Desde que el homo sapiens se alzó sobre sus pies, cuando se lo permitieron los dinosaurios, una de las cosas más placenteras que busca todo ser humano es que alguien le cuente una buena historia.
Eso no ha variado. Lo que ha variado es el cómo. Desde el abuelo Pitecántropus contando cuentos a los miembros de la tribu, sentados alrededor del fuego bajo la noche coronada de estrellas... hasta la voz metálica de The Matrix invitándonos a navegar por mundos sicodélicos en el océano virtual.
Hubo épocas en que el libro tuvo forma de arcilla o de papiro... y ahora probablemente tenga forma de bips, de pendrives, de blogs o páginas web.
En pocos años más el libro será... un holograma animado, colorido y sonoro, proyectado en el vacío… y después, ¿quién sabe?
¿Qué importa…?
Lo que realmente importa es que la historia sea buena.
Que te emocione.
Que te remueva las cosas adentro.
Que te deje un sedimento de sensaciones que no son nada fáciles de explicar.
A mi me encanta esa relación promiscua con alguno de esos viejos y buenos libros, de hojas amarillas como las mariposas de Cien años de Soledad, hacer el amor con sus páginas a la luz del velador, hasta que el sueño me venza, y dormirme abrazado a su caratula arrugada (a no ser que aparezca una mejor compañía, claro... tampoco la pavada).
Pero sé que es solo fetichismo.
Andrés Colmán Gutiérrez / Textos literarios, de periodismo narrativo, de investigación y de opinión en Paraguay
martes, 18 de marzo de 2008
domingo, 9 de marzo de 2008
Corre, niño, corre...
Corre, niño, corre...
La luz del semáforo en rojo dura apenas 30 a 60 segundos.
Es muy poco tiempo para intentar convencer a los
automovilistas detenidos fugazmente de que sus parabrisas necesitan de una
rápida limpieza sin limpiar,
o de que el bebé lloroso que cargás en los brazos en
realidad es tu hermanito que necesita leche desesperadamente,
o de que si no te compran al menos uno de los caramelos de
marca kañy,
o la aspirina hecha de harina en polvo,
o la estampita fraguada en la fotocopiadora de la esquina,
o la bolsa de mandarinas machucadas,
hoy te podés quedar sin nada que comer.
Sí, es muy poco tiempo para tratar de convencerlos de que
toda esa mentira... es verdad.
Corre, niño, corre...
Salta a un costado,
esquiva el bólido que pasa peligrosamente cerca de tu
cuerpito flaco,
ganale al tiempo,
trata de llegar a la ventanilla del auto
antes de que el chofer la cierre a toda prisa
en un intento por huir de tu mano implorante,
de tu carita de lástima,
ocultándose detrás del vidrio ahumado
para no tener que darte un puñado de monedas o un arrugado
billete de mil guaraníes.
Corre, niño, corre...
Ignora los gestos hoscos,
los insultos,
la voz chillona que te grita "haragán, andate a
trabajar"
como si no fuera otra cosa lo que hacés.
¿Será que no entienden que ese es tu trabajo?
¿Qué ese es el único trabajo posible que te han dejado?
Aunque a veces sí hay una mano anónima y cariñosa que te
regala un billete solidario,
una palabra amable,
una sonrisa franca,
justificando por un breve instante toda tu pesadilla.
Corre, niño, corre...
Huye de tus propios padres o padrastros, hermanos y mayores
que te explotan,
quizás porque ellos también crecieron siendo explotados
y no conocen otra manera.
Huye de los proxenetas,
de los abusadores,
de los traficantes de cariño,
de los que te tienen atrapado en su viciada telaraña
afectiva.
Huye de la policía
que te usa como informante
y proveedor de pequeños robos.
Huye de los fiscales mediáticos,
de las juezas y secretarias del menor,
de los asistentes sociales,
de los promotores de organizaciones no gubernamentales que
buscan justificar contigo sus programas cotizados en euros o en dólares,
de los periodistas denunciadores que te persiguen con sus
cámaras sensacionalistas para aumentar su rating.
Corre, niño, corre...
Más veloz que los autos que cruzan en rojo los semáforos.
Más veloz que el destino que te persigue implacable.
Más veloz que el mismo tiempo que avanza en contra como un
reloj al revés.
Corre hacia el futuro, donde quizás te aguarda la esperanza
que aquí no puedes encontrar.
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