Gaacái lo vio primero. El kure kaaguy devoraba los restos de un melón silvestre sin percatarse del peligro. Los dos jóvenes indígenas Ayoreo se agazaparon detrás de los arbustos de espinillo y rogaron que el viento no cambie de dirección. Ugói aferró la pesada lanza guerrera y apuntó con cuidado. Tratando de no hacer ruido, arrojó el arma con todas sus fuerzas.
Fue en vano. En el último segundo, el animal se esquivó y echó a correr. La lanza se clavó en la tierra con un ruido seco, curiosamente metálico.
Ugói se aproximó, mientras Gaacái se reía de la torpeza de su amigo. Del chancho salvaje solo había quedado un leve murmullo perdiéndose entre la espesura.
Ugói intentó desenterrar la lanza y la sintió dura, como si algo la aprisionara. Extrañado, la aferró con las dos manos y tironeó con fuerza. Hubo un crujido, un shsssst intenso, un olor picante que lo envolvía rápidamente. Una llamarada de fuego se encendió dentro de sus pulmones.
A pocos metros, Gaacái vio a su amigo toser, tambalearse y luego caer, envuelto en una radiante nube de humo verde, que brotaba desde el fondo de la tierra.
Corrió para ayudarlo, pero no pudo llegar hasta él.
La nube verde salió a su encuentro, y fue como si el Sol se derritiera sobre sus hombros.
* * *
–Humo verde –dice la vieja en idioma Ayoreo, según me explica Charles, el misionero salesiano que hace de guía y traductor.
Dupade, en la árida región del Chaco Central, parece una aldea fantasma, un miserable poblado barrido por los Jinetes del Apocalipsis.
Solamente la vieja Amatai está sentada en medio de la soledad de la siesta infernal, con su bastón de madera y sus ojos alucinados, hablando de visiones y profecías.
Ella es la única sobreviviente de esa pequeña comunidad de indígenas Ayoreo en donde han fallecido más de veinte personas, víctimas de una extraña enfermedad que el Ministerio de Salud se apresuró en catalogar oficialmente como “Epidemia de paludismo”.
–¡La madre tierra, herida mortalmente por los Cojñone, se ha enojado con sus hijos! –repite una y otra vez la vieja Amatai, con voz estremecida, agitando en el aire su bastón de madera–. ¡Por eso ha enviado el humo verde de la muerte!
–¿Qué significa Cojñone? -le pregunto a Charles.
– Es como llaman los Ayoreóde a los hombres blancos.
–Ya, pero... ¿qué significa?
–Significa literalmente: “Gente que hace cosas extrañas o tontas”.
–Muy preciso.
La vieja me mira con sus ojos inescrutables. Le pido a Charles que le pregunte sobre el sitio exacto donde murieron los jóvenes cazadores Gaacái y Ugoy, las primeras víctimas del extraño mal.
Despues de hurgar largamente en los devaneos de la anciana, el misionero logra obtener una imprecisa referencia del sitio donde brotó el humo verde.
Ahora solo nos falta burlar la vigilancia de los militares que han cercado la aldea bajo el pretexto de la declarada “emergencia sanitaria”. El mayor Walter Espínola, a cargo del operativo, había aceptado a regañadientes mi presencia en la aldea, solo porque le mostré la autorización especial firmada por el secretario de informaciones de la Presidencia de la República, pero le ordenó a un soldado que no me pierda de vista un solo instante.
Así que me despido de él con una exagerada muestra de gratitud por su gentileza. Me mira desconfiado, pero a la vez contento de poder librarse de mi incómoda presencia. Con Charles subimos a la camioneta con el logotipo de la revista Ñangapiry News, donde el chofer me está esperando, asfixiado de calor. Un oficial da la orden y se abre la improvisada puerta en la muralla de alambre de púas, para dejarnos salir de la aldea.
Luego de habernos alejado como medio kilómetro, le pido al chofer que se detenga y me bajo a orinar al costado del camino. De reojo veo que un jeep verde también se detiene a la distancia, detrás nuestro. Un brillo de los reflejos del Sol delata el uso de sus anteojos largavistas.
