martes, 29 de julio de 2014

Tati y el bombero que la salvó: Un rencuentro, diez años después

El bombero Edgar Bogarín y Tatiana Gabaglio, a diez años de la experiencia que les marcó la vida y los unió en una relación de amistad y de padre/hija. Ella lo llama "mi héroe personal".

En medio del fuego y los escombros, Édgar Bogarín rescató a una niña que le imploraba: "¡Papá, dame agua!". Diez años después, el bombero y la sobreviviente Tatiana se unen en un conmovedor abrazo. Un símbolo de la solidaridad, más allá del horror.


#CrónicasDeLaMemoria


Andrés Colmán Gutiérrez | @andrescolman


Era la tercera vez que el suboficial primero Édgar Bogarín Duarte, bombero de la Policía Nacional, ingresaba al edificio en llamas del Supermercado Ycuá Bolaños, ese trágico domingo 1 de agosto de 2004.
Tanto él como sus compañeros ya habían logrado sacar a varias personas con vida, pero siempre existía la esperanza de encontrar a alguien más.
"Yo estaba allí, abriéndome paso en medio de los chorros de agua y de la espesa humareda, cuando sentí una voz infantil que apenas se escuchaba debajo de los escombros y de los cuerpos. Me acerqué y encontré a una niña pequeña, todavía viva...", recuerda el bombero.
Tatiana Judit Gabaglio Rodríguez tenía entonces 7 años de edad. Había acompañado a su vecina a un paseo de compras al local comercial, cuando la atrapó el incendio. Parte del plástico ardiente del cielorraso derretido cayó sobre ella y le aprisionó la pierna derecha.
"Le quise sacar el pedazo de plástico que estaba sobre su pierna, pero era imposible, estaba totalmente pegado. Entonces la alcé en mis brazos, con el trozo de plástico entero", narra Édgar.
Fue cuando la niña hizo un pedido tembloroso, con una frase que ambos recordarían por siempre:
-¡Papá... dame agua!
Con la ayuda de otro bombero, Édgar la pudo bajar por la rampa. Mientras buscaban un vehículo en la cual llevarla, él consiguió un termo con agua, vertió un poco del líquido en la palma de la mano y  humedeció los labios de la niña. "No podía darle de beber, porque no sabía en qué condición de salud estaba ella", explica.

DESTINO.  Aquel momento especial los unió para siempre. Édgar  acompañó a la niña en una patrullera policial hasta el Sanatorio Santa Bárbara y no la dejó sola, hasta asegurarse de que ella esté a salvo.
"Él es mi héroe, es a la vez un padre y un gran amigo", admite Tati, quien se funde en un abrazo emocionado con él, diez años después, en los estudios de tevé de ULTIMAHORA.COM.
Édgar es más parco, pero no logra ocultar su emoción al recordar como el destino lo unió a esa chiquilla rebelde, que hoy cuestiona el sistema, pero siempre se molesta cuando sus compañeros atacan a los policías.
"Cuando escuché que ella me pedía agua, en medio del incendio, solo pensé en mi hija, que entonces tenía cuatro años. Agradezco mucho haberla conocido, aunque haya sido en tan trágicas circunstancias. Ella es también una  heroína. Haber podido salvar su vida, para mí, fue el mejor regalo", dice el bombero.
Desde entonces, sus familias se han hecho amigas. Tati acostumbra salir con los hijos de Édgar y él ha estado presente en muchos momentos importantes de su vida: la sacó a bailar el vals el día en que ella cumplió 15 años.
Inspirada en su ejemplo, y en el de muchos otros bomberos que dieron todo de sí para salvar vidas aquel fatídico 1 de agosto, Tati ha decidido también ser bombera y hoy es brigadista de la Tercera Compañía del Cuerpo de Bomberos Voluntarios.
Ambos coinciden en que no se se ha hecho  verdadera justicia en el caso Ycuá Bolaños, y que la sociedad paraguaya no ha aprendido aún la lección, en hacer que los edificios sean más seguros.
"De entre las cenizas nació una gran amistad", dice ella, mientras ríe y juega, llevada en andas por su héroe personal.

jueves, 24 de julio de 2014

Tati vuelve al Ycuá Bolaños: “Aquí me iluminan 400 ángeles”

 
Tatiana Gabaglio, diez años después, se enfrenta a los recuerdos en el Supermercado incendiado, del que apenas salió con vida.
Tatiana Gabaglio tenía solo 7 años cuando el mundo se le cayó encima. Perdió una pierna y mucho más en el incendio del Ycuá Bolaños. Diez años después, ella regresa al local, en un viaje interior sobre lo mucho que la vida le quitó y le dio a la vez. 


