lunes, 24 de septiembre de 2007

¡Ay, Astrea...!


Al principio no la reconocí. Estaba parada en el mismo lugar de siempre, sobre el frío monolito de cemento, frente al aún más frío edificio del Palacio de Injusticia.
No la reconocí. Estaba muy diferente, la chica. Su túnica era mucho más corta, adaptada como una infartante minifalda, tapándole una mínima parte del muslo. La venda —que tradicionalmente le cubría los ojos— esta vez la tenía colocada sobre la frente, a la manera de una coqueta vincha, revelando que en realidad ella tiene unos bellos y perturbadores ojos azules, quién lo diría. Y en lugar de la balanza y la espada que siempre acostumbraba llevar en las manos, ahora tenía una pequeña cartera de cuerina negra, a la que hacía girar y girar constantemente.
No la reconocí. Yo iba caminando apurado por la vereda del Palacio, cuando ella me llamó con un chistido.
—¡Chst... che papito! ¿Adónde pio te vas?
—Perdón, señorita. ¿Me habla a mí...?
—Sí, claro! ¿No me reconocés, pio? ¡Soy yo... Astrea!
—¿Andrea...? ¿La de la cachaca? ¿Esa que dice: "Ay, Andrea, que puta que sos"?
—No, no... Andrea, no. ¡Astrea, te dije...! A-s-t-r-e-a. La diosa griega, hija de Zeus y Temis. La Dama de la Justicia. ¿Me ubicás...?
—¡Oh, perdón...! ¡Es que estás tan diferente a esa clásica imagen tuya que nos enseñaron en el colegio!
—Y bueno... hay que adaptarse a los nuevos tiempos, querido.
—¿Pero... por qué, Astrea? ¿Por qué el cambio? Somos muchos los que todavía esperamos que tu balanza sea equilibrada y justa, que tus veredictos se den con los ojos cerrados, que tu espada caiga en forma implacable sobre los que delinquen...
—¡Ay, querido...! Es que ya me cansé de hacer el papel de boluda. Yo siempre aquí, parada como una estatua, mientras los ministros de mi Corte usan sus escritorios como si fueran las camas de un vulgar motel, ante los ojos asustados de las pobres limpiadoras. Yo aquí, con la vista tapada por esta estúpida venda, mientras los jueces venden sus sentencias al mejor postor y hasta los ordenanzas de mi Palacio piden coimas para mover un expediente. ¿Te parece, pio...?
—No, claro...
—Por eso me dije: ¡Basta ya de boludear! Yo también quiero ligar algo. Así que... aquí estoy, con mi nuevo look, tratando de dar una imagen más acorde al tipo de Justicia que reina en el Paraguay del siglo Veintiuno. Hasta estoy pensando en habilitar mi propia hot-line, con el número 0904-ASTREA, al cual podés llamar desde tu línea baja, celular o multicard.
—¡Qué moderna..!
—¡Ay sí, querido...! Y decime... ¿vos no tenés algún expedientito judicial que necesites hacer correr? ¿Alguna chicanita que requieras plantear? ¿Algún testigo, juez, fiscal o abogado que desees comprar? ¿Alguna hija, hijo, sobrina o sobrino que quieras hacer nombrar en mi Palacio, o enviar a turistear con algún curso en Europa, con pasajes y viáticos pagados por el Estado? ¡Te puedo hacer buen precio, darling...!
Empezó a revolear la carterita y a mirarme con ojos sensuales e insinuantes.
No le respondí.
¿Para qué...?
La dejé allí, sobre su frío monolito frente al frío Palacio, revoleando la carterita, y me alejé en silencio, pensando que en realidad no me había equivocado.
Era nomás la de la cachaca...

martes, 11 de septiembre de 2007

ANGÉLICA

(Monólogo teatral de Andrés Colmán Gutiérrez - Escrito para la obra Casona: Siete Habitaciones -Última habitación: La Lujuria-, puesta en escena en El Estudio, en agosto y setiembre de 2007-. Interpretada por Jorge Torres Romero. Versión original).

