Uno sacaba la mano por la ventanilla de la camioneta y sentía el aire como una llamarada viva. Con toda seguridad, hasta el infierno de Dante resultaría un lugar más fresco que esa región calcinada del Amambay, por la que vagábamos cual espectros cubiertos de polvareda roja, en busca de informes sobre narcotráfico.
Como a las dos de la tarde, nos detuvimos frente a un ranchito, a unos 40 kilómetros de Capitán Bado. A la entrada de la humilde vivienda había un pequeño bosque de naranjos y las frutas estaban regadas por el suelo, formando una alfombra multicolor. Eran esas frutas chiquitas, conocidas en la campaña como “naranja Paraguay”, con la piel rugosa, oscura y sucia, por las que nadie pagaría un solo guaraní, pero que al cortarlas se revelan con la pulpa amarilla y dulce como la miel, capaz de dejar atrás a cualquiera de esos enormes cítricos injertados de cáscara dorada y brillante, pero más insulsos que un trozo de esponja.
–Buenas tardes, mba’eichapa. ¡Pe hasami que la che rancho pe! –invitó desde la tranquera un viejo chokokue escapado de una postal turística, con el sombrero pirí entre las manos.
Saludos. Apretones de manos. Explicaciones. La reiterada sorpresa de encontrarse siempre con la amabilidad sin límites de nuestra gente de campo, la que todavía es capaz de abrir las puertas de su casa y de su corazón al forastero que llega cansado, en busca de un poco de descanso. La que todavía ofrece gentilmente lo poco que tiene, sin pedir nada a cambio.
Una palangana de agua junto al pozo. La placentera caricia del líquido llevándose una por una las sucesivas capas de tierra acumulada sobre la piel. Y después un banco de madera bajo la fresca sombra de los naranjos. Una plática amable. Un sinfín de anécdotas en guaraní.
Hasta que la esposa del chokokue, también escapada de la misma postal campesina, mujer más vieja que su edad, rostro cincelado por mil arrugas, sonríe mientras formula otro gentil ofrecimiento:
–¿Nda pe usei piko jugo ro’ysa porá?
Los ojos de Lucas, el fotógrafo, se encienden. Los de Tapití, el chofer, también. Seguramente los míos no se quedan atrás. Tantas horas atravesando el infierno, tanto calor, tanta sed acumulada. Además, toda esa naranja que se pierde sin remedio allí en el suelo darían un sabroso jugo, abundante de vitaminas. ¿Por qué no?
–No queremos molestar, señora... –objeta Lucas, sin mucha convicción.
–No es ninguna molestia, che karaí –dice la vieja campesina huida de la postal–. Enseguida a preparata.
Y allá va, rumbo a la cocina, seguida por una de sus hijas, seguramente a exprimir las naranjas. Tantas naranjas que se podrían preparar barriles de jugo, puro, fresco y natural. ¡Cuanta riqueza!, dice el chofer.
Pero no. La vieja regresa con una jarra de plástico llena de agua, en donde flota un pedazo de hielo solitario. Y además trae algo entre las manos. ¿Qué es...? Un sobre, un sobre amarillo, de esos que llenan los estantes de los supermercados. Un logo identifica a la marca brasileña, tan conocida. ¡Oh no!, dice el fotógrafo, sin decirlo.
La vieja, orgullosa, rompe el sobre en un extremo. El polvo amarillo, oloroso, químico, sintético, cae sobre el agua y empieza a colorearlo. La vieja sonríe, maravillada por el prodigio instantáneo. El jugo ya está listo. Tan fácil y simple. La hija trae los vasos. Lucas trata de disimular una mueca de disgusto.
–¿Mba´ereiko ndereipurui ko ne naranja o ñe hundipa reiva la nde jugorá, señora? –pregunta el chofer, incapaz de contenerse, mientras examina con desconfianza el líquido amarillo en su vaso.
–Pea ko iporave, che karai –le explica la vieja con paciencia maternal–. Pea ko ou directoite fábrica gui. Pea ko hina la pogreso.
Muy buen relato, increíble (pero no improbable) que se considere algo sintético mejor que algo natural, realmente triste. Para cuando otra novela?
ResponderEliminar