Andrés Colmán Gutiérrez / Textos literarios, de periodismo narrativo, de investigación y de opinión en Paraguay
viernes, 28 de diciembre de 2007
Año Nuevo en la Triple Frontera
La fiesta de fin de año en la Triple Frontera tiene un sabor distinto y especial, exótico y estimulante.
Existen diferencias marcadas por el tiempo y la geografía. A las once de la noche, una cromática y sonora explosión de fuegos artificiales y petardos cubre el cielo del otro lado del río Paraná. Es que el Brasil y la Argentina tienen una hora adelantada con respecto al Paraguay (¡hasta en el horario somos atrasados!), y las ciudades de Foz do Iguaçú y Puerto Yguazú celebran mucho antes.
Es un espectáculo imponente acodarse en cualquier balcón, terraza o punto elevado de Ciudad del Este, y disponerse a disfrutar de esa sinfonía de luces que dibujan fantasías de colores en el horizonte. Y pensar, como el genial abuelo Einstein, en lo relativo que es el tiempo: qué loco que allí, a tan pocos metros de distancia, ya llegó el futuro, ya es el nuevo año, y aquí todavía estamos anclados en el pasado, en el castigado año viejo. ¿Será que lo merecemos?
Una hora después nos tocará a nosotros celebrar, y serán ellos, los brasileños y los argentinos, ya con algo de mareo por tantos brindis compartidos, los que se acomodarán en sus balcones o terrazas a disfrutar de nuestros fuegos artificiales coloreando el firmamento nocturno, sintiendo esa rara sensación de película repetida, de salto atrás en el tiempo, de “deja vu” trifronterizo.
Territorio de contrastes y de gran riqueza multicultural, la Triple Frontera tiene muchas formas de celebrar (o de no celebrar) las fiestas de fin de año. Hay una vasta comunidad de árabes musulmanes (más de 12.000 personas, principalmente sirios libaneses) para quienes la Navidad simplemente no existe en su credo religioso, pero se acoplan con entusiasmo a las nuevas costumbres que han ido asimilando en su ya larga convivencia esteña.
Hay también una activa comunidad de chinos taiwaneses (más de 5.000 inmigrantes) que festejarán su Año Nuevo recién en febrero, basados en un calendario lunar más antiguo y milenario que el gregoriano, pero que están dispuestos con generosidad a hacer una especie de “adelanto” a la occidental. Y una más reducida comunidad de familias hindúes, que ya celebraron su propio año nuevo en noviembre, pero no tienen ningún problema en volver a repetir la fiesta.
Si a eso se le suman las comunidades de migrantes brasileños, bolivianos, argentinos, peruanos, alemanes, coreanos y hasta sudafricanos, junto a la población paraguaya más criolla, que habitan una de las ciudades de mayor diversidad étnica de toda Latinoamérica, el resultado puede ser mágico y casi surrealista: ver a mujeres musulmanas cubiertas con el chador árabe reunidas en torno a un pesebre campesino con aroma de flor de coco, o caminar por las calles periféricas sintiendo como se mezclan las melodías de Las Mil y Una Noches con el sonido del erhu chino, las canciones sertaneyas, la polca, la cachaca y el reguetón.
Año Nuevo de sopa paraguaya y capipiriña, de clericó y feijoada, de falabel y sidra, de chop suey y champán. Ausencias que duelen en cualquier idioma. Hogares en donde se extraña con la misma emoción a la mamá que se quedó en las ardientes dunas de Damasco, a los hermanos que envían saludos en mandarín desde Taipei, a los hijos que fueron a buscar un futuro mejor en la lejana Madrid y se les atragantan sus saludos por Internet.
Año Nuevo de mujeres casi niñas que esperan clientes sexuales en la nocturna soledad del Parque Chino. Año Nuevo de niños callejeros que inhalan cola de zapatero debajo del viaducto de la Aduana para no sentir la falta de abrazos. Año Nuevo de indígenas mbya refugiados bajo casuchas de lona en el baldío de la Terminal. Año Nuevo de sacoleiros que apuran el último cruce en el Puente de la Amistad.
Año Nuevo en la Triple Frontera. Tan diversas y variadas voces, pero tan iguales lágrimas, sonrisas, interrogantes, esperanzas. Tan similares ganas de que este 2013 sea mejor. ¡Salud…!
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lunes, 17 de diciembre de 2007
MAMÁ...
(Ña Nilda, mi mamá, rodeada de sus nietos y nietas, celebrando su cumple).
Hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá...
Mamá… es la primera palabra que los seres humanos pronuncian en la vida… ¡y dicen que también suele ser la última!
Mamá… es la primera palabra que uno grita en momentos de peligro, cuando algo te asusta y te amenaza, cuando buscás instintivamente ayuda y protección.
Mamá es la primera palabra que llega hasta tu corazón, cuando te sentís solo y abandonado, cuando buscás desesperadamente un poco de calor humano y de cariño.
Mamá es el origen de la vida.
Mamá es el instrumento de la creación.
Mamá es el nombre del amor.