En el centro un confesionario de Iglesia. Suena una música religiosa instrumental en un viejo órgano. El actor ingresa despacio. Su actitud es seria, reverente. Se santigua y se acerca al confesionario, se arrodilla.

-Hola, pa’i. ¿Está ahí…? Necesito hablar con usted. ¡Necesito hablar con alguien! Necesito contarle de Angélica… la que me tiene al borde de la locura y de la muerte. ¿Me escucha…?
No, Angélica no es mi novia. Tampoco es mi esposa, ni mi amante. ¡Angélica ni siquiera es un ser real, de carne y hueso!
Angélica es… ¿cómo decirle? ¿Sabe usted lo que es la ansiedad o la angustia, pa’i? ¿Esa sensación indefinible que aparece cuando menos te lo esperas, y te arranca lágrimas de sangre, te quiebra el corazón, te hace abandonar cualquier cosa importante, para arrastrarte a bailar a la orilla de un precipicio?
Si. Esa es Angélica, pa’i. Es el nombre que le doy a mi mejor o peor pesadilla. Ella es la que me tiene loco. ¡Y ya no puedo más…!
Míreme, pa’i: así como ve, yo soy lo que se llama “un hombre de éxito”. Buena familia, buena educación cristiana, buen matrimonio, buena posición social. Una esposa abnegada, dedicada, sumisa, como tiene que ser. Unos hijos ejemplares, disciplinados, que hacen todo lo que su papá les dice. Soy un tipo bien relacionado, tanto con la gente del gobierno como con la oposición. Y claro: voy a misa todos los domingos, religiosamente. Es decir: ¡Tengo todo lo necesario para ser un hombre feliz!
Pero… ¿quién aparece para desestabilizar mi vida? ¡Angélica…!
El otro día estaba en un asado, en la casa de mi amigo Julio. Y de pronto, casi de la nada, siento que algo me pica adentro. Miro en frente, al otro lado de la mesa, donde está sentada Claudia, la mujer de Julio… ¿y que veo? La veo a ella… ¡pero con la cara de Angélica! Desde ese momento, ya ninguna otra cosa tuvo importancia, pa´i. Ni el asado, ni la charla sobre fútbol, ni mi esposa y sus reclamos. Solo ella, con su mirada pícara, su sonrisa lujuriosa y sus rojos labios obscenos, provocándome. Solo ella, pasando sus dedos por el borde de la copa de vino, rozando mi pierna con sus pies descalzos bajo el mantel. Solo ella, levantándose luego de guiñarme el ojo, y yo siguiéndola como un idiota, atrapándola en el pasillo, apretándola contra la pared, estrujando sus labios con mis besos desesperados, con mis manos acariciando sus senos, subiendo por sus piernas bajo el vestido. Ella que se me entrega y se me escapa, y yo la persigo y la vuelvo a atrapar, una y otra vez, le quito el sujetador, le quito la bombacha… cuando de pronto escucho muy cerca la voz de mi esposa llamándome, y me paralizo, me cago de susto, y ella se mete en el baño y yo me quedo allí, como un boludo, con las ropas desarregladas…
¿Sabe usted lo que es la lujuria, pa’i? Claro, ¿cómo no lo va a saber? Es uno de los siete pecados capitales. Está en la Biblia. Por la lujuria, Adán y Eva fueron echados del paraíso y toda la raza humana fue condenada. Por la lujuria, dos ciudades enteras, Sodoma y Gomorra, fueron destruidas a sangre y fuego por la ira del Señor. El imperio más poderoso de la tierra, Roma, que supo resistir y vencer a los más feroces enemigos, sin embargo se derrumbó solito … ¿Por qué…? ¡Por la lujuria, pa’i! ¡Por la decadencia a la que le arrastraron los romanos con el apetito desordenado del goce sexual, con sus fiestas bacanales y sus interminables orgías…!
Sí… yo se que es pecado y tengo que resistirme, pa’i.
Pero Angélica no me deja vivir en paz.
Se me aparece apenas me levanto, con la cara de la empleada doméstica, que está agachada limpiando el piso con un shorcito apretado que resalta sus glúteos perfectos. Me saluda con el gesto de la deliciosa vecinita de abajo, que cuando salgo al trabajo me invita a que la ayude a hacer un trabajo práctico para el colegio, ahora, en el departamento, cuando no están sus padres. Me provoca con las desverguenza de la kioskera rubia de la esquina, que cuando me vende el diario me acaricia la mano y se relame los labios con la lengua. Me excita con la mirada lánguida de mi secretaria, que cada día llega con la pollera más cortita y el top más infartante, y me responde con voz de telefonista hot line.
¡No sé que hacer, pa’i! Angélica es una maldición… pero tampoco sé si quiero liberarme de ella. ¡No me malentienda! Desde que ella llegó, mi vida que antes era gris y aburrida, ahora es un infierno, pero también se volvió… como le digo… más interesante… eh… mas emocionante…. ¿Comprende? Ella es mi perdición, pero también es mi salvación. La lujuria, el sexo, la vulnerabilidad del eros… es lo que nos hace débiles en nuestra fortaleza… o fuertes en nuestra debilidad… no se.
¡De carne somos, mi querido pa’i!

