lunes, 24 de septiembre de 2007

¡Ay, Astrea...!


Al principio no la reconocí. Estaba parada en el mismo lugar de siempre, sobre el frío monolito de cemento, frente al aún más frío edificio del Palacio de Injusticia.
No la reconocí. Estaba muy diferente, la chica. Su túnica era mucho más corta, adaptada como una infartante minifalda, tapándole una mínima parte del muslo. La venda —que tradicionalmente le cubría los ojos— esta vez la tenía colocada sobre la frente, a la manera de una coqueta vincha, revelando que en realidad ella tiene unos bellos y perturbadores ojos azules, quién lo diría. Y en lugar de la balanza y la espada que siempre acostumbraba llevar en las manos, ahora tenía una pequeña cartera de cuerina negra, a la que hacía girar y girar constantemente.
No la reconocí. Yo iba caminando apurado por la vereda del Palacio, cuando ella me llamó con un chistido.
—¡Chst... che papito! ¿Adónde pio te vas?
—Perdón, señorita. ¿Me habla a mí...?
—Sí, claro! ¿No me reconocés, pio? ¡Soy yo... Astrea!
—¿Andrea...? ¿La de la cachaca? ¿Esa que dice: "Ay, Andrea, que puta que sos"?
—No, no... Andrea, no. ¡Astrea, te dije...! A-s-t-r-e-a. La diosa griega, hija de Zeus y Temis. La Dama de la Justicia. ¿Me ubicás...?
—¡Oh, perdón...! ¡Es que estás tan diferente a esa clásica imagen tuya que nos enseñaron en el colegio!
—Y bueno... hay que adaptarse a los nuevos tiempos, querido.
—¿Pero... por qué, Astrea? ¿Por qué el cambio? Somos muchos los que todavía esperamos que tu balanza sea equilibrada y justa, que tus veredictos se den con los ojos cerrados, que tu espada caiga en forma implacable sobre los que delinquen...
—¡Ay, querido...! Es que ya me cansé de hacer el papel de boluda. Yo siempre aquí, parada como una estatua, mientras los ministros de mi Corte usan sus escritorios como si fueran las camas de un vulgar motel, ante los ojos asustados de las pobres limpiadoras. Yo aquí, con la vista tapada por esta estúpida venda, mientras los jueces venden sus sentencias al mejor postor y hasta los ordenanzas de mi Palacio piden coimas para mover un expediente. ¿Te parece, pio...?
—No, claro...
—Por eso me dije: ¡Basta ya de boludear! Yo también quiero ligar algo. Así que... aquí estoy, con mi nuevo look, tratando de dar una imagen más acorde al tipo de Justicia que reina en el Paraguay del siglo Veintiuno. Hasta estoy pensando en habilitar mi propia hot-line, con el número 0904-ASTREA, al cual podés llamar desde tu línea baja, celular o multicard.
—¡Qué moderna..!
—¡Ay sí, querido...! Y decime... ¿vos no tenés algún expedientito judicial que necesites hacer correr? ¿Alguna chicanita que requieras plantear? ¿Algún testigo, juez, fiscal o abogado que desees comprar? ¿Alguna hija, hijo, sobrina o sobrino que quieras hacer nombrar en mi Palacio, o enviar a turistear con algún curso en Europa, con pasajes y viáticos pagados por el Estado? ¡Te puedo hacer buen precio, darling...!
Empezó a revolear la carterita y a mirarme con ojos sensuales e insinuantes.
No le respondí.
¿Para qué...?
La dejé allí, sobre su frío monolito frente al frío Palacio, revoleando la carterita, y me alejé en silencio, pensando que en realidad no me había equivocado.
Era nomás la de la cachaca...

martes, 11 de septiembre de 2007

ANGÉLICA

(Monólogo teatral de Andrés Colmán Gutiérrez - Escrito para la obra Casona: Siete Habitaciones -Última habitación: La Lujuria-, puesta en escena en El Estudio, en agosto y setiembre de 2007-. Interpretada por Jorge Torres Romero. Versión original).

En el centro un confesionario de Iglesia. Suena una música religiosa instrumental en un viejo órgano. El actor ingresa despacio. Su actitud es seria, reverente. Se santigua y se acerca al confesionario, se arrodilla.

-Hola, pa’i. ¿Está ahí…? Necesito hablar con usted. ¡Necesito hablar con alguien! Necesito contarle de Angélica… la que me tiene al borde de la locura y de la muerte. ¿Me escucha…?
No, Angélica no es mi novia. Tampoco es mi esposa, ni mi amante. ¡Angélica ni siquiera es un ser real, de carne y hueso!
Angélica es… ¿cómo decirle? ¿Sabe usted lo que es la ansiedad o la angustia, pa’i? ¿Esa sensación indefinible que aparece cuando menos te lo esperas, y te arranca lágrimas de sangre, te quiebra el corazón, te hace abandonar cualquier cosa importante, para arrastrarte a bailar a la orilla de un precipicio?
Si. Esa es Angélica, pa’i. Es el nombre que le doy a mi mejor o peor pesadilla. Ella es la que me tiene loco. ¡Y ya no puedo más…!
Míreme, pa’i: así como ve, yo soy lo que se llama “un hombre de éxito”. Buena familia, buena educación cristiana, buen matrimonio, buena posición social. Una esposa abnegada, dedicada, sumisa, como tiene que ser. Unos hijos ejemplares, disciplinados, que hacen todo lo que su papá les dice. Soy un tipo bien relacionado, tanto con la gente del gobierno como con la oposición. Y claro: voy a misa todos los domingos, religiosamente. Es decir: ¡Tengo todo lo necesario para ser un hombre feliz!
Pero… ¿quién aparece para desestabilizar mi vida? ¡Angélica…!
El otro día estaba en un asado, en la casa de mi amigo Julio. Y de pronto, casi de la nada, siento que algo me pica adentro. Miro en frente, al otro lado de la mesa, donde está sentada Claudia, la mujer de Julio… ¿y que veo? La veo a ella… ¡pero con la cara de Angélica! Desde ese momento, ya ninguna otra cosa tuvo importancia, pa´i. Ni el asado, ni la charla sobre fútbol, ni mi esposa y sus reclamos. Solo ella, con su mirada pícara, su sonrisa lujuriosa y sus rojos labios obscenos, provocándome. Solo ella, pasando sus dedos por el borde de la copa de vino, rozando mi pierna con sus pies descalzos bajo el mantel. Solo ella, levantándose luego de guiñarme el ojo, y yo siguiéndola como un idiota, atrapándola en el pasillo, apretándola contra la pared, estrujando sus labios con mis besos desesperados, con mis manos acariciando sus senos, subiendo por sus piernas bajo el vestido. Ella que se me entrega y se me escapa, y yo la persigo y la vuelvo a atrapar, una y otra vez, le quito el sujetador, le quito la bombacha… cuando de pronto escucho muy cerca la voz de mi esposa llamándome, y me paralizo, me cago de susto, y ella se mete en el baño y yo me quedo allí, como un boludo, con las ropas desarregladas…
¿Sabe usted lo que es la lujuria, pa’i? Claro, ¿cómo no lo va a saber? Es uno de los siete pecados capitales. Está en la Biblia. Por la lujuria, Adán y Eva fueron echados del paraíso y toda la raza humana fue condenada. Por la lujuria, dos ciudades enteras, Sodoma y Gomorra, fueron destruidas a sangre y fuego por la ira del Señor. El imperio más poderoso de la tierra, Roma, que supo resistir y vencer a los más feroces enemigos, sin embargo se derrumbó solito … ¿Por qué…? ¡Por la lujuria, pa’i! ¡Por la decadencia a la que le arrastraron los romanos con el apetito desordenado del goce sexual, con sus fiestas bacanales y sus interminables orgías…!
Sí… yo se que es pecado y tengo que resistirme, pa’i.
Pero Angélica no me deja vivir en paz.
Se me aparece apenas me levanto, con la cara de la empleada doméstica, que está agachada limpiando el piso con un shorcito apretado que resalta sus glúteos perfectos. Me saluda con el gesto de la deliciosa vecinita de abajo, que cuando salgo al trabajo me invita a que la ayude a hacer un trabajo práctico para el colegio, ahora, en el departamento, cuando no están sus padres. Me provoca con las desverguenza de la kioskera rubia de la esquina, que cuando me vende el diario me acaricia la mano y se relame los labios con la lengua. Me excita con la mirada lánguida de mi secretaria, que cada día llega con la pollera más cortita y el top más infartante, y me responde con voz de telefonista hot line.
¡No sé que hacer, pa’i! Angélica es una maldición… pero tampoco sé si quiero liberarme de ella. ¡No me malentienda! Desde que ella llegó, mi vida que antes era gris y aburrida, ahora es un infierno, pero también se volvió… como le digo… más interesante… eh… mas emocionante…. ¿Comprende? Ella es mi perdición, pero también es mi salvación. La lujuria, el sexo, la vulnerabilidad del eros… es lo que nos hace débiles en nuestra fortaleza… o fuertes en nuestra debilidad… no se.
¡De carne somos, mi querido pa’i!