#CrónicasDeLaMemoria

Por Andrés Colmán Gutiérrez  
@andrescolman


Hace diez años era domingo y había música en el aire. Había gritos, risas, ruido: el eco de las voces de mucha gente haciendo compras. Tati era entonces una niña de 7 años, a quien su vecina invitó a dar un paseo hasta el Supermercado Ycuá Bolaños, a unas siete cuadras de su casa, en el barrio Trinidad de Asunción.
Ese domingo 1 de agosto de 2004 era la primera vez que Tati iba a conocer el moderno y gran local comercial por dentro. La niña tenía los ojos de quien descubre un nuevo mundo. No sabía que, en pocos minutos más, ese alegre paseo dominguero se transformaría en un verdadero viaje al infierno. Una pesadilla que cambiaría su vida para siempre.
Ahora es jueves, diez años después de aquel fatídico domingo, y Tatiana Judith Gabaglio Rodríguez se ha convertido en una bella y esbelta jovencita de 17 años, que regresa a aquel siniestro edificio, esta vez con los ojos nublados de dolor y de tristeza.
Una prótesis reemplaza a su pierna derecha, pero no le impide subir entre los escombros de las escaleras con agilidad y decisión, hasta llegar a la entrada de lo que alguna vez fue el gran salón de ventas, y que ahora es solamente un lúgubre espacio vacío ennegrecido, cubierto de humedad y de trágicos recuerdos.
Tati se queda parada allí, mirando el sombrío paisaje, seria y callada. De pronto la vemos estremecerse, sobresaltada por un escalofrío.
-¿Miedo..? – le pregunto.
-No, no es miedo –responde–. Son los recuerdos. Aquí, no tengo miedo. Aunque este lugar se vea muy oscuro y siniestro, yo aquí encuentro mucha luz. Aquí me iluminan 400 ángeles...

El horror de aquel día...

En estos diez años desde el incendio del Ycuá Bolaños, Tatiana ha contado su historia una y otra vez, pero su más crudo relato es la que ella misma escribe, con la pasión por las letras que se le ha ido despertando en este proceso:
"Eran aproximadamente las 11:25 de aquel 1 de agosto, cuando escuchamos una gran explosión proveniente del restaurante del Supermercado. En el mismo instante, comenzamos a correr, agarradas de las manos con mis vecinas", recuerda.
Ella cuenta que empezaron a escucharse estallidos, como de disparos de ametralladora. Era el cielorraso del local, que se desplomaba sobre la multitud, mientras el intenso calor del fuego se aproximaba.
"La luz se apagó. Una tempestad de fuego cubrió todo el lugar, seguido de una humareda espesamente oscura y fatalmente tóxica. En medio resonó una voz que decía: "¡Cierren las puertas, la gente está robando...!", narra Tati.
La niña cayó al piso, cerca de una góndola de productos, no muy lejos de la puerta de salida. Se acomodó allí, cubriéndose la cara para que no la alcance el fuego. Alrededor todo era caos, corridas, gritos, llanto, confusión, choques, personas tosiendo a causa del humo. Se escuchaba el fuerte ruido del crepitar de las llamas.
"Yo insistía en levantarme y no podía. El cielorraso caído había envuelto mi pierna derecha. Era algo caliente y pesado, que no me permitía ponerme de pie. Con mis ojos llenos de lágrimas, me enfrentaba al fuego, absolutamente sola, como muchos. Veía a familias enteras, tomadas de las manos, víctimas de la desesperación...", relata.
Tati dice que no lograba entender la magnitud del horror, debido a su corta edad, pero en ese momento entendió claramente que no iba a conseguir salir, y que se iba a morir, igual que muchas de las personas cuyos cuerpos se iban amontonando alrededor suyo.
"Escuchaba los gritos de las personas que estaban cerca de mí, y pensaba que ya no viviría para contar lo sucedido, que mi mundo terminaría a tan solo 7 años de edad", admite.
En un momento, sepultada por los escombros ardientes y por varios cuerpos de personas muertas o desmayadas, Tati se dio por vencida y se despidió internamente del mundo y de la vida.

"¡Papá, dame agua, por favor...!"