Hay veces en que también te enojás con ella. Cuando te parece que se equivoca. Cuando creés que te impone por la fuerza sus criterios. Cuando creés que te niega la libertad. Cuando considerás que no respeta tu forma diferente de pensar, no te quiere escuchar o no te quiere entender. ¿No se te ocurrió que en realidad sos vos quien no respeta su forma de pensar, quien no busca escucharla o entenderla?
Sea como sea, ya verás por más conflictos o desentendimientos que aparezcan entre vos y ella, el amor de mamá siempre estará allí, por encima de todas las cosas, compartiendo quizás los momentos más lindos, pero sobre todo apoyándote en los momentos más duros y difíciles. Porque nada puede empañar el sublime amor que una madre siente hacia sus hijos y sus hijas.
Mamá… es la primera palabra que uno grita en momentos de peligro, cuando algo te asusta y te amenaza, cuando buscás instintivamente ayuda y protección.
Mamá es la primera palabra que llega hasta tu corazón, cuando te sentís solo y abandonado, cuando buscás desesperadamente un poco de calor humano y de cariño.
Mamá es el origen de la vida.
Mamá es el instrumento de la creación.
Mamá es el nombre del amor.
Hay veces en que también te enojás con ella. Cuando te parece que se equivoca. Cuando creés que te impone por la fuerza sus criterios. Cuando creés que te niega la libertad. Cuando considerás que no respeta tu forma diferente de pensar, no te quiere escuchar o no te quiere entender. ¿No se te ocurrió que en realidad sos vos quien no respeta su forma de pensar, quien no busca escucharla o entenderla?
Sea como sea, ya verás por más conflictos o desentendimientos que aparezcan entre vos y ella, el amor de mamá siempre estará allí, por encima de todas las cosas, compartiendo quizás los momentos más lindos, pero sobre todo apoyándote en los momentos más duros y difíciles. Porque nada puede empañar el sublime amor que una madre siente hacia sus hijos y sus hijas.
Hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá…
Decirte, por ejemplo, que no todos y todas tienen la suerte de tener a su mamá cerca, en forma física. Quienes por motivos personales, de trabajo o de estudio, han tenido que salir fuera del hogar, saben muy bien lo que significa estar lejos de la mujer que es la guía constante y la mejor protección.
Lejos del abrazo cariñoso al comenzar o al terminar el día.
Lejos de la mano que te tapa con una frazada en las noches de frío.
Lejos de la mano que te prepara el plato de comida que más te gusta, o que te acerca el remedio cuando estás enfermo.
Lejos de la cálida voz que te pregunta por tus problemas, que te reconforta cuando estás tristes, y que te felicita por tus pequeños éxitos cotidianos.
Hay quienes sienten una distancia todavía más grande. Quienes ya no tienen la fortuna de tener a su mamá sobre esta tierra, pero tienen el consuelo de saber que el amor de una madre vence todas las fronteras, incluso las de la muerte. Y que estas madres siguen vivas en la memoria y en el corazón de cada uno de sus hijos. Que su amor es una estrella que brilla en la oscuridad y sigue iluminando el camino.
Hay tantas cosas que les podría decir también a las mamás...
Decirles que también nosotros las queremos mucho. Y que a veces nuestra aparente rebeldía y desobediencia, que tanto les suele molestar, es también una forma de expresarles nuestro amor, porque es la manera en que afirmamos nuestra propia identidad, la manera en que rompemos el cascarón para vivir nuestras propias vidas, la manera en que conquistamos nuestra libertad en este difícil pero apasionante mundo.
Y aunque nos cueste mucho, aunque nos equivoquemos tantas veces, todas las cosas que estamos haciendo y por las que estamos luchando, son las cosas en las que creemos. Son las cosas que le dan sentido a la vida que ellas tan generosamente nos han regalado.
Sí, hay tantas cosas que te podría decir sobre mamá...
Pero bien sé que las palabras no son suficientes para expresar todos nuestros sentimientos, toda nuestra gratitud.
Por eso, lo mejor es acercarse tiernamente a darles un beso cariñoso y profundo, estrecharlas en un cálido abrazo filial, y decirles desde el fondo del corazón: ¡Gracias por todo, querida mamá!
(Partes de un texto que escribí hace muchos años, a pedido de una bella niñita que quería regalarle palabras a su mamá en un acto escolar).
(Partes de un texto que escribí hace muchos años, a pedido de una bella niñita que quería regalarle palabras a su mamá en un acto escolar).
viernes, 7 de diciembre de 2007
Arandu Ka'aty
El viejo Mixto se abre paso a los tumbos
por la estrecha picada en medio del monte.
Es un camión de carga al cual le han
adaptado una carrocería de madera con techo de lona, donde los pasajeros
viajamos apretujados, en medio de bolsas de mandioca, cachos de banana y jaulas
de gallinas, algunos sentados sobre bancos de madera que bailan con cada pozo.
A cada momento los árboles tratan de
introducir sus ramas en el interior y hay que agacharse para esquivar los
chicotazos. El calor infernal, la polvareda roja, los barquinazos y los
mosquitos hasta podrían ser soportables, pero hace largo rato que un bebé llora
en brazos de su madre y ya todos estamos con los nervios de punta.
–No sé lo que le pasa. Parece que le sopló viento... –dice en guaraní la madre del bebé, con desconsolada impotencia. Es una muchacha pequeña y oscura, todavía una niña, pero con la piel ya avejentada por la tristeza y el dolor.