sábado, 8 de septiembre de 2007

Cuando llegue la primavera


Apareció de pronto, al costado de la carretera.
Veníamos devorando kilómetros desde Ciudad del Este, a través de la ruta 7, cuando vimos emerger su oscura silueta recortada contra el horizonte vacío. Sus ramas parecían brazos elevados hacia el cielo, en un sordo y desgarrado clamor.
Era una extensa parcela de terreno mecanizado, en las afueras de J. Eulogio Estigarribia. No hace mucho allí había existido una selva subtropical, parte del exuberante Bosque Atlántico del Alto Paraná.
Ahora ya no quedaba absolutamente nada. Solo un inmenso desierto de tierra roja recién removida por un ejército de tractores y topadoras. Y en medio de esa devastación estaba el árbol, desnudo y triste, último sobreviviente, imagen viva de la más espantosa desolación.
Estacioné el auto junto a un derruido cartel de señales de tránsito. Claudia abrió la puerta y se echó a andar como hipnotizada. Caminaba de prisa, casi a la carrera, con la respiración agitada.
Se detuvo junto al árbol y cayó de rodillas. Acarició la corteza rugosa y seca, como si fuera la piel de un moribundo.
No hubo palabras. El silencio lo decía todo. El silencio estaba cargado de voces, de lamentos, de alaridos de dolor. Por un instante el aire se pobló con el estruendo de las motosierras, con el estallido de los troncos quebrándose unos tras otros, con el retumbar de las topadoras y las cadenas destrozando el mundo en la gran masacre forestal. Los gritos del silencio resonaban como el gemido de los moribundos en un campo de batalla.
No sé por qué, en ese momento, se me ocurrió que el árbol solitario y herido era la desolada metáfora de este país.
–¿Quién...? –preguntó Claudia–. ¿Quién lo ha dejado así, abandonado en mitad de la tierra?
No le respondí. ¿Para qué...? Podía darle una larga lista con nombres y apellidos. Podía citarles uno por uno a los empresarios agroexportadores, a los traficantes madereros, a las autoridades corruptas, a los políticos inescrupulosos, a los seudodirigentes campesinos... pero todos se difuminarían en el engranaje de un sistema sin rostros.
No dije nada.
A lo lejos, dos colonos menonitas miraban con satisfacción el vasto horizonte de campo recién arado. Seguramente ellos lo llamaban progreso.
–Se va a morir... –dijo Claudia, con voz entrecortada–. El árbol está seco y se va a morir.
–No –le dije–. No se va a morir. Cuando llegue la primavera, volverá a brotar. Mirá... la tierra está húmeda, tiene agua suficiente para resistir.
–El problema no es la falta de agua –dijo ella–. El árbol se va a morir de tristeza y soledad.
Como un eco a sus palabras, a la distancia se escuchó un concierto de graznidos.
En el horizonte rojo vimos una nube de aleteos que se aproximaba lentamente desde el Sur, como un montón de hojas bailando en el viento.
Era una bandada de loritos maracaná.
Las aves pasaron rozando nuestras cabezas, giraron en torno al árbol desnudo en perfectos vuelos concéntricos, y luego empezaron a posarse una a una sobre las ramas. Sus plumas brillaban bajo los destellos del Sol.
–¡Qué hermoso...! –exclamó Claudia, con los ojos humedecidos, al ver al árbol cubierto por esa repentina explosión de verde.
–Sí... –le dije, mientras la ayudaba a levantarse–. Vení, vamos... Te prometo que volveremos a pasar por aquí, cuando llegue la primavera, para que puedas ver al árbol vestirse de color y alegría.
–¿Estás seguro...?
–Sí... El árbol va a rebrotar, porque ya no está solo.
–¿Lo decís por los pájaros? –preguntó Claudia, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
–No –le aseguré, mientras me llenaba los pulmones con el aire de la inmensidad–. No lo digo solamente por los pájaros.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Las mujeres del agua


Foto: Sonia Delgado
Es muy común encontrarlas a orillas de un arroyo, a la entrada de cualquiera de los tantos pueblos dormidos en la blanca y radiante oscuridad de la siesta paraguaya.
Son mujeres de aspecto sencillo, con sus polleras arremangadas y sus piernas desnudas hundidas en el agua cristalina.
Mujeres de manos curtidas que estrujan cada ropa mojada con vitalidad febril, arrancándole la suciedad a golpes de palmeta y jabón, hasta extenderla inmaculada al sol, como una bandera victoriosa.
Cuando el día nace, inundado de claridad, ellas van recorriendo casa por casa las calles del pueblo, recogiendo la ropa sucia de sus marchantes, con la dignidad de compartir el mismo oficio de aquella mítica mujer llamada María, la que viviera en una aldea lejana en el tiempo y la distancia, Nazareth.
Golpean las palmas de las manos ante cada puerta y reciben los atados, paquetes envueltos en una sábana, que se van acumulando en una inmensa palangana de plástico o aluminio, que ellas llevan equilibrada sobre sus cabezas con una mágica habilidad de malabarista.
De pronto, al acercarse a una de las casas, una de las mujeres lanza el grito de alarma. Con gestos de indignación y rabia, su mano apunta al enemigo. Allí, detrás de la cerca, en el patio, bajo la enramada, brilla la desafiante presencia de un flamante lavarropas automático.
La frustración se refleja en los rostros. Otra batalla perdida. Un marchante más conquistado por el progreso. Y ellas sospechan, cada vez con mayor certeza, que terminarán derrotadas en esta guerra. Solo es cuestión de tiempo. El enemigo es cada vez más numeroso. Exhibe su superioridad tecnológica en las veredas de las grandes tiendas y los almacenes de ramos generales. Y para colmo, en el nuevo salón de la esquina, frente a la plaza, ha aparecido un amenazador cartel que anuncia: “Laverap – Lavandería automática – Próxima inauguración”.