Fue entonces cuando algo especial sucedió.
"De pronto, alguien se me apareció. Era un ángel: mi tío, que había sido asesinado por unos delincuentes en el año 2001. Él me daba fuerzas, me decía que no pierda la esperanza, que yo saldría de ese lugar, que alguien me rescataría", rememora.
A los pocos minutos de esa misteriosa o milagrosa aparición, Tatiana sintió que una mano humana se abría paso entre los escombros y que unos potentes brazos tomaban su cuerpecito golpeado y la retiraban de allí.
Era el suboficial inspector Edgar Bogarín Duarte, bombero de la Policía Nacional, uno de los varios rescatistas que habían ingresado con mucho coraje en medio del incendio, para ayudar a salir a las personas atrapadas que aún estaban con vida.
Tatiana recuerda que, al sentir que el hombre la rescataba, ella le imploró, con un hilo de voz:
-¡Papá, dame agua, por favor...!

La pequeña Tati, con el bombero Edgar Bogarín, que la sacó de en medio del incendio y le salvó la vida.
"Yo tenía mucha sed, mi garganta se encontraba seca. El bombero me dirigió al boquete de salida, rápidamente me acostó en una camilla y me metió dentro de una ambulancia. En todo momento, el bombero que me había salvado estuvo a mi lado, me llevaron al Sanatorio Santa Bárbara, que se encontraba a dos cuadras del lugar. Allí intentaron quitarme el plástico que tenía adherido a mi pierna derecha, pero no lo lograron", cuenta Tati.
De allí, fue trasladada al Hospital Bautista, donde la ingresaron al quirófano y amaneció en la Unidad de Terapia Intensiva. Todo ese tiempo ella se mantuvo lúcida, consciente de lo ocurrido.
"A los siete días del incendio, a mi madre le dieron la noticia más dolorosa: tenían que amputarme la pierna derecha, para que yo pueda continuar con vida, debido a la infección y las quemaduras de tercer grado que me habían provocado las llamas", rememora.

El desafío de vivir, después del horror.

El incendio del Supermercado Ycuá Bolaños, la mayor tragedia en la historia contemporánea del Paraguay, dejó un saldo de 400 muertos, 365 sobrevivientes, 206 huérfanos, unas 5.000 familias afectadas de manera directa y todo un país en shock ante lo ocurrido.
Para quienes lograron sobrevivir, como Tati, las experiencias más duras, además de tratar de curar las heridas físicas de las quemaduras, fue buscar sanar las heridas profundas que el fuego les dejó marcadas en el alma. Fue el desafío de aprender a vivir, después del horror.
"En los primeros tiempos tenía que desenvolverme con muletas y silla de ruedas. No me gustaba para nada la idea, detestaba estar así. Pateaba a los médicos y a las enfermeras, no quería saber nada. Odiaba la vida luego de la tragedia", reconoce Tatiana.
Lo que más le dolía eran las burlas de los otros niños, al ver que ella no tenía una pierna, o la insensibilidad de mucha gente ante lo que le había sucedido. Tati llegó a no querer seguir viviendo antes que andar por la vida mutilada y con el peso de tanta tragedia, pero el cariño de sus familiares, de tantos otros sobrevivientes del Ycuá Bolaños y de muchos profesionales y personas solidarias le dieron fuerzas, le contagiaron ánimos y esperanzas para sobreponerse.
Fue un largo proceso de recuperación y rehabilitación física, pero principalmente sicológica, siempre incansablemente acompañada por su mamá Judith y por su mamá del corazón, la sicóloga Carmen Rivarola Mas, dirigente de la Coordinadora de Víctimas del Ycuá Bolaños, hasta que en octubre de 2005, Tatiana recibió la primera prótesis que sustituiría a su pierna derecha amputada, y que le permitió volver a caminar paulatinamente, hacer ejercicios y practicar deportes.
La sobreviviente del Ycuá Bolaños aprendió a movilizarse con su pierna artificial, sin complejos y con mucha agilidad.
La sobreviviente del Ycuá Bolaños aprendió a movilizarse con su pierna artificial, sin complejos y con mucha agilidad.
Ahora Tatiana es toda una campeona. Cursa su último año de secundaria en el Colegio Técnico Javier, donde llegó a ser presidenta del Centro de Estudiantes. Juega al básquet, anda en bicicletas, practica artes marciales (jiu-jitsu) y está en proceso de convertirse en bombera voluntaria, como brigadista de la Tercera Compañía de Bomberos Voluntarios del Paraguay, evidentemente inspirada en aquel hombre que le salvó la vida hace 10 años, pero también en los muchos otros rescatistas que dieron todo de sí para evitar que las muertes de aquel fatídico domingo sean mucho mayor.
La prótesis la debe renovar aproximadamente cada seis meses, a medida que va creciendo, y es toda una lucha enfrentar a la burocracia de las instituciones del Estado paraguayo para poder obtenerla, por su elevado costo, pero Tati ha aprendido a ser insistente, a reclamar y a denunciar, a utilizar las redes sociales y los medios de comunicación.
En todo este tiempo, ella se ha convertido en una dinámica luchadora social y activista de los derechos humanos, dirigente de la Federación Nacional de Estudiantes Secundarios (Fenaes), incansable batalladora contra toda injusticia, aunque en su corazón sabe que en la causa de la que ella fue víctima directa, nunca se hizo justicia verdadera.
"Las penas que impuso el sistema judicial en el caso Ycuá Bolaños son muy pocas para tantas muertes, para tanta insensibilidad ante las vidas humanas. Y lo más terrible es que este cruel sistema social materialista, que prefiere cerrar las puertas para no perder dinero, aunque se pierdan 400 vidas, continúa intacto", dice ella, con un eco de tristeza.
Tatiana, practicando a ser bombera voluntaria en la Tercera Compañía. Quiere ser como quien la salvó.
Renacer, como el Ave Fénix.