Todos, en algún momento, hemos intentado hacer algo para tratar de calmar el sufrimiento del bebé. Agua, aspirinas, caramelos, juguetes, morisquetas... nada sirve. Hace más de dos horas que hemos salido de la colonia Pacobá y aún faltan como cien kilómetros para llegar a Curuguaty. A lo largo del camino sólo hay selva y soledad. Nunca las palabras como progreso y civilización me habían parecido tan distantes.
De pronto, al final de una curva, una brusca frenada del vehículo nos arroja a todos contra las paredes o contra el piso de la carrocería.
El Mixto se detiene. Hay un enorme árbol caído. Un grueso yvyra pytá de frondoso ramaje que bloquea totalmente el camino.
Nos bajamos a mirar.
En brazos de la niña-mamá, el bebé no deja de llorar.
El chofer del mixto, un tipo gordo, vestido con una camisilla agujereada, inspecciona el árbol caído y gesticula negativamente con la cabeza.
–¡Es demasiado grande, no hay forma de moverlo! –exclama.
Aún así, entre todos hacemos el esfuerzo. Rodeamos el tronco, lo abrazamos como si fuera un ser querido. Primero tratamos de levantarlo con cariño. Después, de empujarlo con rabia. Nada. Es en vano. El maldito no se da por enterado. No conseguimos moverlo ni un milímetro. Y el bebé no deja de llorar.
–¿Qué hacemos, chofer...? –pregunta con desesperación una señora, con aspecto de granjera mennonita.
–¡No sé, señora! –responde nervioso el conductor.
–¿Por qué no volvemos al punto de destino? –propone otro pasajero.
–Es demasiado lejos. ¿Por qué algunos no vamos a pie por el camino? A lo mejor encontramos una granja, en donde alguien tenga un tractor –interviene un joven, vestido con uniforme de conscripto.
–No, yo conozco muy bien esta zona. Podés caminar kilómetros y kilómetros, y solo vas a encontrar puro monte –le desalienta el chofer.
En ese momento, una mujer que se había alejado con un niño a cierta distancia, aparentemente para hacer pipí, lanza un grito.
–¡Miren...! ¡Vienen varios hombres a caballo!
Con una exclamación de júbilo, los vemos acercarse a la distancia, desde el otro lado del árbol caído. Son siete jinetes, con anchos sombreros, que nos saludan con gritos y carcajadas. Son siete seres rudos, obrajeros del monte. Siete ángeles oscuros que acuden en nuestro auxilio.
–¡Buenas tardes, los amigos! ¿Pe pyta piko detenido? –dice uno de ellos, que parece ser el líder del grupo. Es un hombre moreno, petiso y robusto, de facciones aindiadas.
–Ya ven cuál es el problema. –contesta el chofer, señalando al árbol caído, como si fuera necesario–. A lo mejor pueden darnos una manito.
–No se preocupe, compañero. Esto es vyroreí. En un ratito vamos a solucionar –dice el hombre, mientras hace un gesto a los demás jinetes.
Rapidamente, cuatro de ellos descienden de sus caballos y extraen filosas hachas de sus monturas. Sin dudarlo, se acercan al árbol, lo estudian por un breve instante y en seguida empiezan a cortar las ramas de tupido follaje, apartándolas a un costado del camino, hasta dejar solo el grueso tronco atravesado. Luego, con certeros hachazos, terminan de separar el cuerpo de la raíz. Otro de los jinetes se acerca con una gruesa cuerda de fibra de karaguatá, que amarran con varias vueltas a la base del tronco, mientras atan el otro extremo a la montura de tres caballos.
Impresionados, los pasajeros nos juntamos a observar el espectáculo.
La cuerda ha quedado tensa, estirada por los caballos. Uno de los jinetes toma de las riendas a los animales y, con un grito seco, los obliga a jalar el tronco. Hay un momento de tensión, en que la cuerda se estira y parece que va a romperse, y todos contenemos la respiración. Los caballos caracolean. El jinete los empuja con otro grito. Y, entonces, lentamente, el tronco empieza a moverse.
Un grito de admiración escapa de nuestras gargantas.
Otro grito del jinete. Los caballos avanzan. El tronco se desliza, se desliza, se desliza, hasta quedar totalmente fuera del camino.
–¡Bieeeen... bieeeen...! ¡Increíble...! –grita una señora.
Hay aplausos, hurras y vítores.
Nos acercamos todos para agradecer a los jinetes. Algunos, entusiamados, reparten abrazos y palmeadas en la espalda.
–¿Cuánto le debemos por esta gauchada? –pregunta la señora con pinta de granjera mennonita al líder del grupo.
–¡No, señora, por favor...! ¡Mba’evete verá! –le responde el hombre.
–Bueno, bueno... vamos a subir todos al Mixto. Ya es muy tarde y tenemos que seguir viaje –ordena el chofer.
Entusiasmados, comenzamos a ascender al vehículo.
Es entonces cuando escuchamos el lastimero llanto del bebé que viene creciendo a la distancia.
Con todo el trajín, nos habíamos olvidado completamente de la niña-madre y de su criatura enferma.
Cuando ella está por subir, una mano la detiene.