Con disimulo, vuelvo a subir a la camioneta.
–Escuchame, Tapití. En la primera curva, disminuí la velocidad, pero no te detengas. –le digo al chofer- Charles y yo vamos a saltar. Vos seguí directo hasta Filadelfia y quedate a esperanos en el hotel, todo el tiempo que sea necesario.
-¿Qué...? –exclama Charles, alarmado.
Tapití, el chofer, asiente con la cabeza, sin ningún comentario. Nos conocemos desde hace mucho y ya está perfectamente habituado a mis locuras.
Con un gesto, Tapití me muestra el lugar más indicado, un recodo donde el camino serpentea en medio de una espesa vegetación. Aferro fuertemente mi mochila, le hago una seña a Charles, quien está pálido de susto. Cuando el vehículo dobla la curva, abro la portezuela, empujo a Charles y salto detrás de él.
Los dos caemos pesadamente al suelo. Charles grita de dolor, pero no le doy tiempo, me incorporo y lo arrastro hacia el monte. En seguida vemos que el jeep militar también dobla la curva, siguiendo las huellas de nuestra camioneta. Hay un oficial y dos soldados adentro, además del conductor, todos armados hasta los dientes. El oficial lleva los binoculares en la mano, aunque sé que le será muy difícil poder ver algo con el intenso traqueteo.
El jeep sigue de largo detrás de la camioneta. Harán un lindo viaje inútil hasta Filadelfia.
Miro a Charles, que ha contenido la respiración, y le hago un gesto tranquilizador. Saco mi pequeña brújula y trato de orientarme.
–Por lo que dijo la vieja, tenemos que caminar hacia el Norte –le explico.
–Usted está loco –me dice Charles.
–Eso ya lo sé. ¡En marcha!
* * *
Avanzamos despacio por un estrecho cañadón que se extiende hacia el norte. Los cañadones son hondonadas naturales, características de la topografía chaqueña, abiertas en medio de la espesura, cuya utilización fue muy eficaz para las tropas paraguayas durante la Guerra contra Bolivia, en los años 30. Charles camina detrás de mí, aún confundido, aunque ya menos asustado.
–Perdone la curiosidad, señor Bastos... –me dice, al cabo de varios minutos de silencio–. Ya sé que la muerte de veinte indígenas por paludismo es algo grave, pero no hasta el punto de que se declare un verdadero estado de guerra militar, ni que una importante revista de la capital envíe a su mejor periodista.
–Gracias por lo de mejor periodista, Charles. Ojalá mi director, Fulgencio Mendieta, pueda escucharte. Pero tenés razón. Aquí hay algo mucho más grave todavía. Esos indios no murieron de paludismo.
–¿No...? ¿Y entonces de qué...?
–Es lo que quiero averiguar. Sospecho que los cazadores descubrieron accidentalmente algo que estoy buscando desde hace tiempo. Algo muy peligroso y mortal. Algo que si se llega a difundir, puede hacer rodar la cabeza de personajes muy poderosos.
–Me está asustando de nuevo...
–Te voy a contar una historia, Charles. Una historia que vengo siguiendo desde hace años, hasta ahora con muy pobres resultados. Es una historia que comienza en Alemania, en el puerto de Bremen, en octubre de 1990, cuando las autoridades aduaneras realizan una verificación rutinaria al cargamento de un buque trasatlántico llamado Borkun. Se trataba de barriles de pinturas que iban a ser enviadas como donación a un lejano y pobre país tercermundista, llamado Paraguay. Ya habían sido enviados varios cargamentos similares anteriores, todos en forma absolutamente legal. Pero esa vez, los aduaneros advierten un nauseabundo olor, que los lleva a inspeccionar más a fondo. Al abrir uno de los barriles, perciben una extraña luminosidad verde en su interior. Rápidamente llaman a un equipo de expertos y descubren que en realidad el contenido no era pintura, sino desechos industriales, altamente tóxicos y de exportación absolutamente prohibida.