La entrevista ha concluido y Tatiana desciende del muro que hemos utilizado como improvisado asiento. Su agilidad y su equilibrio son asombrosos. Vuelve a recorrer con la vista el negro espacio vacío que alguna vez fue un amplio salón comercial poblado de voces y de risas, y por un momento una sonrisa ilumina su rostro.
"He aprendido a renovar esta vida que Dios me regaló. Volví a nacer de las cenizas, como un Ave Fénix. Aprendí que la vida vale la pena, que tener una prótesis nunca debe ser impedimento para lograr las metas que nos proponemos. Una debe ser optimista ante todo y hacerle frente a la vida, a pesar de las dificultades", dice Tati, echando una última mirada a ese oscuro lugar, que de pronto aparece inundado de luz.

Será la luz de los 400 ángeles...

martes, 1 de julio de 2014

Gabo y Roa Bastos, en Manorá y Macondo


Algunos amigos suyos, viajeros infatigables, le habían relatado al gran Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez las historias del Paraguay, esa Macondo del Cono Sur, sin mar y sin bananas, isla rodeada de tierra, pero con maravillas tanto o más delirantes que las de la literaria comarca caribeña, entre ellas la experiencia mágico-realista de sentarse a la mesa de un restaurante y pedir el plato nacional, la tradicional sopa paraguaya, para encontrar que es… una torta sólida de maíz, queso y cebollas.
El veterano periodista argentino Rogelio Pajarito García Lupo, autor del documentado libro El Paraguay de Stroessner -quien a inicios de los años 60 fundó con Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Jorge Masetti la legendaria agencia cubana Prensa Latina-, le contó a su amigo Gabo sobre ese país dormido en el sopor de la siesta sudamericana, donde un viejo dictador establecía por decreto que el termómetro no suba más de 38 grados centígrados, para que la población no sienta los efectos psicológicos del calor. Fue cuando el autor de Cien años de Soledad admitió que le encantaría invadir literaria o periodísticamente ese mágico territorio de su colega novelista Augusto Roa Bastos.
Pero desde el golpe militar en Chile, que en setiembre de 1973 derrocó el gobierno de su amigo Salvador Allende, García Márquez había anunciado que no visitaría países con dictaduras militares de derecha. Cuando el régimen del general Alfredo Stroessner cayó por fin en febrero de 1989, el Nóbel colombiano ya estaba tan entrampado con los acosos de la gloria y de la fama, que le rehuía a casi todos los viajes, salvo que fueran inexcusables.
Una de las últimas oportunidades de conocer por primera vez el Paraguay se había dado justamente tras la caída del stronismo, cuando Roa Bastos lo llamó para invitarlo a visitar el país y dar una conferencia en un congreso internacional, de los muchos que se organizaban con el retorno a la democracia. Gabo no tuvo corazón para decirle que no, y aceptó la invitación, aunque finalmente se excusó.
Roa y Gabo se conocían mutuamente y se admiraban literariamente, pero no eran tan amigos. Se habían encontrado más de una vez en la diáspora del exilio latinoamericano y en algunos encuentros literarios, como la histórica oportunidad en Buenos Aires, en 1969, en que la legendaria revista Primera Plana y la Editorial Sudamericana los reunió con el escritor argentino Leopoldo Marechal, como jurados de un concurso de novelas.
De aquella reunión de los tres maestros narradores queda una colección de fotografías en blanco y negro, en que a Roa y a Gabo se los ve conversar con mucha pasión y vitalidad, junto al maduro Marechal. Todavía no sentían toda la insoportable levedad de ser grandes celebridades literarias. Gabo llevaba dos años de haber publicado la consagrada Cien años de soledad (1967) y Roa estaba a punto de cumplir una década con su deslumbrante Hijo de Hombre (1960), pero aún no había terminado de escribir su obra cumbre, Yo el Supremo (1974).