* * *

–Aháta aiko ype.
Así dicen las mujeres lavanderas, a manera de despedida en el hogar, cuando se dirigen al arroyo.
La frase, cuya versión en castellano sería “Me voy a lavar ropa”, traducida literalmente significa: “Me voy a vivir en el agua”. Y no es una exageración.
El guaraní popular ha sabido capturar sabiamente la exacta imagen de una estampa cultural que hoy se encuentra en vías de extinción.
Mujeres que viven toda su vida en el agua.
Mujeres que son de agua.

Mujeres que lavan la ropa como si lavaran la vida misma, como si en ese rito cotidiano quisieran limpiar el mundo de tanto odio y tanta maldad, de tanta corrupción y tanta injusticia. Como si ellas tuvieran el designio divino de enguagarnos la esperanza, cada vez que se nos ensucia, y de extenderla otra vez inmaculada, como una sábana blanca brillando bajo el sol.

sábado, 25 de agosto de 2007

La mujer del colectivo

A las 8:20 de la mañana ella sube a bordo de un ómnibus de la Línea 23, en Quinta y Montevideo. El chofer la mira con cara de desagrado, pero la deja pasar. Ella se ubica al frente de los pasajeros somnolientos como si fuera una artista en el centro de un escenario, equilibrándose entre las frenadas y los banquinazos.
Es una mujer de unos 35 a 40 años, blanca, robusta y no muy alta. Tiene la cabeza rapada y cubierta con un pañuelo. Viste ropas sucias. Su mano izquierda y parte de su brazo están envueltos en vendas desaliñadas, llenas de manchas.
-¡Muy buenos días, señores pasajeros! Discúlpenme por molestarlos, pero necesito de su ayuda cristiana... -exclama la mujer, con voz potente y clara, dejando oir un leve tono porteño por encima de los ronquidos del motor.
Algunos pasajeros la miran con interés, otros con fastidio. ¿Será otra vendedora de estampitas, de productos cosméticos milagrosos, de extraordinarias ofertas lleve-cinco-por-apenas-mil?
-¡Perdónenme, señores pasajeros, pero la necesidad me empuja a ser muy sincera! -dice la mujer, y en su voz se cuela un sollozo-. Mi hija y yo sufrimos una grave enfermedad, pero no tenemos recursos, porque somos muy pobres. Estamos siguiendo un tratamiento en el Hospital del Cáncer y del Quemado, en Areguá, y necesitamos urgente donación de sangre. Si alguien quiere colaborar, solo tiene que presentarse y decir que la sangre es para la familia Riquelme. ¡No le van a cobrar la bolsa...!
Varios pasajeros se revuelven en sus asientos, incómodos. Una muchacha con aspecto de oficinista mira por la ventanilla hacia el exterior. El ómnibus sigue su marcha, sorteando baches y motociclistas kamikazes. Afuera, Asunción se baña de sol y polvareda, sacudida por un ardiente viento norte.
-¡También les quiero pedir un poco de dinero, si pueden ayudarme, señores pasajeros! -grita ahora la mujer, barriendo con sus ojos claros los rostros que pueblan el transporte colectivo-. Cualquier monedita ya me va a servir mucho. Tengo que comprar rifocin y otros remedios, porque mis heridas se están descomponiendo, están llenas de pus por falta de tratamiento. ¡Ayudenme por favor...!
La mujer empieza a desfilar por el pasillo, muy cerca de cada uno de los asientos. Extiende el brazo vendado, dejando ver parte de la piel cubierta por manchas negras. Un hombre de traje se pega a la pared, evitando que lo toque, y le pasa varios billetes. La chica oficinista pone cara de asco y abre su monedero. Nadie deja de colaborar. Una mujer casi anciana, con lágrimas en los ojos, parece rezar por ella.
Cuando me toca el turno, con una curiosa mezcla de compasión y repulsión, le paso un billete de cinco mil. Al tenerla cerca, me llaman la atención las manchas de su brazo. ¿Será...? Inesperadamente, extiendo un dedo y la toco. La mancha se corre, se deshace al tacto. Sí... ¡es tinta de marcador negro!
La mujer se sacude y me mira con furia. Agradece y se baja con rapidez, en la primera esquina. El ómnibus prosigue y adentro se escucha un enorme suspiro de alivio.
Mas tarde, por pura deformación periodística, hago la llamada. El médico de guardia en el Hospital del Cáncer y del Quemado me confirma lo que ya sabía: no hay ninguna orden de donación de sangre para ninguna familia Riquelme.
No he vuelto a ver a la mujer del colectivo. Si la encuentro, en estos días, pienso recomendarle que hable con José Luis Ardissone del Teatro Arlequín, o con Agustín Núñez de El Estudio. No voy a retarla por haberme estafado, al igual que a todos los demás pasajeros, no. Por el contrario, voy a felicitarla efusivamente. Hace mucho que no conocía a una tan buena comediante.

viernes, 24 de agosto de 2007

Seguir creyendo

Aunque el arco iris salga en blanco y negro
seguiré creyendo en el amor
aunque no vea estrellas en el cielo
seguiré creyendo en el amor

aunque la luna sea puerto de la NASA
y la utopía un recuerdo sin dolor
aunque bajen los OVNIS en mi casa
seguiré creyendo en el amor

aunque los ministros mientan a la gente
y broten flores de acero en el jardín
aunque no quede nada transparente
y digan que la historia ya llegó a su fin

mientras tu mirada me sostenga
y tus besos tengan tu sabor
mientras tu sonrisa me ilumine
seguiré creyendo en el amor

aunque la televisión mienta las noticias
seguiré creyendo en el amor
aunque la verdad no sea una primicia
seguiré creyendo en el amor

aunque vendan sueños en computadoras
y fabriquen mundos de color
aunque digan que pasó de moda
seguiré creyendo en el amor

aunque las lluvias estén programadas
y los ángeles mueran de desolación
aunque no haya Dios en las madrugadas
y nadie recuerde aquella canción

mientra tu voz susurre mi nombre
y tu silencio me explique quien soy
mientras tu sexo me provoque
seguiré creyendo en el amor

jueves, 23 de agosto de 2007

Apuntes para un autoretrato


(Estos son fragmentos de cartas que alguna vez le escribí a alguien muy especial, hace mucho tiempo o quizás no tanto...)

Me gusta escaparme de todo y encerrarme a veces en un cáscaron de libros, de música, de palabras escritas como una forma de desangrarse, de silencio, de soledad.
En esos momentos me quedo en casa y desenchufo los teléfonos. Busco adentro mío todo lo que se esconde y me duele... o solo me quedo estático como un vegetal, desprovisto de cualquier señal externa, hasta que algún shock me devuelva a la vida.
Otra veces siento ganas de salir, explorar, devorarme el mundo. Busco territorios desconocidos. Soy como un vampiro sediento de sensaciones. Me gusta mezclarme con la gente, meterme en los ambientes marginales, escuchar historias, probar sabores, caminar sobre el filo de la navaja, sentir el vértigo de estar parado al borde del abismo.
Me gusta ir a los mercados populares, a los bares humildes, a los estadios repletos, a las fiestas patronales, cargarme de vivencias y de dramas y manifestaciones humanas. Creo saberlo todo sobre la gente, y sin embargo me sorprendo cada día de algo nuevo.