–Entonces... ¿era eso lo que...?
–No lo sabemos, Charles. Aquel cargamento fue confiscado y luego destruído. Organizaciones ecologistas como Greenpeace armaron un tremendo escándalo mundial, ya que el tráfico de basura tóxica es considerado como uno de los mayores crímenes contra el sistema ecológico del planeta. Empezó a hablarse de la presunción de que los anteriores cargamentos enviados al Paraguay eran también de basura tóxica, pero nunca se encontraron rastros ni evidencias. Hasta que empezaron a saltar algunos documentos. Una nota secreta del entonces ministro de Industria, ofreciendo a una empresa alemana la posibilidad de usar “desechos industriales” como combustible alternativo en los altos hornos de la Industria Nacional del Cemento, en Vallemí. Algunos avisos publicados en varios diarios europeos que ofrecían “tierra para depósito de desechos” en el Chaco central, específicamente en una desértica región denominada Rinconada Flavio. Y algunas notas del entonces agregado militar de la embajada paraguaya en Alemania, un coronel de caballería de apellido Oviedo... te suena, ¿verdad?... que ofrecía sus gestiones a empresarios alemanes para traer desechos industriales al país.
–Pero... ¿se pudo comprobar si llegó a entrar realmente algún cargamento?
–Una alta fuente diplomática nos confirmó que al menos una partida de tambores con productos altamente tóxicos, principalmente dioxina, fue enterrada por soldados de la Caballería en una zona desértica del Chaco Central, una oscura noche de junio de 1992, pero nunca pudimos precisar el lugar exacto. Es decir, nunca... hasta hoy.
–Carajo... carajo... carajo...
–No maldigas, Charles. Acordate que vos sos un misionero católico. Para más, salesiano. Por otra parte, estamos a punto de desentrañar el misterio. Mirá... allí están los árboles que nos mencionó la vieja Ayoreo.
* * *
“Encontrarán a dos árboles hermanos, frente a frente, exactamente iguales, como si fueran imágenes uno del otro”, había dicho en medio de su delirio la vieja Amatai. Tal cual, allí estaban, en la cima de una pequeña loma, dos frondosos y corpulentos samuhú o palo borracho, clones idénticos, cual si fueran mutuos reflejos de si mismos en un espejo.
Según la vieja había que pasar por en medio de los dos árboles gemelos, como a través de un arco del triunfo, y caminar veinticinco pasos hacia del lugar donde entra el Sol. Me pongo a medir la distancia, seguido por un repentinamente animado Charles, como si su miedo hubiera quedado atrás, superado por la adrenalina de la increíble aventura.
Al dar el vigésimo octavo paso (probablemente los Ayoreo tienen piernas más largas o no saben contar muy bien), encuentro la tierra pintada de verde. Ya no hay humo, pero el sitio esta marcado por un círculo de plantas muertas. Y en el centro... ni siquiera se han molestado aún en tapar el pozo abierto por la lanza de los jóvenes cazadores.
–Quedate allí, Charles. No te acerques. Puede ser peligroso.
Abro la mochila y le paso una de las máscaras de gas. Tengo que enseñarle como ponérsela. Yo me coloco otra y me calzo los guantes de amianto. Luego extraigo la pequeña pala plegable y me pongo a cavar con cuidado alrededor del hueco. Charles me observa, respirando ruidosamente dentro de su máscara, entre temeroso y con ganas de ayudar.
De pronto, al hundir otra vez la pala en la tierra, siento el golpe contra el metal.
Me acelero, pierdo mi característica parsimonia, arrojo la pala a un costado y me pongo a cavar frenéticamente con las manos, arrojando puñados de tierra al aire, sin sentir que mis dedos se lastiman bajo el guante de amianto, hasta que el barril va emergiendo con su siniestra estructura cilíndrica, carcomida por la espuma verde.
