-¿Qué pio estás buscando, che rey…?
La
pregunta de la chica vendedora de la calle Pettirossi, que te toma del brazo al
pasar como si quisiera secuestrarte, aparentemente no tiene otra
intención que la de venderte alguna cosa para salvar su día… pero no por eso
deja de ser filosóficamente interpeladora, shakespearianamente existencialista.
¿Cómo
decirle a esa bella y mal pagada trabajadora de comercio que esa es justamente
la pregunta que nos turba el sueño a quienes nos sentimos perseguidores de los
misterios del universo, a quienes andamos por la vida buscando territorios que
no existen en los mapas...?
¿Cómo
decirle lo mucho que nos gustaría que en su abarrotada tienda del Mercado
4 ella disponga de algunos de los artilugios que andamos buscando desde el
principio de los tiempos: una guía de turismo que nos lleve hasta El Dorado,
los restos del Arca perdida, la lanza del Destino, el martillo de Thor, la
espada de Arturo, algún barco que zarpe en odisea hacia la isla de Ítaca, la
entrada secreta a la laberíntica biblioteca de Borges, el próximo vuelo a
Casablanca, la última expedición para el Yvy Maraney…?
Lamentablemente, de eso no hay.
Solo ropas, calzados, devedés piratas, celulares reciclados, sombreros, planteras, cigarros… ¿No querés pio llevar?
Solo ropas, calzados, devedés piratas, celulares reciclados, sombreros, planteras, cigarros… ¿No querés pio llevar?
En la fronteriza Ciudad del Este, donde me tocó en suerte habitar durante más de tres años, las invitaciones de las vendedoras que te asaltan en las atestadas veredas de la avenida San Blás son más sensuales, concretas y portuñolmente pragmáticas:
-¿Qué estás procurando, meu anyo? ¿Viagra,
camisiña, videogueim…?
En la céntrica y asuncena Calle Palma, los tipos con abultados portafolios y jarras de tereré nunca te preguntan nada.
Sus pregones suenan más a órdenes financieras:
-¡Cambio, patrón…! ¡Euros, dólares, pesos, real…!
Si de preguntas existenciales hablamos, la que más me impactó fue la de un policía que nos salió al paso, en el puesto de control del Cruce Tacuara, sobre la ruta Cuarta, la última vez que viajamos a Pilar con un móvil de ÚH.
Como si
fuera un solitario Hamlet en medio de los desérticos humedales del Ñeembucú, a
contraluz de un horizonte que se incendiaba con los vivos colores del
atardecer, el oficial nos hizo señas de que paremos el vehículo, se acercó a la
ventanilla del chofer y disparó a boca de jarro:
-¿Cuál es su destino, señor…?
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