***

Tengo nostalgias del futuro.
De todas las cosas que quisiera hacer y todavía no hice.
Tengo muchas cosas inconclusas. Cuentas pendientes con la vida y con personas, que tal vez ya nunca se saldarán. Pero, por sobre todo, me duele saber que hay lugares del mundo que nunca conoceré. Libros que no voy a leer ni voy a poder escribir. Comidas que no voy a probar, mujeres que no voy a amar, paisajes que no voy a disfrutar, amigos y amigas que no voy a conocer. El país distinto que está en algún lugar esperando, y que tal vez ya no alcance a ver.
No es que me sienta viejo, ni crea que me voy a morir mañana. Todo lo contrario: Hace veinte años que tengo veinte años, como diría Serrat. Es simplemente reconocer que la vida es muy corta para todo lo que se puede hacer. Una vida no alcanza, aunque uno viva cien años.
Mientras tanto... trato de vivir cada noche como si fuera la última noche. Y cada día como si fuera el primer día.

***

¿Qué cosas me gustan?
Muchas, muchísimas cosas...
Vivir, más que nada.
Leer... sobre todo narrativa, novelas, cómics, poesía, historia. Leo mucho sobre periodismo, buenas revistas de actualidad, reportajes que a la vez tengan profundidad y belleza literaria.
Me encanta el cine y todo lo audiovisual. Trato de no perderme ninguna buena película, y mi gusto va desde el cine-arte hasta las superproducciones yanquis, cuando están bien hechas. Me gusta el teatro y soy adicto a la televisión, desde los noticieros hasta algunas telenovelas brasileñas.
Me apasiona la música. Desde la clásica hasta la romántica comercial. Mi grado de tolerancia llega hasta una mínima dosis de cachaca, pero mis preferidos, definitivamente, son Caetano Veloso, Chico Buarque, Vinicius, Serrat, Sabina, Ana Belén, Silvio Rodríguez, Frank Delgado, Manu Chao, Los Beatles, Pink Floyd, Police, Sting, Los Rollings, The Doors, Fito Paez, Memphis, Ricardo Flecha, Huguito Ferreira, Cecilia Enriquez, José Asunción Flores, Emiliano R. Fernández, Mozarth, Beethoven, Enia, Vangelis, Berta Rojas, Juan Cancio Barreto... etc. (Que mezcla, ¿no?).
Me encanta ir a los festivales folklóricos o a los conciertos de rock, sentarme a la mesa de un pub bajo la noche estrellada en buena compañía, compartir una picada, una bebida fresca y lenta, música suave, charlar, seducir y dejarse seducir por el ambiente, estar abierto a lo que suceda, sin dramas, sin inhibiciones...
Me apasiona el trabajo que hago: salir, viajar, investigar, estar en el lugar de los hechos, dirigir la edición, escribir, ver el efecto que produce lo que uno hace o escribe, esa sensación de poder incidir favorablemente (o no) en las cosas que tiene el periodismo.
Me encanta esa sensación de búsqueda permanente, el vértigo del viento en la cara, la independencia de movimientos, la libertad de poder compartir lo que quieras, con quien quieras, a partir de lo que la vida te ofrece... una amistad, una aventura, una cena, una copa, una noche de cine o teatro, un rato de soledad, un viaje, un silencio...

***

En el periodismo, como en la vida diaria, casi siempre lo urgente le quita lugar a lo importante, hasta que te das cuenta de que estás corriendo demasiado sin saber a donde. Entonces uno se detiene y se ocupa de los pequeños detalles... para luego seguir corriendo.
¿Que es lo importante? ¿Seguir o quedarse...? Creo que las dos cosas, entre muchas más. Por allí hay un hermoso poema de Kavafis sobre el mítico viaje a Itaca, en donde dice que lo importante no es llegar sino viajar. Si alguna vez llegás, se te acaba la emoción y la aventura, y encima descubrís que Itaca no es lo que esperabas.
El placer está en el viaje constante, con sus paradas y estaciones, con el espíritu dispuesto a descubrir y disfrutar de todo lo que vas encontrando en el camino, pero también dispuesto a continuar, a no quedarte más de lo necesario, porque hay mucho mundo por descubrir y toda una vida no alcanza.
¡Nunca alcanza...!

***

He aprendido a escuchar y analizar todas las versiones, todas las opiniones, a no descartar nada.
Como periodista, creo más en los hechos que en las opiniones. Los hechos son los que quedan cuando quitás la hojarasca.
Los hechos no son de derecha ni de izquierda... son solo hechos. Las opiniones contaminan y manipulan los hechos según los intereses personales, sean políticos, ideológicos, económicos, culturales. Pero cuando separás la paja del trigo, solo quedan los hechos, que te dan la versión más cercana posible de la película.
No estoy desvalorizando las opiniones. Creo que es importante tener una postura firme ante la vida, una visión del mundo, y yo de hecho la tengo y la sostengo, pero sin fanatismos, sin negar el mismo derecho al otro.
Aunque vengo de experiencias de izquierda, también hace rato que aprendí que la división más problemática de la sociedad no está entre la gente de izquierda y la gente de derecha (de hecho, muchísima gente no se hace ni idea de que existen estas divisiones), sino entre gente honesta y gente corrupta, entre gente que juega limpio y entre gente que juega sucio. Y mi experiencia me dice que ambos ejemplares los podés encontrar en cualquier lado.
Del mismo modo, aunque tengo también una visión politizada del mundo, creo que los principales problemas del hombre y la mujer no son políticos, sino humanos. El hambre es un problema político, pero el egoísmo que origina el hambre es un problema humano.
Creo en el socialismo. Creo que el sueño de un mundo sin opresiones y sin diferencias de clase, un mundo en donde la riqueza esté redistribuida con equidad y en donde todos tengan las oportunidades básicas de desarrollarse con dignidad, sigue siendo uno de los sueños más hermosos. Pero también creo que si el socialismo no es democrático (y hablo de la democracia real, en todos sus aspectos, no la de fachada), si el socialismo no contempla la participación de todos, incluso de los disidentes, no es socialismo. La justicia no puede estar reñida con la libertad.

