La
primera orden fue: Que la policía les eche a garrotazos de la plaza y que
nuestra gente ocupe el lugar.
Así, cuando los legisladores llegasen para el juicio político, la turba no los iba a dejar entrar. Y ellos, cruzados de brazos, iban a decir: no podemos hacer nada, es la voluntad del pueblo.
Así, cuando los legisladores llegasen para el juicio político, la turba no los iba a dejar entrar. Y ellos, cruzados de brazos, iban a decir: no podemos hacer nada, es la voluntad del pueblo.
Intentaron cumplir la orden.
¡Vaya que si lo intentaron...!
Los cascos azules cargaron con saña pocas veces vista contra los indefensos ciudadanos.
Cuatro valientes policías golpeando con furia a un cobarde anciano caído en el suelo.
Gases
lacrimógenos.
Carros hidrantes.
Balines de goma.
Represores a caballo.
Carros hidrantes.
Balines de goma.
Represores a caballo.
Y
nada…
Los
jóvenes drogadictos y borrachos, los
campesinos manipulados y comprados, los curas comunistas partida no se movían
de la plaza, para nada.
¡Tercos imbéciles…!
Después vino la otra orden.
Esta
vez para los manifestantes oviedistas: Usen las bombas y los petardos. Pero no
al aire. Disparen directamente al cuerpo. Ya verán que cuando se quemen unos
cuantos, van a salir rajando.
Así
comenzaron a llegar cajas y más cajas de doce por uno.
Los
policías ayudaban a cargar y a disparar.
¡Broom, broom…!
caían las explosiones en medio de la multitud.
Gritos,
llantos, gemidos de dolor.
Empezaban
a evacuar a los heridos.
Pero
estos boludos obstinados… ¡no salían de la plaza!
Entonces… llegó la otra orden.
Secreta,
reducida, dirigida a unos pocos elegidos:
Que la Policía se vaya a pasear.
Que los manifestantes armen todo el quilombo que puedan.
Y entonces, ustedes, bien escondidos, disparen.
En principio no tiren a matar. Apenas a las piernas, a los brazos.
Si aún así no salen, entonces cárguense a uno o dos. Ya verán que estos pituquitos, cuando vean que hay mbokapu, que la cosa es en serio, se irán corriendo a esconderse debajo de la cama.
Que la Policía se vaya a pasear.
Que los manifestantes armen todo el quilombo que puedan.
Y entonces, ustedes, bien escondidos, disparen.
En principio no tiren a matar. Apenas a las piernas, a los brazos.
Si aún así no salen, entonces cárguense a uno o dos. Ya verán que estos pituquitos, cuando vean que hay mbokapu, que la cosa es en serio, se irán corriendo a esconderse debajo de la cama.
Los
oscuros sicarios obedecieron al pie de la letra.
Desgranaron
las balas asesinas desde lo alto de los edificios y desde cualquier esquina.
Pero
tampoco así hubo caso.
Los
tercos imbéciles caían unos tras otros, recogían a sus compañeros muertos o
heridos, y seguían resistiendo.
Esa
plaza ya no era sólo una plaza.
Esa
plaza era ya la Patria, era el país, era la democracia por la que había que
luchar hasta vencer o morir.
¡República
o muerte!
¡Aquí
no se rinde nadie, carajo...!
El ex general sintió que estaba perdido.
Sintió
que algo había fallado en sus siniestros cálculos.
Sintió
que se le acababan las órdenes.
Sintió
que esos adorables tercos estúpidos
imbéciles drogadictos manipulados comunistas partida... ¡no se iban a mover
nunca de esa maldita plaza, aunque él llamara a todas las hordas patoteras, a
todos los francotiradores, a todos los tanques de guerra, a todos los
cazabombarderos del mundo...!
Entonces,
frío, acorralado, vencido, se bajó del ensangrentado trono del poder, tomó el
teléfono celular, discó el número codificado e impartió la última orden, la que
no hubiera querido impartir nunca.
Dijo,
simplemente:
-¡Preparen el avión...!
------------
------------
Esto lo
escribí en marzo de 1999, pocos días después de los trágicos y heroicos sucesos
conocidos, en base a datos sueltos que me había pasado una persona conocida del
entorno del Gobierno de Cubas.
Se
publicó en la primera edición de “Días de Gloria”, una revista especial tipo
álbum de fotografías que editó Última Hora, y que agotó miles de ejemplares.
El año
pasado me lo hizo recordar la amiga Lilia María Ayala y quedamos en que lo
rescataría y lo compartiríamos por aquí, pero no tenía el texto en versión
digital y ni siquiera sabía dónde estaba guardada alguna última copia de
aquella revista. Por fortuna volvió a acudir en mi ayuda mi hada protectora, la
querida amiga y mejor lectora Roxy Alvarez, quien se tomó el trabajo de
guardarlo y copiarlo, y así lo pude compartir en FB.
Por
último, el amigo y colega Enrique Dávalos, de AAM, me consultó por el mismo
texto, ya que no pudo ubicarlo en la
web. Tras buscarlo afanosamente, pude dar con una copia en mis desperdigados
archivos. Así, para que desde ahora pueda ser más fácil de ubicar, está aquí en
el blog, con algunos pocos retoques de estilo, en memoria de tanta sangre
heroica derramada e impune.