No puedo creerlo. A mi lado, Charles tiembla de excitación. Le pido que me pase la mochila. Extraigo mi cámara y empiezo a tomar fotos de todos los detalles y desde todos los ángulos. Después, con una tenaza, desprendo fragmentos para muestras y los guardo en bolsas herméticas de papel aluminio. Estoy tan concentrado, tan obsesionado, que no siento la presencia de las sombras que me rodean.
Al darme cuenta, ya es muy tarde.
El golpe estalla en mi cabeza y todo se oscurece.
* * *
Cuando recupero el conocimiento, Charles está allí, tumbado en el suelo, aún inconsciente, con su máscara aún puesta.
Toda la tierra alrededor ha sido recién cavada y removida.
Hay muchas huellas de botas y camiones pesados.
Encuentro mi cámara fotográfica arrojada entre los arbustos, rota y sin batería, ni tarjeta de memoria.
Ni un solo rastro de los barriles.
¡Maldición!
Charles despierta al rato, con la cabeza dolorida.
Le saco la máscara. Le paso agua de la cantimplora, le cuento, le explico.
–¿Qué va a hacer usted ahora...? –me pregunta.
–Seguir buscando.
–¿En dónde...? Con seguridad, esta vez van a hacer desaparecer todo.
–Imposible, Charles. La dioxina no se evapora en el aire. Tarda 250 años en disolverse en el ambiente. Esos condenados barriles habrán sido enterrados en otro lugar. Ya los encontraremos.
–Será muy difícil... ¡El Chaco es inmenso!
–También mi rabia y mis ganas son inmensas, Charles. No te preocupes. ¡Vamos...!
Una ráfaga de viento fresco y suave nos golpea en la cara, cuando nos incorporamos para desandar el camino.
En el horizonte, una bandada de loros pasa volando en cámara lenta, mientras un Sol pálido y rojizo empieza a caer detrás del bosque de palmas.
Aspiro profundamente ese vital aire chaqueño, tan poblado de encantos y de secretos. Luego de doy una cariñosa palmada a Charles y lo empujo decidido hacia el cañadón.
Fue en vano. En el último segundo, el animal se esquivó y echó a correr. La lanza se clavó en la tierra con un ruido seco, curiosamente metálico.
Ugói se aproximó, mientras Gaacái se reía de la torpeza de su amigo. Del chancho salvaje solo había quedado un leve murmullo perdiéndose entre la espesura.
Ugói intentó desenterrar la lanza y la sintió dura, como si algo la aprisionara. Extrañado, la aferró con las dos manos y tironeó con fuerza. Hubo un crujido, un shsssst intenso, un olor picante que lo envolvía rápidamente. Una llamarada de fuego se encendió dentro de sus pulmones.
A pocos metros, Gaacái vio a su amigo toser, tambalearse y luego caer, envuelto en una radiante nube de humo verde, que brotaba desde el fondo de la tierra.
Corrió para ayudarlo, pero no pudo llegar hasta él.
La nube verde salió a su encuentro, y fue como si el Sol se derritiera sobre sus hombros.
* * *
–Humo verde –dice la vieja en idioma Ayoreo, según me explica Charles, el misionero salesiano que hace de guía y traductor.
Dupade, en la árida región del Chaco Central, parece una aldea fantasma, un miserable poblado barrido por los Jinetes del Apocalipsis.
Solamente la vieja Amatai está sentada en medio de la soledad de la siesta infernal, con su bastón de madera y sus ojos alucinados, hablando de visiones y profecías.
Ella es la única sobreviviente de esa pequeña comunidad de indígenas Ayoreo en donde han fallecido más de veinte personas, víctimas de una extraña enfermedad que el Ministerio de Salud se apresuró en catalogar oficialmente como “Epidemia de paludismo”.
–¡La madre tierra, herida mortalmente por los Cojñone, se ha enojado con sus hijos! –repite una y otra vez la vieja Amatai, con voz estremecida, agitando en el aire su bastón de madera–. ¡Por eso ha enviado el humo verde de la muerte!