Asustada, la niña trata de zafarse, pero el hombre moreno, el líder de los jinetes, le sonríe y le dice que no tenga miedo. Luego, sus manos de gorila toman al bebé lloriqueante y lo alzan con infinita ternura, mientras lo palpan detenidamente. Sus dedos le abren la boca y sus ojos escrutadores lo revisan. Al poco rato, el hombre le devuelve el bebé a la niña.
–Su garganta está descompuesta. Esperame un rato, te voy a dar algo –le dice.
Ella se queda allí, al pie de la puerta del Mixto, expectante, mientras él camina hacia su montura y hurga en el interior de unas alforjas de tela. Al rato lo vemos sacar un trozo de panal de miel, que vuelca en el interior de un jarro lata. Luego se dirige con pasos decididos hacia el monte y se pierde dentro de la espesura durante largos minutos. Finalmente lo vemos regresar con el jarro lata en la mano, removiendo el contenido con una ramita, hasta acercarse a la niña-madre.
En silencio, observamos cuando empieza a darle de beber al niño una especie de jarabe verdoso. El bebé protesta, incómodo, mientras el dedo del hombre le va dando el líquido pastoso en la boca. Increíblemente, el llanto del niño se va volviendo espaciado, hasta que finalmente cesa por completo. El hombre le acaricia la cabecita y después ayuda a la niña-mamá a subir al vehículo. Por primera vez veo una sonrisa en su carita sufrida.
–¡Nde, karai...! Contame... ¿qué le diste al bebé? –le pregunto al hombre desde la puerta del Mixto, mientras escucho que el chofer enciende el motor y se dispone a reanudar la marcha.
–Nada... un remedio que me enseñó mi abuela, nomás –dice él, con un gesto de la mano que parece un saludo pero también un signo de restarle importancia a mi curiosidad.
El Mixto empieza a moverse y tengo que gritar por encima del ruido del motor para hacerme escuchar.
–¡Si... pero qué había en el jarro! ¿Miel y qué más...?
El hombre sonríe y me despide con la mano levantada, mientras su figura empieza a alejarse. Todavía alcanzo a oír su respuesta.
–Si venís alguna vez a visitarme, te voy a contar. ¡Son cosas del arandu ka’aty nomás!
Nunca supe su nombre.
Pasé varias veces por el mismo sitio, pero no lo volví a encontrar.
Ahora prácticamente ya no quedan montes en Canindeyú. Casi no existe el peligro de encontrarse con algún árbol caído en mitad del camino. Pero yo no pierdo la esperanza de que en algún momento me vuelva a cruzar con esos oscuros ángeles montados a caballo.
–No sé lo que le pasa. Parece que le sopló viento... –dice en guaraní la madre del bebé, con desconsolada impotencia. Es una muchacha pequeña y oscura, todavía una niña, pero con la piel ya avejentada por la tristeza y el dolor.
Todos, en algún momento, hemos intentado hacer algo para tratar de calmar el sufrimiento del bebé. Agua, aspirinas, caramelos, juguetes, morisquetas... nada sirve. Hace más de dos horas que hemos salido de la colonia Pacobá y aún faltan como cien kilómetros para llegar a Curuguaty. A lo largo del camino sólo hay selva y soledad. Nunca las palabras como progreso y civilización me habían parecido tan distantes.
De pronto, al final de una curva, una brusca frenada del vehículo nos arroja a todos contra las paredes o contra el piso de la carrocería.
El Mixto se detiene. Hay un enorme árbol caído. Un grueso yvyra pytá de frondoso ramaje que bloquea totalmente el camino.
Nos bajamos a mirar.
En brazos de la niña-mamá, el bebé no deja de llorar.
El chofer del mixto, un tipo gordo, vestido con una camisilla agujereada, inspecciona el árbol caído y gesticula negativamente con la cabeza.
–¡Es demasiado grande, no hay forma de moverlo! –exclama.
Aún así, entre todos hacemos el esfuerzo. Rodeamos el tronco, lo abrazamos como si fuera un ser querido. Primero tratamos de levantarlo con cariño. Después, de empujarlo con rabia. Nada. Es en vano. El maldito no se da por enterado. No conseguimos moverlo ni un milímetro. Y el bebé no deja de llorar.
–¿Qué hacemos, chofer...? –pregunta con desesperación una señora, con aspecto de granjera mennonita.
–¡No sé, señora! –responde nervioso el conductor.
–¿Por qué no volvemos al punto de destino? –propone otro pasajero.
–Es demasiado lejos. ¿Por qué algunos no vamos a pie por el camino? A lo mejor encontramos una granja, en donde alguien tenga un tractor –interviene un joven, vestido con uniforme de conscripto.
–No, yo conozco muy bien esta zona. Podés caminar kilómetros y kilómetros, y solo vas a encontrar puro monte –le desalienta el chofer.
En ese momento, una mujer que se había alejado con un niño a cierta distancia, aparentemente para hacer pipí, lanza un grito.
–¡Miren...! ¡Vienen varios hombres a caballo!
Con una exclamación de júbilo, los vemos acercarse a la distancia, desde el otro lado del árbol caído. Son siete jinetes, con anchos sombreros, que nos saludan con gritos y carcajadas. Son siete seres rudos, obrajeros del monte. Siete ángeles oscuros que acuden en nuestro auxilio.
