Foto: Sonia Delgado |
Es muy común encontrarlas a orillas de un arroyo, a la
entrada de cualquiera de los tantos pueblos dormidos en la blanca y radiante
oscuridad de la siesta paraguaya.
Son mujeres de aspecto sencillo, con sus polleras
arremangadas y sus piernas desnudas hundidas en el agua cristalina.
Mujeres de manos curtidas que estrujan cada ropa mojada con
vitalidad febril, arrancándole la suciedad a golpes de palmeta y jabón, hasta
extenderla inmaculada al sol, como una bandera victoriosa.
Cuando el día nace, inundado de claridad, ellas van recorriendo
casa por casa las calles del pueblo, recogiendo la ropa sucia de sus
marchantes, con la dignidad de compartir el mismo oficio de aquella mítica
mujer llamada María, la que viviera en una aldea lejana en el tiempo y la
distancia, Nazareth.
Golpean las palmas de las manos ante cada puerta y reciben
los atados, paquetes envueltos en una sábana, que se van acumulando en una
inmensa palangana de plástico o aluminio, que ellas llevan equilibrada sobre
sus cabezas con una mágica habilidad de malabarista.
De pronto, al acercarse a una de las casas, una de las
mujeres lanza el grito de alarma. Con gestos de indignación y rabia, su mano
apunta al enemigo. Allí, detrás de la cerca, en el patio, bajo la enramada,
brilla la desafiante presencia de un flamante lavarropas automático.
La frustración se refleja en los rostros. Otra batalla
perdida. Un marchante más conquistado por el progreso. Y ellas sospechan, cada
vez con mayor certeza, que terminarán derrotadas en esta guerra. Solo es
cuestión de tiempo. El enemigo es cada vez más numeroso. Exhibe su superioridad
tecnológica en las veredas de las grandes tiendas y los almacenes de ramos
generales. Y para colmo, en el nuevo salón de la esquina, frente a la plaza, ha
aparecido un amenazador cartel que anuncia: “Laverap
– Lavandería automática – Próxima inauguración”.
* * *
–Aháta aiko ype.
Así dicen las mujeres lavanderas, a manera de despedida en
el hogar, cuando se dirigen al arroyo.
La frase, cuya versión en castellano sería “Me voy a lavar ropa”, traducida literalmente
significa: “Me voy a vivir en el agua”.
Y no es una exageración.
El guaraní popular ha sabido capturar sabiamente la exacta
imagen de una estampa cultural que hoy se encuentra en vías de extinción.
Mujeres que viven toda su vida en el agua.
Mujeres que son de agua.
Mujeres que lavan la ropa como si lavaran la vida misma,
como si en ese rito cotidiano quisieran limpiar el mundo de tanto odio y tanta
maldad, de tanta corrupción y tanta injusticia. Como si ellas tuvieran el
designio divino de enguagarnos la esperanza, cada vez que se nos ensucia, y de
extenderla otra vez inmaculada, como una sábana blanca brillando bajo el sol.
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