–¿Qué significa Cojñone? -le pregunto a Charles.
– Es como llaman los Ayoreóde a los hombres blancos.
–Ya, pero... ¿qué significa?
–Significa literalmente: “Gente que hace cosas extrañas o tontas”.
–Muy preciso.
La vieja me mira con sus ojos inescrutables. Le pido a Charles que le pregunte sobre el sitio exacto donde murieron los jóvenes cazadores Gaacái y Ugoy, las primeras víctimas del extraño mal.
Despues de hurgar largamente en los devaneos de la anciana, el misionero logra obtener una imprecisa referencia del sitio donde brotó el humo verde.
Ahora solo nos falta burlar la vigilancia de los militares que han cercado la aldea bajo el pretexto de la declarada “emergencia sanitaria”. El mayor Walter Espínola, a cargo del operativo, había aceptado a regañadientes mi presencia en la aldea, solo porque le mostré la autorización especial firmada por el secretario de informaciones de la Presidencia de la República, pero le ordenó a un soldado que no me pierda de vista un solo instante.
Así que me despido de él con una exagerada muestra de gratitud por su gentileza. Me mira desconfiado, pero a la vez contento de poder librarse de mi incómoda presencia. Con Charles subimos a la camioneta con el logotipo de la revista Ñangapiry News, donde el chofer me está esperando, asfixiado de calor. Un oficial da la orden y se abre la improvisada puerta en la muralla de alambre de púas, para dejarnos salir de la aldea.
Luego de habernos alejado como medio kilómetro, le pido al chofer que se detenga y me bajo a orinar al costado del camino. De reojo veo que un jeep verde también se detiene a la distancia, detrás nuestro. Un brillo de los reflejos del Sol delata el uso de sus anteojos largavistas.
Con disimulo, vuelvo a subir a la camioneta.
–Escuchame, Tapití. En la primera curva, disminuí la velocidad, pero no te detengas. –le digo al chofer- Charles y yo vamos a saltar. Vos seguí directo hasta Filadelfia y quedate a esperanos en el hotel, todo el tiempo que sea necesario.
-¿Qué...? –exclama Charles, alarmado.
Tapití, el chofer, asiente con la cabeza, sin ningún comentario. Nos conocemos desde hace mucho y ya está perfectamente habituado a mis locuras.
Con un gesto, Tapití me muestra el lugar más indicado, un recodo donde el camino serpentea en medio de una espesa vegetación. Aferro fuertemente mi mochila, le hago una seña a Charles, quien está pálido de susto. Cuando el vehículo dobla la curva, abro la portezuela, empujo a Charles y salto detrás de él.
Los dos caemos pesadamente al suelo. Charles grita de dolor, pero no le doy tiempo, me incorporo y lo arrastro hacia el monte. En seguida vemos que el jeep militar también dobla la curva, siguiendo las huellas de nuestra camioneta. Hay un oficial y dos soldados adentro, además del conductor, todos armados hasta los dientes. El oficial lleva los binoculares en la mano, aunque sé que le será muy difícil poder ver algo con el intenso traqueteo.
El jeep sigue de largo detrás de la camioneta. Harán un lindo viaje inútil hasta Filadelfia.
Miro a Charles, que ha contenido la respiración, y le hago un gesto tranquilizador. Saco mi pequeña brújula y trato de orientarme.
–Por lo que dijo la vieja, tenemos que caminar hacia el Norte –le explico.
–Usted está loco –me dice Charles.
–Eso ya lo sé. ¡En marcha!
* * *
Avanzamos despacio por un estrecho cañadón que se extiende hacia el norte. Los cañadones son hondonadas naturales, características de la topografía chaqueña, abiertas en medio de la espesura, cuya utilización fue muy eficaz para las tropas paraguayas durante la Guerra contra Bolivia, en los años 30. Charles camina detrás de mí, aún confundido, aunque ya menos asustado.