–¡Buenas tardes, los amigos! ¿Pe pyta piko detenido? –dice uno de ellos, que parece ser el líder del grupo. Es un hombre moreno, petiso y robusto, de facciones aindiadas.
–Ya ven cuál es el problema. –contesta el chofer, señalando al árbol caído, como si fuera necesario–. A lo mejor pueden darnos una manito.
–No se preocupe, compañero. Esto es vyroreí. En un ratito vamos a solucionar –dice el hombre, mientras hace un gesto a los demás jinetes.
Rapidamente, cuatro de ellos descienden de sus caballos y extraen filosas hachas de sus monturas. Sin dudarlo, se acercan al árbol, lo estudian por un breve instante y en seguida empiezan a cortar las ramas de tupido follaje, apartándolas a un costado del camino, hasta dejar solo el grueso tronco atravesado. Luego, con certeros hachazos, terminan de separar el cuerpo de la raíz. Otro de los jinetes se acerca con una gruesa cuerda de fibra de karaguatá, que amarran con varias vueltas a la base del tronco, mientras atan el otro extremo a la montura de tres caballos.
Impresionados, los pasajeros nos juntamos a observar el espectáculo.
La cuerda ha quedado tensa, estirada por los caballos. Uno de los jinetes toma de las riendas a los animales y, con un grito seco, los obliga a jalar el tronco. Hay un momento de tensión, en que la cuerda se estira y parece que va a romperse, y todos contenemos la respiración. Los caballos caracolean. El jinete los empuja con otro grito. Y, entonces, lentamente, el tronco empieza a moverse.
Un grito de admiración escapa de nuestras gargantas.
Otro grito del jinete. Los caballos avanzan. El tronco se desliza, se desliza, se desliza, hasta quedar totalmente fuera del camino.
–¡Bieeeen... bieeeen...! ¡Increíble...! –grita una señora.
Hay aplausos, hurras y vítores.
Nos acercamos todos para agradecer a los jinetes. Algunos, entusiamados, reparten abrazos y palmeadas en la espalda.
–¿Cuánto le debemos por esta gauchada? –pregunta la señora con pinta de granjera mennonita al líder del grupo.
–¡No, señora, por favor...! ¡Mba’evete verá! –le responde el hombre.
–Bueno, bueno... vamos a subir todos al Mixto. Ya es muy tarde y tenemos que seguir viaje –ordena el chofer.
Entusiasmados, comenzamos a ascender al vehículo.
Es entonces cuando escuchamos el lastimero llanto del bebé que viene creciendo a la distancia.
Con todo el trajín, nos habíamos olvidado completamente de la niña-madre y de su criatura enferma.
Cuando ella está por subir, una mano la detiene.
Asustada, la niña trata de zafarse, pero el hombre moreno, el líder de los jinetes, le sonríe y le dice que no tenga miedo. Luego, sus manos de gorila toman al bebé lloriqueante y lo alzan con infinita ternura, mientras lo palpan detenidamente. Sus dedos le abren la boca y sus ojos escrutadores lo revisan. Al poco rato, el hombre le devuelve el bebé a la niña.
–Su garganta está descompuesta. Esperame un rato, te voy a dar algo –le dice.
Ella se queda allí, al pie de la puerta del Mixto, expectante, mientras él camina hacia su montura y hurga en el interior de unas alforjas de tela. Al rato lo vemos sacar un trozo de panal de miel, que vuelca en el interior de un jarro lata. Luego se dirige con pasos decididos hacia el monte y se pierde dentro de la espesura durante largos minutos. Finalmente lo vemos regresar con el jarro lata en la mano, removiendo el contenido con una ramita, hasta acercarse a la niña-madre.
En silencio, observamos cuando empieza a darle de beber al niño una especie de jarabe verdoso. El bebé protesta, incómodo, mientras el dedo del hombre le va dando el líquido pastoso en la boca. Increíblemente, el llanto del niño se va volviendo espaciado, hasta que finalmente cesa por completo. El hombre le acaricia la cabecita y después ayuda a la niña-mamá a subir al vehículo. Por primera vez veo una sonrisa en su carita sufrida.
–¡Nde, karai...! Contame... ¿qué le diste al bebé? –le pregunto al hombre desde la puerta del Mixto, mientras escucho que el chofer enciende el motor y se dispone a reanudar la marcha.
–Nada... un remedio que me enseñó mi abuela, nomás –dice él, con un gesto de la mano que parece un saludo pero también un signo de restarle importancia a mi curiosidad.
El Mixto empieza a moverse y tengo que gritar por encima del ruido del motor para hacerme escuchar.
–¡Si... pero qué había en el jarro! ¿Miel y qué más...?
El hombre sonríe y me despide con la mano levantada, mientras su figura empieza a alejarse. Todavía alcanzo a oír su respuesta.
–Si venís alguna vez a visitarme, te voy a contar. ¡Son cosas del arandu ka’aty nomás!
Nunca supe su nombre.
Pasé varias veces por el mismo sitio, pero no lo volví a encontrar.
