo condujeron hasta el patio del fondo y le ataron los brazos con alambres al travesaño de un horcón.
Anastasio no pudo evitar una sonrisa irónica al percibir que los maderos formaban la perfecta figura de una cruz.
* * *
El pa'i José estaba solo en la sacristía, quitándose los ornamentos de la celebración litúrgica que acababa de concluir, cuando sintió la oscura sombra parada en la puerta.
–¿En qué le puedo servir, comisario? –preguntó, sin necesidad de mirar al visitante para saber de quién se trataba.
–Usted ha metido la pata, pa’i. No debió decir las cosas que dijo en el sermón... Esas cosas no ayudan. –dijo la silueta uniformada, con voz seca.
–Lo dicho, dicho está... –respondió el sacerdote, mientras doblaba la estola de color púrpura.
–Ya le avisé muchas veces, pa’i. Le dije bien que no se meta en política. No tenía por qué mezclar el viacrucis de la Semana Santa con el tema de estos campesinos comunistas que acabamos de agarrar.
–¿Mezclar...? –se indignó el sacerdote, encarando esta vez con firmeza al uniformado–. Usted no entiende nada, comisario. El verdadero viacrucis no es este ritual vacío que usted acaba de presenciar en el templo. ¡El verdadero viacrucis es el que están padeciendo ahora los campesinos en su comisaría, por el único delito de querer ser libres!
–Muy bien... eso es lo que quería escuchar, pa’i –dijo con mucha calma el comisario–. Entonces, ahora también usted podrá conocer personalmente ese viacrucis.
Otras siluetas aparecieron en la puerta. A un gesto del comisario, entraron y rodearon al sacerdote. El pa’i José se dejó llevar sin reclamar. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que una inmensa paz inundaba su alma. Quizás por eso no le causó ninguna sorpresa que, al salir a la luz mortecina del atardecer del Viernes Santo, se diera cuenta de que los soldaditos de la comisaría iban vestidos como antiguos legionarios romanos.
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(De El Principito en la Plaza Uruguaya – Relatos, Andrés Colmán Gutiérrez, Editorial Servilibro, Asunción 2007).
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