–Perdone la curiosidad, señor Bastos... –me dice, al cabo de varios minutos de silencio–. Ya sé que la muerte de veinte indígenas por paludismo es algo grave, pero no hasta el punto de que se declare un verdadero estado de guerra militar, ni que una importante revista de la capital envíe a su mejor periodista.
–Gracias por lo de mejor periodista, Charles. Ojalá mi director, Fulgencio Mendieta, pueda escucharte. Pero tenés razón. Aquí hay algo mucho más grave todavía. Esos indios no murieron de paludismo.
–¿No...? ¿Y entonces de qué...?
–Es lo que quiero averiguar. Sospecho que los cazadores descubrieron accidentalmente algo que estoy buscando desde hace tiempo. Algo muy peligroso y mortal. Algo que si se llega a difundir, puede hacer rodar la cabeza de personajes muy poderosos.
–Me está asustando de nuevo...
–Te voy a contar una historia, Charles. Una historia que vengo siguiendo desde hace años, hasta ahora con muy pobres resultados. Es una historia que comienza en Alemania, en el puerto de Bremen, en octubre de 1990, cuando las autoridades aduaneras realizan una verificación rutinaria al cargamento de un buque trasatlántico llamado Borkun. Se trataba de barriles de pinturas que iban a ser enviadas como donación a un lejano y pobre país tercermundista, llamado Paraguay. Ya habían sido enviados varios cargamentos similares anteriores, todos en forma absolutamente legal. Pero esa vez, los aduaneros advierten un nauseabundo olor, que los lleva a inspeccionar más a fondo. Al abrir uno de los barriles, perciben una extraña luminosidad verde en su interior. Rápidamente llaman a un equipo de expertos y descubren que en realidad el contenido no era pintura, sino desechos industriales, altamente tóxicos y de exportación absolutamente prohibida.
–Entonces... ¿era eso lo que...?
–No lo sabemos, Charles. Aquel cargamento fue confiscado y luego destruído. Organizaciones ecologistas como Greenpeace armaron un tremendo escándalo mundial, ya que el tráfico de basura tóxica es considerado como uno de los mayores crímenes contra el sistema ecológico del planeta. Empezó a hablarse de la presunción de que los anteriores cargamentos enviados al Paraguay eran también de basura tóxica, pero nunca se encontraron rastros ni evidencias. Hasta que empezaron a saltar algunos documentos. Una nota secreta del entonces ministro de Industria, ofreciendo a una empresa alemana la posibilidad de usar “desechos industriales” como combustible alternativo en los altos hornos de la Industria Nacional del Cemento, en Vallemí. Algunos avisos publicados en varios diarios europeos que ofrecían “tierra para depósito de desechos” en el Chaco central, específicamente en una desértica región denominada Rinconada Flavio. Y algunas notas del entonces agregado militar de la embajada paraguaya en Alemania, un coronel de caballería de apellido Oviedo... te suena, ¿verdad?... que ofrecía sus gestiones a empresarios alemanes para traer desechos industriales al país.
–Pero... ¿se pudo comprobar si llegó a entrar realmente algún cargamento?
–Una alta fuente diplomática nos confirmó que al menos una partida de tambores con productos altamente tóxicos, principalmente dioxina, fue enterrada por soldados de la Caballería en una zona desértica del Chaco Central, una oscura noche de junio de 1992, pero nunca pudimos precisar el lugar exacto. Es decir, nunca... hasta hoy.
–Carajo... carajo... carajo...
–No maldigas, Charles. Acordate que vos sos un misionero católico. Para más, salesiano. Por otra parte, estamos a punto de desentrañar el misterio. Mirá... allí están los árboles que nos mencionó la vieja Ayoreo.
* * *
“Encontrarán a dos árboles hermanos, frente a frente, exactamente iguales, como si fueran imágenes uno del otro”, había dicho en medio de su delirio la vieja Amatai. Tal cual, allí estaban, en la cima de una pequeña loma, dos frondosos y corpulentos samuhú o palo borracho, clones idénticos, cual si fueran mutuos reflejos de si mismos en un espejo.