Ahora prácticamente ya no quedan montes en Canindeyú. Casi no existe el peligro de encontrarse con algún árbol caído en mitad del camino. Pero yo no pierdo la esperanza de que en algún momento me vuelva a cruzar con esos oscuros ángeles montados a caballo.
miércoles, 28 de noviembre de 2007
País
Este texto comenzó a nacer en 1985, en un
campamento juvenil en Hohenau, cuando dos chicas me pidieron que les ponga en
un papel las razones por las que escribo. Era para una revista cultural
mimeografiada que se editaba en un colegio de Encarnación.
Diez años después lo reescribí, para leerlo
en el acto de lanzamiento de mi primera novela, “El último vuelo del Pájaro
Campana”.
Mi amigo Víctor Riveros le puso música y me
sorprendió gratamente al cantarlo una noche, en la plaza. Hasta entonces, yo no
sabía que un discurso o un artículo periodístico se puedan cantar.
Después vi un fragmento utilizado en un
afiche artesanal, también una pintura inspirada en el texto, y hasta una perfomance
teatral. Una versión más breve se publicó en El Correo Semanal de última Hora,
en 1996.
***
Hay un
país que nos espera al otro lado de la niebla…
Un país
que todavía no conocemos y sin embargo extrañamos.
Un país
cuya belleza no se puede pintar sobre el papel, porque está dibujado en el mapa
de las emociones.
Un país
cuya geografía pertenece al intangible territorio de los sueños.
Un país
que está hecho con la madera de nuestras mejores utopías, e iluminado con el
sol de nuestros recuerdos más felices. Incluso, con los recuerdos de las cosas
que todavía no sucedieron.
Sé que
ese país existe, pero no sé muy bien dónde queda.
Buscándolo,
voy en peregrinación por esta tierra de sombras, y en el camino me encuentro
con mucha otra gente, buscadores peregrinos igual que yo.
Me
encuentro, por ejemplo, con los pueblos guaraníes. Perseguidores del paraíso
que vienen marchando desde el principio de los tiempos, bailando
incansablemente alrededor de una hoguera que no se apaga nunca, por más fuerte
que caiga la lluvia y por más violentos que azoten los rabiosos vientos del norte.
Ellos bailan al son de una música más antigua que la memoria, figuras etéreas
que se elevan en el aire, cada vez más leves, hasta casi volar, rozando con sus
dedos el mítico yvy marae’y, la
tierra sin mal.
Me
encuentro también con espectrales procesiones campesinas. Hombres y mujeres con
la geografía del dolor dibujada en su propia piel, buscando incansablemente a
la vieja tierra que alguna vez los hizo a su propia imagen y semejanza, para de
sí arrojarlos.
Me
encuentro con jóvenes desesperanzados y confundidos. Caras de plástico en medio
del cemento ardiente. Ellos buscan ansiosamente la imagen de su verdadero
rostro, pero en lugar de espejos solo encuentran pantallas de televisores.
¿Existirá
otra mitad nuestra en esa tierra que nos aguarda…?
¿Qué estará
haciendo, mientras tanto, con tanta felicidad desperdiciada…?
A
veces, en el anochecer de un día agitado, me paro en alguna esquina de la
ciudad, y espero con infinita paciencia el ómnibus que me ha de conducir hasta
allá, pero casi siempre me equivoco de parada, porque hay algún desgraciando
que anda cambiando las señales de los carteles.
Hay
ocasiones en que sí tengo suerte y encuentro la parada correcta… pero entonces
sucede que el último ómnibus ya viene desbordado de gente, y hay un chofer sin
rostro que no hace ningún caso a mis desesperados gestos. Entonces el ómnibus
pasa de largo, llevándose mis esperanzas, y yo me quedo allí, sentado en el
umbral de algún viejo caserón colonial, con una caja de cigarrillos vacía y una
tristeza que no me cabe en el cuerpo.
Sé que
por allí, en algún lugar de esta atribulada geografía, tiene que haber un
portón secreto, algún callejón mítico, un tape po’i tridimensional, que de
seguro nos ha de conducir hasta ese país de sueños.
Si,
tiene que haberlo. Pero, ¿cómo diablos encontrarlo entre toda esta maraña de
carteles luminosos, de afiches publicitarios que ofertan felicidad envasada e
ilusiones prefabricadas por computadoras?
A veces
la niebla se disipa un poco, y entonces veo señales más o menos claras,
fragmentos de imágenes del otro país.
Un arpa
desgranando trinos de campanas en medio de la selva.
Un
hachero que se cansa de tumbar quebrachos y comienza a cortar cadenas en los
obrajes del norte.
Un
hombre y a una mujer pintados de barro, con un bebé que gime entre los brazos,
atravesando los esteros de un yerbal hacia un horizonte inundado de luz.
Una
guarania que vuela libre como una paloma sobre ríos y cordilleras.
Una
desgarrada bandera tricolor, rescatada por las manos de un niño en medio de un
campo de batalla.
Una
pluma que se hunde hasta el mango en el papel y escribe con sangre una historia
nueva.
Esas
imágenes me dicen que ese país de sueños y este país de pesadilla, en el fondo
son la misma cosa, aunque no lo parezcan.
Porque
ese otro país tendrá que nacer de este mismo.
Es más:
ya está naciendo.