martes, 21 de agosto de 2007

Instrucciones para tomar tereré



Primero que nada hay que conseguirse una buena rueda de amigos, porque tomar tereré en solitario no tiene ningún sentido. Es una bebida hecha para compartir. Más que una bebida, un ritual colectivo, un medio de comunicación social. Dicen que en las rondas de tereré se tramaron conspiraciones políticas, golpes de Estado y revoluciones, a lo largo de la desgarrada historia nacional.
Otro elemento indispensable es que debe hacer calor, mucho calor. El tereré es una refrescante bebida de verano, como el mate lo es de invierno, aunque nunca faltan los contreras que lo sorben bajo el gélido viento sur, así como los uruguayos toman mate caliente en la playa mientras se derriten al sol.
Cuentan los abuelos que la hora habitual de consumo es entre la media mañana y la siesta. Nunca al atardecer o a la noche, porque la yerba vespertina y nocturna hace fermentar malos humores. Tampoco hay que beberlo en ayunas porque golpea el estómago. Lo ideal es brindarle una buena cama alimenticia, vulgo "tereré rupa", y nada mejor que los restos recalentados de algún banquete familiar, el popular "ype rova".
La yerba mate tiene que ser yerba mate. Es decir: pura, fuerte, amarga, bien tostada, de ser posible mboroviré. Las marcas ligth que hoy inundan el mercado, mezcladas con otras hierbas o saborizadas con esencias de frutas, son una versión moderna de las perversiones líquidas que inventaron algunos inmigrantes europeos, como los famosos "tereré ruso" o "tereré ucraniano", que sirven la yerba con limonada o hasta con coca cola. ¡Vade retro, tovarich!
El recipiente para la yerba mate puede ser de madera, porongo, metal, vidrio, hasta de plástico, pero nada supera a la popular guampa de cuerno de vaca, artesanalmente trabajada y debidamente curada. La bombilla, de plata o de lata, palosanto o takuara, debe estar limpia y cuidada, con los orificios a la medida justa para filtrar los palitos y el polvo mojado, dejando pasar suficiente líquido.
No vamos a discutir que como recipiente para el agua resulta más práctico un globalizado termo, forrado con cuero repujado, pero nada supera al fugaz placer de usar una jarra de vidrio transparente, perlada de frío, que deja ver la variedad de hierbas medicinales adecuadamente combinadas y machacadas en un refrescante brebaje verde, verdadero delirio visual.
Y aquí llega el momento supremo del ritual: La yerba debe ser colocada en una exacta proporción de dos tercios dentro del espacio de la guampa, esparcida a un costado y ubicando luego la bombilla en el hueco. Entonces sí, suavemente, como en una ancestral ceremonia de bautismo, hay que cebar el primer mate casi hasta el borde, y ofrendarlo a Paí Zumé o Santo Tomás, dejarlo reposar por uno o dos minutos hasta que el legendario e invisible patrono de la Yerba Mate se beba todo el líquido.
La tradición manda que el más mita'i cebe el tereré a sus mayores, o la mujer sirva a los varones, pero arrastra elementos de discriminación o explotación infantil y de machismo que conviene desterrar.
Tampoco habría problemas en romper la costumbre de que el mate debe correr siempre de derecha a izquierda, sin connotaciones ideológicas, pero si es importante que, en la ronda, cada mate le toque a uno por vez, sin "viros" privilegiados ni "salteos" injustos.
Durante la pausa laboral en la oficina o en la chacra, en la pasión colectiva de asistir a un partido de fútbol o en la reunión de amigos en una plaza, más que lo que se bebe, vale lo que se comparte. El tereré no es tereré si no va acompañado de la talla, del chiste, del chisme, de la discusión franca, de la confrontación honesta.
No se conocen casos de rondas de tereré que hayan terminados en peleas violentas, como generalmente acaban las rondas de caña o de cerveza. Bebida saludable y barata, refrescante y sana, el tereré cumple una función social unificadora. Y cuando uno quiere dejarlo, basta con decir: ¡Gracias!

jueves, 16 de agosto de 2007

El mundo es una sandía




El camino desaparece entre los yuyales y hay que adivinar el rumbo para volver a encontrarlo. Cuando ya la camioneta está a punto de desarmarse entre pozos y zanjas, el guía anuncia que por fin llegamos al asentamiento Tercera Línea de Itanará, Canindeyú.

¿No les molesta si nos desviamos hasta una escuelita? pregunta el ingeniero José Brítez, el agrimensor que hace de guía. Necesito dejar un regalo prometido.

Más pozos y zanjas, hasta que al final la escuelita aparece al fin de la curva. Rancho de tablillas y troncos pintados con cal lavada. Una bandera descolorida flamea con atrevimiento en un mástil de takuara. Niños descalzos y harapientos, caritas de tierra y miradas llenas de preguntas, se nos lanzan encima antes de que se detenga el vehículo.

¡Ingeniero... ingeniero...! gritan los mita'i, felices de reconocer al guía, quien los saluda y baja una caja de cartón de la carrocería.

Un hombre flaco y desgarbado, de sonrisa radiante, se acerca. El ingeniero lo presenta como el profesor Francisco Ortíz, único maestro.

Aquí está lo que prometí, profesor... dice el ingeniero, mientras entrega la caja ante la mirada emocionada de los niños.

¡Qué suerte...! ¡Por fin voy a poder enseñarle bien a los chicos y don Rojas se va a librar de que le sigan robando sus sandías! exclama el maestro, mientras empieza a abrirla.

Los niños expectantes forman un desordenado cerco alrededor. Los dedos del profe tardan una eternidad en terminar de abrir la caja, y cuando por fin sus manos extraen lo que hay adentro, un murmullo de sorpresa y admiración escapa de las gargantas infantiles.

¿Ven...? Esta es la forma del mundo, del planeta Tierra... les dice el profesor, mientras exhibe un colorido globo terráqueo ante sus ojitos maravillados. Luego, con un bolígrafo, les va mostrando cual es el continente americano, el Paraguay, Canindeyú, Itanará, un puntito que señala donde queda exactamente la escuelita, apenas una manchita en la inmensidad terrestre.

Los niños se llevan el globo adentro del aula como si fuera un santo en procesión. Me acerco y le pregunto al maestro cómo es la historia esa de las sandías.

Y entonces él me cuenta...

Los niños del asentamiento nunca en su vida habían visto un globo terráqueo. No tenían la más remota idea de la forma que tenía el mundo.

Hasta que un día, camino a la escuela, al cruzar por la chacra de don Rojas y ver las verdes y redondas frutas de sandía, al profesor se le ocurrió la idea. Al ver que no había nadie en las cercanías, se apoderó de una de las frutas y la tapó con su campera. "No es un robo, sino una expropiación para uso escolar", se convenció a sí mismo.

En el aula puso la sandía sobre una mesita. Con una tiza blanca dibujó laboriosamente los mares y continentes sobre la corteza. Luego, convocó a los niños.

Miren, chicos... ¡El mundo es redondo como esta sandía!

¡Aaaahhh...! exclamaron los mita'i.

Desde entonces, diariamente, el profesor Francisco siguió con su método de "expropiación para uso escolar", aunque cada vez más temeroso, porque uno de los alumnos le contó que Don Rojas había amenazado públicamente con castrar al ladrón de sus sandías, si llegaba a descubrirlo.

Para mayor desilusión, el maestro se fue dando cuenta de que su método no resultaba tan pedagógico, pues a los alumnos les importaban poco los países pintados en la corteza y preferían escudriñar el subsuelo con un cuchillo de cocina, levantar con avidez las capas subterráneas, devorarlas con hambre caníbal hasta que no quedaran ni vestigios de mares y continentes, de selvas y cordilleras, para finalmente pelearse por el resto del rojo núcleo del planeta, chupándolo hasta las últimas semillas, de manera que se quedaban nuevamente sin conocer la exacta ubicación de Noruega o de Australia, pero al menos retenían la grata sensación de un fresco y dulce bulto geográfico en el estómago.

Ahora, sin embargo...

El relato es interrumpido por un agudo grito que llega desde el interior del aula.

Alarmado, el profesor corre hacia el lugar y todos lo seguimos, temiendo que hubiera ocurrido alguna desgracia.

Pero no... No era nada muy grave.

O sí.

Simplemente, uno de los chicos había intentado partir en dos el nuevo globo terráqueo, con un cuchillo de cocina.