Según la vieja había que pasar por en medio de los dos árboles gemelos, como a través de un arco del triunfo, y caminar veinticinco pasos hacia del lugar donde entra el Sol. Me pongo a medir la distancia, seguido por un repentinamente animado Charles, como si su miedo hubiera quedado atrás, superado por la adrenalina de la increíble aventura.
Al dar el vigésimo octavo paso (probablemente los Ayoreo tienen piernas más largas o no saben contar muy bien), encuentro la tierra pintada de verde. Ya no hay humo, pero el sitio esta marcado por un círculo de plantas muertas. Y en el centro... ni siquiera se han molestado aún en tapar el pozo abierto por la lanza de los jóvenes cazadores.
–Quedate allí, Charles. No te acerques. Puede ser peligroso.
Abro la mochila y le paso una de las máscaras de gas. Tengo que enseñarle como ponérsela. Yo me coloco otra y me calzo los guantes de amianto. Luego extraigo la pequeña pala plegable y me pongo a cavar con cuidado alrededor del hueco. Charles me observa, respirando ruidosamente dentro de su máscara, entre temeroso y con ganas de ayudar.
De pronto, al hundir otra vez la pala en la tierra, siento el golpe contra el metal.
Me acelero, pierdo mi característica parsimonia, arrojo la pala a un costado y me pongo a cavar frenéticamente con las manos, arrojando puñados de tierra al aire, sin sentir que mis dedos se lastiman bajo el guante de amianto, hasta que el barril va emergiendo con su siniestra estructura cilíndrica, carcomida por la espuma verde.
No puedo creerlo. A mi lado, Charles tiembla de excitación. Le pido que me pase la mochila. Extraigo mi cámara y empiezo a tomar fotos de todos los detalles y desde todos los ángulos. Después, con una tenaza, desprendo fragmentos para muestras y los guardo en bolsas herméticas de papel aluminio. Estoy tan concentrado, tan obsesionado, que no siento la presencia de las sombras que me rodean.
Al darme cuenta, ya es muy tarde.
El golpe estalla en mi cabeza y todo se oscurece.
* * *
Cuando recupero el conocimiento, Charles está allí, tumbado en el suelo, aún inconsciente, con su máscara aún puesta.
Toda la tierra alrededor ha sido recién cavada y removida.
Hay muchas huellas de botas y camiones pesados.
Encuentro mi cámara fotográfica arrojada entre los arbustos, rota y sin batería, ni tarjeta de memoria.
Ni un solo rastro de los barriles.
¡Maldición!
Charles despierta al rato, con la cabeza dolorida.
Le saco la máscara. Le paso agua de la cantimplora, le cuento, le explico.
–¿Qué va a hacer usted ahora...? –me pregunta.
–Seguir buscando.
–¿En dónde...? Con seguridad, esta vez van a hacer desaparecer todo.
–Imposible, Charles. La dioxina no se evapora en el aire. Tarda 250 años en disolverse en el ambiente. Esos condenados barriles habrán sido enterrados en otro lugar. Ya los encontraremos.
–Será muy difícil... ¡El Chaco es inmenso!
–También mi rabia y mis ganas son inmensas, Charles. No te preocupes. ¡Vamos...!
Una ráfaga de viento fresco y suave nos golpea en la cara, cuando nos incorporamos para desandar el camino.
En el horizonte, una bandada de loros pasa volando en cámara lenta, mientras un Sol pálido y rojizo empieza a caer detrás del bosque de palmas.
Aspiro profundamente ese vital aire chaqueño, tan poblado de encantos y de secretos. Luego de doy una cariñosa palmada a Charles y lo empujo decidido hacia el cañadón.
Y despues? Y despues? Y despues? Cuando sale la novela???????????
ResponderEliminarInteresante, el Chaco. creo que hasta ahora no se ambientó una novela en el Chaco. Que es un territorio virgen literariamente. Y el tema también, suena bien, ya quiero leer el libro.
ResponderEliminarSaludos Andrés