sábado, 8 de septiembre de 2007

Cuando llegue la primavera


Apareció de pronto, al costado de la carretera.
Veníamos devorando kilómetros desde Ciudad del Este, a través de la ruta 7, cuando vimos emerger su oscura silueta recortada contra el horizonte vacío. Sus ramas parecían brazos elevados hacia el cielo, en un sordo y desgarrado clamor.
Era una extensa parcela de terreno mecanizado, en las afueras de J. Eulogio Estigarribia. No hace mucho allí había existido una selva subtropical, parte del exuberante Bosque Atlántico del Alto Paraná.
Ahora ya no quedaba absolutamente nada. Solo un inmenso desierto de tierra roja recién removida por un ejército de tractores y topadoras. Y en medio de esa devastación estaba el árbol, desnudo y triste, último sobreviviente, imagen viva de la más espantosa desolación.
Estacioné el auto junto a un derruido cartel de señales de tránsito. Claudia abrió la puerta y se echó a andar como hipnotizada. Caminaba de prisa, casi a la carrera, con la respiración agitada.
Se detuvo junto al árbol y cayó de rodillas. Acarició la corteza rugosa y seca, como si fuera la piel de un moribundo.
No hubo palabras. El silencio lo decía todo. El silencio estaba cargado de voces, de lamentos, de alaridos de dolor. Por un instante el aire se pobló con el estruendo de las motosierras, con el estallido de los troncos quebrándose unos tras otros, con el retumbar de las topadoras y las cadenas destrozando el mundo en la gran masacre forestal. Los gritos del silencio resonaban como el gemido de los moribundos en un campo de batalla.
No sé por qué, en ese momento, se me ocurrió que el árbol solitario y herido era la desolada metáfora de este país.
–¿Quién...? –preguntó Claudia–. ¿Quién lo ha dejado así, abandonado en mitad de la tierra?
No le respondí. ¿Para qué...? Podía darle una larga lista con nombres y apellidos. Podía citarles uno por uno a los empresarios agroexportadores, a los traficantes madereros, a las autoridades corruptas, a los políticos inescrupulosos, a los seudodirigentes campesinos... pero todos se difuminarían en el engranaje de un sistema sin rostros.
No dije nada.
A lo lejos, dos colonos menonitas miraban con satisfacción el vasto horizonte de campo recién arado. Seguramente ellos lo llamaban progreso.
–Se va a morir... –dijo Claudia, con voz entrecortada–. El árbol está seco y se va a morir.
–No –le dije–. No se va a morir. Cuando llegue la primavera, volverá a brotar. Mirá... la tierra está húmeda, tiene agua suficiente para resistir.
–El problema no es la falta de agua –dijo ella–. El árbol se va a morir de tristeza y soledad.
Como un eco a sus palabras, a la distancia se escuchó un concierto de graznidos.
En el horizonte rojo vimos una nube de aleteos que se aproximaba lentamente desde el Sur, como un montón de hojas bailando en el viento.
Era una bandada de loritos maracaná.
Las aves pasaron rozando nuestras cabezas, giraron en torno al árbol desnudo en perfectos vuelos concéntricos, y luego empezaron a posarse una a una sobre las ramas. Sus plumas brillaban bajo los destellos del Sol.
–¡Qué hermoso...! –exclamó Claudia, con los ojos humedecidos, al ver al árbol cubierto por esa repentina explosión de verde.
–Sí... –le dije, mientras la ayudaba a levantarse–. Vení, vamos... Te prometo que volveremos a pasar por aquí, cuando llegue la primavera, para que puedas ver al árbol vestirse de color y alegría.
–¿Estás seguro...?
–Sí... El árbol va a rebrotar, porque ya no está solo.
–¿Lo decís por los pájaros? –preguntó Claudia, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
–No –le aseguré, mientras me llenaba los pulmones con el aire de la inmensidad–. No lo digo solamente por los pájaros.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Las mujeres del agua