Poquito
a poco.
A
contraviento. A contramuerte.
Este
país oscuro hoy tiene a un paisito de colores abultándole la panza.
Este
país doloroso está embarazado de esperanza.
Y de
nosotros -de cada uno de nosotros- depende que ese alumbramiento alguna vez sea
total y fecundo.
Porque
este país de pesadilla,
de
promeseros profesionales,
de
caudillos y mandamases,
de
niños pervertidos y poetas olvidados,
de
robacoches al acecho,
de
jueces en oferta,
de
burócratas corruptos y de generales que se mueren por ser presidentes...
este viejo
país nunca dará paso al otro nuevo país, si no hacemos todo el esfuerzo, cada
uno a su manera, con lo suyo.
Yo no
sé hacer otra cosa que escribir.
Por eso
escribo.
Porque
es mi manera de atravesar la niebla, y hacer un poquito de fuerza para que
avancemos juntos hacia el otro país.
Sé que
escribir no me va a permitir tener una mansión con pileta, ni un Jaguar
convertible, ni una cuenta numerada en un banco de Suiza, ni todas esas cosas
que, según dicen por allí, construyen el camino de la felicidad.
No es
esa la felicidad que quiero, sino la de esta gran alegría de saber que no estoy
solo, de saber que hay mucha gente que peregrina conmigo, aunque con muchos
quizás no nos hayamos visto nunca, y nos cuesta reconocernos.
Pero
hoy siento el eco abrumador de sus pasos y la grata calidez de sus abrazos.
jueves, 22 de noviembre de 2007
El país se quiere ir del país
"... Un país condenado al suplicio de la esperanza, con su gente que vive como en castigo en uno de los más hermosos y apacibles lugares de la Tierra, de esos que se llevan su lugar a otro lugar y se esconden en un recodo de la historia."
(Augusto Roa Bastos, "Una isla rodeada de tierra".)
Ayer te vi...
Estabas allí, en la larga fila de personas frente al local de Identificaciones, esa monstruosa cola de dragón que da varias vueltas a la manzana y se ha instalado como una triste y vergonzosa imagen en nuestro paisaje cotidiano.
Ayer te vi...
Estabas allí, como uno más entre la gente, esperando con estoica paciencia bajo el Sol inclemente, la cabeza protegida por un ajado sombrero pirí, con tu jarra y tu guampa de tereré en la mano, plagueándote sobre el último partido de fútbol, protestando por la suba del precio del gasoil.
Ayer te vi...
Me costó reconocerte. Tu figura parecía un poco diferente a la del clásico mapa que nos enseñan en la escuela. Pero eras vos nomás... cansado, arrasado, devastado, vencido.
Me acerqué y te dí un abrazo.
—¿Qué...? ¿Vos también te vas...? —te pregunté, atónito.
—Sí... Ya no aguanto más, che ra'a —me contestaste, casi susurrando como para que los demás no escuchen—. Miseria, corrupción, robos, asesinatos, secuestros, farsas judiciales, falta de trabajo, gente que se muere de hambre o de soledad... ¡Estoy harto! Sí... yo también me quiero ir del país.
—Pero... ¿cómo te vas a ir...? ¡Vos ningo sos el país...!
—¿Y qué...? ¿Acaso no me puedo ir de mí mismo?
—Suena un poco absurdo. Pero, bueno... aquí todo es posible. ¿Y a dónde te pensás ir?
—Si me dan el pasaporte, me voy a España, como la mayoría. Dicen que allá los países del Tercer Mundo podemos conseguir alguna buena changa.
—Pero... ¿qué va a ser de nosotros si vos te vas? ¿En qué lugar nos vamos a quedar a vivir?
—No sé... Algún lugar habrá, aunque no sea el mío. En realidad, aquí hace rato que yo ya no soy yo. A mí me vendieron por 30 monedas, para más falsificadas. Me remataron, me robaron, me secuestraron, me crucificaron, me cambiaron. El país al que ustedes todavía llaman Paraguay, ya es otro. Es un país de gua'u, un país de plástico, un país "mau"...
—Pero... ¿no podrías quedarte y seguir luchando? ¿Esperar que tus hijos te podamos cambiar y mejorar las cosas? ¿Construirte a la imagen de nuestros sueños y de nuestras utopías?
—¡Qué más me gustaría...! Pero, mirá... fijate en los rostros de los que están en esta larga fila para sacar pasaportes. Son casi todos chicos y chicas jóvenes. Ellos y ellas son mi esperanza, como dice la canción. Si ellos y ellas se van... ¿para qué me voy a quedar?
No supe qué contestarte.
Te abracé de nuevo y me alejé, con un nudo en la garganta.
¿Qué te podía decir...?
Solo me queda confiar en que no tengas suerte. En que a los burócratas de Identificaciones se les acaben otra vez los insumos para hacer las libretas, o que no tengas plata para las coimas, o que te vean cara de sospechoso (es decir, de honesto)... y, por alguna u otra razón, no te den nunca el maldito pasaporte.
Ayer te vi...
Estabas allí, en la larga fila de personas frente al local de Identificaciones, esa monstruosa cola de dragón que da varias vueltas a la manzana y se ha instalado como una triste y vergonzosa imagen en nuestro paisaje cotidiano.