Después, hubo distanciamientos. En una polémica entrevista concedida a mediados de los ‘80, Roa Bastos estableció diferencias con la corriente literaria del boom latinoamericano, sosteniendo que autores como él, así como el mexicano Juan Rulfo, el peruano José María Arguedas y el uruguayo Juan Carlos Onetti, se ubicaban en campos diferentes y con menos marketing que el que caracterizaba a otros promocionados autores, como Vargas Llosa o García Márquez.
La brecha se selló en noviembre de 1989, cuando Roa Bastos ganó el Premio Cervantes, el más importante trofeo de las letras iberoamericanas. Entre los muchos saludos y felicitaciones, el escritor paraguayo recibió un telegrama con apenas tres palabras que lo llenaron de emoción. Haciendo juego con el título de su novela más famosa, el texto decía simplemente: “Tú el supremo”. Lo firmaba el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.
Quizás fue aquel acercamiento el que motivó que Roa se comunique con Gabo, para invitarlo al Paraguay. El frustrado intento provocó una genial boutade macondiana por parte de Gabo, que es rescatada por el periodista argentino Cristian Kupchik, en su crónica Mentiras verdaderas, publicada en la edición número 39 de la revista bonaerense Quid, de abril-mayo de 2012, y reiterada además en un brillante ensayo, titulado Sopa paraguaya: Viaje por el pan de la utopía.
Al respecto, escribe Kupchik:
“Reinstalada la democracia, el prestigioso autor Augusto Roa Bastos invitó a su amigo Gabriel García Márquez a dictar una conferencia en Asunción. Llegada la fecha prevista, el colombiano se excusó con Roa y la opinión pública guaraní, debido a que un compromiso inesperado hacía imposible su presencia. Además, haciendo uso de ese magnífico sentido del humor caribeño, Gabo confesó sentirse a la vez maravillado e intimidado: “De un país que tiene por plato nacional una sopa que es sólida”, señaló, aludiendo a la sopa paraguaya, en verdad una suerte de pastel, “no quiero imaginar cómo será el resto…
Finalmente, Gabo nunca pudo visitar y conocer el país de la sopa sólida, la versión sureña de Macondo.
En la contracara de la aldea literaria inventada por el Nobel colombiano, nuestro Roa Bastos creó su propia aldea literaria, inspirada en su pueblo natal Iturbe del Guairá, a la que bautizó Manorá (el lugar para morir). 
Allí describe una comarca habitada por mujeres con luminosos cinturones de luciérnagas y carpincheros que navegan sobre embarcaciones llameantes, Cristos leprosos y dictadores sin muerte, donde transcurren sus alucinadas historias mediterráneas.
Así como Roa Bastos y Gabo compartieron obra y vida, Macondo y Manorá también se fundieron literariamente en las páginas de la novela Contravida, en que el autor paraguayo rinde homenaje a su gran colega colombiano, convocando al coronel Aureliano Buendía y toda su familia, junto al Quijote y Sancho Panza, en un fantasmagórico desfile a orillas del río Tebicuary.
Al igual que Roa Bastos, quien partió de este mundo físico un 26 de abril, Gabo también eligió el mismo mes para decir adiós, en su viaje hacia la inmortalidad literaria. 
Probablemente los dos autores estarán hora en algún polvoriento bar-almacén o cantina de Macondo-Manorá, brindando con ron caribeño o con caña paraguaya, entre un mágico y alucinado revuelo de luciérnagas brillantes y mariposas amarillas…

Augusto Roa Bastos, Leopoldo Marechal y Gabriel García Márquez, en Buenos Aires, en 1969.