Foto: Sonia Delgado
Es muy común encontrarlas a orillas de un arroyo, a la entrada de cualquiera de los tantos pueblos dormidos en la blanca y radiante oscuridad de la siesta paraguaya.
Son mujeres de aspecto sencillo, con sus polleras arremangadas y sus piernas desnudas hundidas en el agua cristalina.
Mujeres de manos curtidas que estrujan cada ropa mojada con vitalidad febril, arrancándole la suciedad a golpes de palmeta y jabón, hasta extenderla inmaculada al sol, como una bandera victoriosa.
Cuando el día nace, inundado de claridad, ellas van recorriendo casa por casa las calles del pueblo, recogiendo la ropa sucia de sus marchantes, con la dignidad de compartir el mismo oficio de aquella mítica mujer llamada María, la que viviera en una aldea lejana en el tiempo y la distancia, Nazareth.
Golpean las palmas de las manos ante cada puerta y reciben los atados, paquetes envueltos en una sábana, que se van acumulando en una inmensa palangana de plástico o aluminio, que ellas llevan equilibrada sobre sus cabezas con una mágica habilidad de malabarista.
De pronto, al acercarse a una de las casas, una de las mujeres lanza el grito de alarma. Con gestos de indignación y rabia, su mano apunta al enemigo. Allí, detrás de la cerca, en el patio, bajo la enramada, brilla la desafiante presencia de un flamante lavarropas automático.
La frustración se refleja en los rostros. Otra batalla perdida. Un marchante más conquistado por el progreso. Y ellas sospechan, cada vez con mayor certeza, que terminarán derrotadas en esta guerra. Solo es cuestión de tiempo. El enemigo es cada vez más numeroso. Exhibe su superioridad tecnológica en las veredas de las grandes tiendas y los almacenes de ramos generales. Y para colmo, en el nuevo salón de la esquina, frente a la plaza, ha aparecido un amenazador cartel que anuncia: “Laverap – Lavandería automática – Próxima inauguración”.

* * *

–Aháta aiko ype.
Así dicen las mujeres lavanderas, a manera de despedida en el hogar, cuando se dirigen al arroyo.
La frase, cuya versión en castellano sería “Me voy a lavar ropa”, traducida literalmente significa: “Me voy a vivir en el agua”. Y no es una exageración.
El guaraní popular ha sabido capturar sabiamente la exacta imagen de una estampa cultural que hoy se encuentra en vías de extinción.
Mujeres que viven toda su vida en el agua.
Mujeres que son de agua.

Mujeres que lavan la ropa como si lavaran la vida misma, como si en ese rito cotidiano quisieran limpiar el mundo de tanto odio y tanta maldad, de tanta corrupción y tanta injusticia. Como si ellas tuvieran el designio divino de enguagarnos la esperanza, cada vez que se nos ensucia, y de extenderla otra vez inmaculada, como una sábana blanca brillando bajo el sol.