____________

(Autor: Andrés Colmán Gutiérrez. Del libro de relatos El principito en la Plaza Uruguaya, Servilibro 2017).

lunes, 13 de agosto de 2007

Yabebyry-Madrid



El mundo es un aeropuerto, el aeropuerto es un mundo. Arca de Noé del Siglo Veintiuno, Torre de Babel globalizada donde desfilan todas las especies humanas, incomunicadas en todos los idiomas.
Estoy en la sección "Pasajeros en tránsito" de la terminal aérea de Guarulhos, São Paulo, esperando la conexión del próximo vuelo a Asunción. Con varias horas muertas por delante, busco alguna isla de tranquilidad lejos del torbellino humano.
En un rincón apartado encuentro sillas vacías, un eco amortiguado de soledad. Allí me instalo con una novela policial y una botella de agua mineral, dispuesto a disfrutar del derecho a ser un ciudadano de la nada, hasta que un sonido familiar me devuelve a la realidad.
En unos asientos cercanos, dos mujeres conversan alternando palabras en castellano y guaraní. Me conmueve escuchar ese tono tan paraguayo luego de casi dos semanas de estar lejos.
–¡Aníke re chuchuti, mi hija...! –aconseja una de las mujeres, la mayor, de aspecto elegante–. Mirales a los de Inmigración en la cara, con soberbia, ¡mbaretécha! Tenés que hacerles creer que sos una turista millonaria, que te vas a pasearte por Europa. Si te ven insegura, si se dan cuenta de que tenés miedo, no te van a dejar entrar.
La otra mujer es jovencita, morocha y flaca, con un aspecto campesino que la ropa de buena marca, el maquillaje y el pelo estilizado no consiguen disimular. Tiene la mirada de un conejo asustado y se aferra a su bolso imitación de Louis Vuitton como si fuera un salvavidas.
Simulo leer, pero mis sentidos están pendientes de la conversación. Ha despertado el periodista voyeur y no hay forma de aplacarlo. Ellas ni sospechan que el viajero de al lado, que finge concentrarse en su novelita de bolsillo, es un paraguayo curioso, ladrón de historias humanas.
Así consigo enterarme de que la chica jovencita se llama Patricia, es oriunda de Yabebyry, Misiones, y ha subido a un avión por primera vez en la vida. Aguarda la conexión a un vuelo de Tam que la llevará a Madrid, con escala en París. Allá la espera una prima, con un puesto de empleada doméstica ilegal que significa el futuro, la esperanza, la alternativa de vida que su patria le niega. Todo depende de que consiga engañar a los agentes españoles de inmigración. ¿Lo conseguirá?
La otra mujer no revela su nombre. Es una paraguaya que vive en París, mujer de mundo, probablemente empresaria, ha conocido a la chica en el aeropuerto y ha adivinado su historia antes de que ella le cuente, la misma historia de tantos compatriotas en estos últimos años, la historia de humildes padres de familia que han hipotecado todo para poder comprar el pasaje, el largo vía crucis para obtener el pasaporte, las colas, la humillación, las coimas, los sellos, la visa para un sueño.
–Mirá... tengo un poco de dólares, tengo euros, tengo una tarjeta de crédito, tengo el nombre del hotel donde voy a estar... –dice Patricia, sin poder evitar que se le quiebre la voz–. ¿Seguro que me van a dejar entrar, verdad?
–Sí, seguro, mi hija –dice la otra mujer, ya no tan convincente–. Todo depende de vos.
Cae la tarde y se acerca la hora del vuelo. Patricia se levanta, aferrada a su falso Louis Vuitton, dispuesta a enfrentarse a su destino.
Yabebyry-Madrid. Un largo viaje de angustia hacia la incógnita del futuro. ¿Viaje solo de ida o también de vuelta? Atrás quedan un pueblo, una familia, una historia, una identidad.
Yabebyry-Madrid. La metáfora de un país que expulsa a sus hijos.
Patricia se pone en la fila de la puerta 8, con el pase de abordar en la mano. Le deseo suerte, en silencio. El aeropuerto de São Paulo parece más frío y desolado que nunca.

domingo, 12 de agosto de 2007

A mis queridos maestros y maestras...

Augusto Roa Bastos, uno de mis grandes involuntarios maestros, que despertó mi sed de leer y escribir.

Las mejores lecciones de la vida no se aprenden en un aula.
"Mi educación era muy buena... hasta que me la interrumpió la escuela", solía decir, entre en broma y en serio, el fallecido cantautor Facundo Cabral.
"Las personas son distintas, el colegio les enseña a ser iguales", escribe Jorge Lanata, en su artículo "Preguntas para el Día del Maestro", donde, entre otras cuestiones, plantea: "¿Qué uniforma el uniforme? ¿Chicos de guardapolvos iguales entre sí, pero distintos de otros chicos de blazer azul, que a la vez son distintos de otros chicos de blazer bordó? Así como la perversa lógica de los hospitales disfraza al paciente de enfermo apenas lo admite y le pone una especie de guardapolvo verde sin mangas, el uniforme funciona en el colegio como una autorización a ser persona y a pertenecer a determinado club".
La señorita Petrona, mi maestra de segundo grado en Yhú 
Tengo gran admiración por los hombres y mujeres que se dedican profesionalmente a la docencia, aunque a veces considere que sus acciones gremiales van en contra de sus alumnos. Los maestros y maestras, más que casi nadie, tienen el enorme desafío y la inmensa posibilidad de sembrar, en las conciencias de las nuevas generaciones, las semillas de un Paraguay distinto, con menos injusticia y más libertad, con menos corrupción y más desarrollo.
Aprendí a leer y a escribir en la escuelita de Yhú, en el interior de Caaguazú. Mi maestra de preescolar fue la señorita Porfiria, la de primer grado fue la tía Eulogia, y la de segundo grado la señorita Petrona. Con paciencia y cariño, me enseñaron a descifrar esos símbolos misteriosos a los que llamaban letras y números. En poco tiempo pude comprender que tenía en mis manos la mágica llave de un universo por descubrir.
Dicen que "el primer deber del discípulo es traicionar al maestro". Cuando busco en mi memoria los nombres de quienes me impartieron tantas lecciones, no los hallo en las aulas, sino en la mesa de un bar, en la calle, en las páginas de un libro, en una pantalla de cine o televisión, en las soledades de la geografía, en el calor del día, en el misterio de la noche...
- Aprendí de Ña Doña, mi abuela, que el rigor y la disciplina no son malos cuando van acompañados de cariño.
Aprendí de Manuela, la criada ciega de mi hogar infantil, que inventar historias es una manera de encender la imaginación y construir mundos nuevos.
- Aprendí de Karai Chi'ito, mi papá, que la pobreza y la honestidad pueden convivir juntas con mucha dignidad, y que el amor crece a pesar de la ausencia.
- Aprendí de Ladislao, el amigo de infancia que me salvó de ahogarme en el río Paraná, que la vida a veces te da otra oportunidad.
- Aprendí de una chica rubia de sexto grado que un beso de mujer en la boca tiene sabor a felicidad.
- Aprendí de Robin Wood que el cómic es también arte y literatura de la mejor calidad, y una manera de aprender historia con gran placer.
- Aprendí de Joaquín Sabina que la letra de una canción, cuando está hecha de buena poesía y de humanidad profunda, a veces puede abrirte de un tajo la venas y el alma.
Aprendí de un niño rubio llegado de un lejano asteroide, y de un escritor bohemio que amaba volar entre las nubes, que "lo esencial es invisible a los ojos".
Aprendí de Rafael Barrett que al Paraguay más verdadero hay que buscarlo en los rostros y en el alma de su gente humilde, en esas miradas que callan y dicen mucho.
Aprendí de Augusto Roa Bastos que la mentira es buena para decir la verdad, cuando adquiere forma de buena literatura.
Aprendí de Santiago Leguizamón que el periodismo es una pasión, y que la vida no tiene sentido si están muertos los ideales.
Aprendí de mi mamá Ña Nilda que, por más duros que sean los golpes que nos da la vida, siempre es posible levantarse y seguir adelante.
Aprendí de mi hija Andrea Soledad que el futuro siempre, siempre, es un desafío abierto.
Aprendí de los médicos y trabajadores de salud que ayudaron a salvarme la vida un ardiente sábado de octubre de 2012 que los milagros y los ángeles también existen, y que la Vida tiene un dulce sabor y color de esperanza.

sábado, 11 de agosto de 2007

Los prisioneros del celular

Probablemente ya te pasó.
Estás en un lugar público, en un pub o una confitería céntrica, bebiendo algo rico y compartiendo una amena plática con alguien especial, cuando de pronto escuchás ese ruido hinchapelotas:
–Bip bip bip...
El diálogo se corta.
Vos metés la mano en el bolsillo.
La otra persona busca en su bolso o en su cartera.
En las mesas vecinas todos se revuelven, incómodos, manoteando el aparatito.
Hasta que de pronto una chica de la mesa vecina, con una sonrisa sobradora y el teléfono celular pegado a la oreja, avisa:
–¡Es el mío...!
Todos respiran aliviados y guardan de nuevo sus telefonitos, intentando seguir la cosa allí donde lo dejaron.
Pero es inútil.
Ya algo ha alterado el clima especial del momento. Ya algo se ha perdido, irremediablemente.
Podría ser peor, claro. Podría ser en el cine, en el teatro, en un concierto, cuando estás en ese momento mágico que solo puede crear la excelencia del arte, cuando la trama de una obra dramática te lleva al momento clave del suspenso, o cuando estás levitando con la excelencia de una interpretación musical...
Y de repente, cerquita de vos:
–Bip bip bip...
Entonces, el tipo que está cerca tuyo saca su teléfono y susurra: ¡Hola...!
¿No es para asesinarlo?
La cada vez más increíble tecnología digital se nos ha ido metiendo cada vez más en la vida cotidiana, transformando imperceptiblemente nuestros hábitos y costumbres.
Hace más de una década, si veíamos a alguien caminar y hablar a solas en voz alta por la calle, lo primero que pensábamos era que estaba loco de remate.
Ahora no. Ahora decimos: ¡qué capo, tiene un celular de tercera generación!
Ahora el teléfono ya no es solo el teléfono. Es decir, ya no es solo un útil aparatito para hablar con alguien desde cualquier parte del mundo a cualquier otra parte del mundo, aunque esté a millones de kilómetros de distancia (siempre que tengas señal, la batería cargada y saldo, claro).
Ahora el teléfono también es cámara de fotos y videos, procesador de texto, emisor y receptor de mensajes de chat y correo electrónico, calculadora, agenda, despertador, reproductor de música en mp3 o mp4, sintonizador de radio y televisión, oficina móvil... y quien sabe cuanto más.
Se ha convertido también en objeto fetiche: no importa si el que tenés todavía funciona perfectamente, si no es el modelo nuevo que promociona esa actriz de Hollywood en la tapa de la revista, sos un anticuado. ¡Estás out!
Es decir, el celular ha terminado por volverse un objeto imprescindible: no podés vivir sin él, pero tampoco te deja vivir. Es capaz de interrumpirte en el momento más inoportuno, de cortarte la inspiración cuando estás dialogando en un clima íntimo, cuando estás comiendo, durmiendo o haciendo el amor.
A veces uno quisiera hacer lo mismo que hace Robin Williams en el papel del Peter Pan adulto de la película de Steven Spielberg: arrojar el teléfono por la ventana. Sepultarlo en la nieve. Desconectarse por unas horas del resto del mundo para vivir hacia adentro, para volver los ojos y el corazón hacia lo de veras importante.
Pero no es culpa del teléfono... sino de uno mismo.
Los celulares tienen un botón "on/off", de encendido y apagado. ¿Quién se atreve a usarlo?
En realidad, partimos de una falacia. ¿Qué necesidad existe de que estemos disponibles las 24 horas para quien quiera encontrarnos, aunque sea por una boludez? Si algo esencial e importante ha ocurrido, ya nos vamos a enterar, tarde o temprano.
Hay que tomar el teléfono celular como lo que es: solo un extraordinario avance tecnologico. Podés comunicarte mucho más rápido, podés hablar casi desde cualquier lugar... pero si no tenés nada importante que decir, ¿de qué cuernos te sirve? Vas a poder decir las mismas estupideces de siempre, solo que con más urgencia.
Y todavía te puede suceder algo más dramático: que tengas no solo uno, sino varios celulares con bluetooth, conexión VoIP, además de palm, blackberry, laptot con conexión wi-fi a banda ancha de internet y a todos los chiches nuevos que vayan apareciendo... ¡pero no tenes a nadie con quien comunicarte de verdad!
Y ahora te dejo, porque está sonando mi celular.

viernes, 10 de agosto de 2007

¿Donde estás, Paraguay?




¿Dónde está la patria?
¿En el corazón de América o en el alma de su gente?
¿Está en el himno nacional o en la bandera?
¿En la polca o en la cachaca?
¿En el rock en guaraní o en la cancha de fútbol?
¿En los mandiocales del Ka'aguazu o en los sojales del Alto Paraná?
¿En los primeros lugares de las listas internacionales de corrupción?
Esos hombres furtivos que en una noche de mayo de 1811 emergieron de un oscuro callejón hacia la plaza, dispuestos a jugarse la vida por ella... ¿qué patria se imaginaban?
¿Era acaso la misma patria con la que soñaban esos otros jóvenes que en una noche de marzo, en esa misma plaza pero casi dos siglos después, también se irguieron dispuestos a enfrentar las balas?
¿Murió por la patria o con la patria el mariscal López?
¿Era su patria o era la nuestra?
¿Ya estaba muerta?
¿Todavía vive?
¿En dónde está?
¿Cuándo vendrá?
¿Seremos capaces de reconocerla?

Cual fantasma del olvido
por la vieja carretera
el arriero te asalta
y roba la billetera.

La morena galopera
de la estirpe indolatina
hoy es flor de falopera
y se vende en las esquinas.

La india bella mezcla
de diosa y pantera
se rajó a España
como camarera.

¿Dónde estás ahora,
kuñataî?
Se volvio verde
el lago Ypacaraí.

El guyra campana
no puede volar
no queda una rama
en donde posar.

El macho arribeño
se cambió de bando
trafica a la noche
de contrabando.

La vieja burrerita
se quedó a pie
vendió a su burrito
para hacer paté.

Al pie de tu reja
doy mi serenata
¡porqueiko, che reina,
pusiste la alarma!

¿Dónde estás, Paraguay?
¿En el tereré, en la chipa, en las carretas, en los lapachos florecidos?
¿En el sabor de la naranja o de la caña?
¿En el sofocado canto de mi selva, en el extinto rugido del yaguareté?
¿En la guarania de Flores, en las novelas de Roa Bastos, en los poemas de Elvio Romero, en las pinturas de Colombino, en los pies de Jhonny Fabro, en los chistes de Gustavo Cabañas, en las curvas de Leryn Franco, en las películas de Maneglia y Schémbori?
¿En el Archivo del Terror de Stroessner?
¿En las tumbas NN de los militantes de las Ligas Agrarias?
¿En las peregrinaciones a Caacupé?
¿En los alucinados cultos de "Pare de Sufrir"?
¿En las promesas de los políticos?¿En los discursos del nuevo tendota?
¿En las marchas campesinas?
¿En las ardientes barricadas juveniles?
Patria querida... ¿somos tu esperanza?
Paraguay.com.py. ¿Habrá una patria virtual en internet?
¿Dónde estás, Paraguay?
¿En nuestros recuerdos o en nuestros sueños?
¿En nuestras manos?

El progreso, sintético y en polvo

Uno sacaba la mano por la ventanilla de la camioneta y sentía el aire como una llamarada viva. Con toda seguridad, hasta el infierno de Dante resultaría un lugar más fresco que esa región calcinada del Amambay, por la que vagábamos cual espectros cubiertos de polvareda roja, en busca de informes sobre narcotráfico.
Como a las dos de la tarde, nos detuvimos frente a un ranchito, a unos 40 kilómetros de Capitán Bado. A la entrada de la humilde vivienda había un pequeño bosque de naranjos y las frutas estaban regadas por el suelo, formando una alfombra multicolor. Eran esas frutas chiquitas, conocidas en la campaña como “naranja Paraguay”, con la piel rugosa, oscura y sucia, por las que nadie pagaría un solo guaraní, pero que al cortarlas se revelan con la pulpa amarilla y dulce como la miel, capaz de dejar atrás a cualquiera de esos enormes cítricos injertados de cáscara dorada y brillante, pero más insulsos que un trozo de esponja.
–Buenas tardes, mba’eichapa. ¡Pe hasami que la che rancho pe! –invitó desde la tranquera un viejo chokokue escapado de una postal turística, con el sombrero pirí entre las manos.
Saludos. Apretones de manos. Explicaciones. La reiterada sorpresa de encontrarse siempre con la amabilidad sin límites de nuestra gente de campo, la que todavía es capaz de abrir las puertas de su casa y de su corazón al forastero que llega cansado, en busca de un poco de descanso. La que todavía ofrece gentilmente lo poco que tiene, sin pedir nada a cambio.
Una palangana de agua junto al pozo. La placentera caricia del líquido llevándose una por una las sucesivas capas de tierra acumulada sobre la piel. Y después un banco de madera bajo la fresca sombra de los naranjos. Una plática amable. Un sinfín de anécdotas en guaraní.
Hasta que la esposa del chokokue, también escapada de la misma postal campesina, mujer más vieja que su edad, rostro cincelado por mil arrugas, sonríe mientras formula otro gentil ofrecimiento:
–¿Nda pe usei piko jugo ro’ysa porá?
Los ojos de Lucas, el fotógrafo, se encienden. Los de Tapití, el chofer, también. Seguramente los míos no se quedan atrás. Tantas horas atravesando el infierno, tanto calor, tanta sed acumulada. Además, toda esa naranja que se pierde sin remedio allí en el suelo darían un sabroso jugo, abundante de vitaminas. ¿Por qué no?
–No queremos molestar, señora... –objeta Lucas, sin mucha convicción.
–No es ninguna molestia, che karaí –dice la vieja campesina huida de la postal–. Enseguida a preparata.
Y allá va, rumbo a la cocina, seguida por una de sus hijas, seguramente a exprimir las naranjas. Tantas naranjas que se podrían preparar barriles de jugo, puro, fresco y natural. ¡Cuanta riqueza!, dice el chofer.
Pero no. La vieja regresa con una jarra de plástico llena de agua, en donde flota un pedazo de hielo solitario. Y además trae algo entre las manos. ¿Qué es...? Un sobre, un sobre amarillo, de esos que llenan los estantes de los supermercados. Un logo identifica a la marca brasileña, tan conocida. ¡Oh no!, dice el fotógrafo, sin decirlo.
La vieja, orgullosa, rompe el sobre en un extremo. El polvo amarillo, oloroso, químico, sintético, cae sobre el agua y empieza a colorearlo. La vieja sonríe, maravillada por el prodigio instantáneo. El jugo ya está listo. Tan fácil y simple. La hija trae los vasos. Lucas trata de disimular una mueca de disgusto.
–¿Mba´ereiko ndereipurui ko ne naranja o ñe hundipa reiva la nde jugorá, señora? –pregunta el chofer, incapaz de contenerse, mientras examina con desconfianza el líquido amarillo en su vaso.
–Pea ko iporave, che karai –le explica la vieja con paciencia maternal–. Pea ko ou directoite fábrica gui. Pea ko hina la pogreso.

jueves, 9 de agosto de 2007

Desde atrás de una muralla


–No te metas, mi hijo. No es tu problema.
–Sos muy joven todavía, no podés entender.
–¡Sacate ese arito, parecés un maricón!
–¡Estás loca...! ¿Cómo vas a estudiar esa carrera? ¡Te vas a morir de hambre!
–Vas a estudiar ingeniería, como tu papá. Así tenés el futuro asegurado.
–¡Apagá esa música horrible!
–Dejá de escribir boludeces y hacé algo productivo.
–Esa chica no te conviene.
–Tenés que volver antes de la una.
–Esos amigos no te convienen.
–Vos andás en algo raro.
–¿Cómo vas a salir vestida así a la calle?
–¡Cortate el cabello, parecés una mujer!
–¿Por qué te cortaste el pelo tan cortito? ¡Parecés un tipo!
–Cuando seas grande vas a poder decidir.

* * *

¿Les suena conocido...?
Son algunas de las características frases con las que los adultos solemos "orientar" la vida de los jóvenes.
Les hablamos desde la distancia. Desde atrás de una muralla. Desde el otro lado de los barrotes de una cuna. Creemos que todavía no han crecido, cuando en verdad quienes no hemos terminado de crecer somos nosotros.
Nunca les hablamos sobre el sexo. Será porque nosotros mismos no sabemos lo que es.
Los cuidamos de las drogas, pero no de los malos gobiernos, ni de esa otra droga que es la mala televisión. Les reprochamos que el trash metal no es música sino ruido para drogadictos, olvidando que nuestros padres nos decían lo mismo cada vez que escuchábamos a Los Beatles.
Los jóvenes, en el Paraguay, comienzan a ser adultos o ancianos antes de los 15 años. Crecen a golpes de realidad, hipotecando el futuro a cambio de un puesto de vendedor en un shopping. Esperan pacientes en largas colas frente a una agencia de empleos: certificado de buena conducta, antecedentes policiales, experiencias laborales, referencias comerciales, ¿sabe hablar inglés?, ¿conoce el Window XP?, ¿tiene nociones de márketing?, vuelva el lunes, nosotros lo vamos a llamar, lo sentimos mucho pero el puesto ya ha sido ocupado.
Los jóvenes, en el Paraguay, viven bajo la constante sospecha de estar cometiendo un delito que nadie sabe explicar cuál es. A ver, documentos. Contra la pared. De dónde viene, carajo. Les tienen que venir a buscar sus padres. ¿Por qué tenés los ojos colorados?, seguro que estuviste fumando marihuana. ¿Estudiando toda la noche, quién te va a creer?
Ellos se juntan en el shop, a la salida del cole. Beben cerveza como si tuvieran toda la sed del mundo. Ponen el volumen del rock o de la cachaca al máximo, pero no les alcanza para aturdirse.
Quieren votar, pero no saben a quién. La palabra política les produce náuseas. Sueñan con un país diferente, pero no saben cómo...
Saben que se acerca el Día de la Juventud, y que habrá discursos, shows, festivales, promociones de venta... A veces quisieran estar lejos, muy lejos.
Han nacido en nuestros brazos... y de pronto parecen extraños. Ya no los conocemos, o tenemos miedo de conocerlos.
A lo mejor no hay que buscar entenderlos.
A lo mejor solo hay que quererlos.