Ayer te vi...
Estabas allí, como uno más entre la gente, esperando con estoica paciencia bajo el Sol inclemente, la cabeza protegida por un ajado sombrero pirí, con tu jarra y tu guampa de tereré en la mano, plagueándote sobre el último partido de fútbol, protestando por la suba del precio del gasoil.
Ayer te vi...
Me costó reconocerte. Tu figura parecía un poco diferente a la del clásico mapa que nos enseñan en la escuela. Pero eras vos nomás... cansado, arrasado, devastado, vencido.
Me acerqué y te dí un abrazo.
—¿Qué...? ¿Vos también te vas...? —te pregunté, atónito.
—Sí... Ya no aguanto más, che ra'a —me contestaste, casi susurrando como para que los demás no escuchen—. Miseria, corrupción, robos, asesinatos, secuestros, farsas judiciales, falta de trabajo, gente que se muere de hambre o de soledad... ¡Estoy harto! Sí... yo también me quiero ir del país.
—Pero... ¿cómo te vas a ir...? ¡Vos ningo sos el país...!
—¿Y qué...? ¿Acaso no me puedo ir de mí mismo?
—Suena un poco absurdo. Pero, bueno... aquí todo es posible. ¿Y a dónde te pensás ir?
—Si me dan el pasaporte, me voy a España, como la mayoría. Dicen que allá los países del Tercer Mundo podemos conseguir alguna buena changa.
—Pero... ¿qué va a ser de nosotros si vos te vas? ¿En qué lugar nos vamos a quedar a vivir?
—No sé... Algún lugar habrá, aunque no sea el mío. En realidad, aquí hace rato que yo ya no soy yo. A mí me vendieron por 30 monedas, para más falsificadas. Me remataron, me robaron, me secuestraron, me crucificaron, me cambiaron. El país al que ustedes todavía llaman Paraguay, ya es otro. Es un país de gua'u, un país de plástico, un país "mau"...
—Pero... ¿no podrías quedarte y seguir luchando? ¿Esperar que tus hijos te podamos cambiar y mejorar las cosas? ¿Construirte a la imagen de nuestros sueños y de nuestras utopías?
—¡Qué más me gustaría...! Pero, mirá... fijate en los rostros de los que están en esta larga fila para sacar pasaportes. Son casi todos chicos y chicas jóvenes. Ellos y ellas son mi esperanza, como dice la canción. Si ellos y ellas se van... ¿para qué me voy a quedar?
No supe qué contestarte.
Te abracé de nuevo y me alejé, con un nudo en la garganta.
¿Qué te podía decir...?
Solo me queda confiar en que no tengas suerte. En que a los burócratas de Identificaciones se les acaben otra vez los insumos para hacer las libretas, o que no tengas plata para las coimas, o que te vean cara de sospechoso (es decir, de honesto)... y, por alguna u otra razón, no te den nunca el maldito pasaporte.
viernes, 9 de noviembre de 2007
Amistad
Una vez fui asaltado en un barrio marginal de Lima, Perú. Me golpearon, me quitaron todo lo que llevaba encima y me dejaron tirado en la calle. Un hombre que pasaba me levantó, me ayudó a curarme y me dio dinero para regresar a casa. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera recuerdo su nombre o su rostro, pero ese hombre es mi amigo para toda la vida.
¿Qué es la amistad?
¿Un sentimiento? ¿Un culto? ¿Un póster con flores y poemas? ¿Un juego de papelitos con nombres tomados al azar? ¿Un regalo que hay que hacer obligatoriamente cada 30 de julio?
Tengo amigos y amigas entrañables de la infancia, que compartieron conmigo tantas pasiones y descubrimientos, tantos sueños y secretos, pero a quienes hoy encuentro en una esquina... y me parecen perfectos extraños. ¿En qué laberinto de la vida se perdió nuestra amistad?
Y sin embargo, algunas veces, me llegan cartas, o mails, o llamadas telefónicas, o visitas, de lectoras y lectores totalmente desconocidos, que demuestran conocerme más que yo mismo, y con quienes, al intercambiar palabras, gestos, acciones, siento que somos amigos desde la eternidad. ¿Serán los verdaderos amigos invisibles?
No creo en la amistad heroica o sublimada, por encima de las grandezas y las mezquindades humanas. No creo en esa tonta, obvia y recurrente frase de que "amigos son los amigos" (¿Qué sería lo contrario? ¿"Enemigos son los enemigos"?). Tampoco creo en esa otra frase institucionalizada, de que el Paraguay es "el país de los amigos", pues en nombre de ella se justifica todo, desde la corrupción hasta la impunidad.
"Amistad" se llamaba aquel lúgubre barco que traficaba esclavos negros desde el África, sobre el cual Steven Spielberg hizo una estupenda película.
Según el negro Alejandro Dolina, es relativamente fácil encontrar personas dispuestas a componer canciones sobre la amistad, pero es casi imposible conseguir que esas mismas personas te presten un poco de dinero.
Yo no quiero un millón de amigos, como Roberto Carlos, pero sé que muchas cosas jamás las lograría "sin una ayudita de mis amigos", como bien lo recuerdan esos dos geniales amigos legendarios, John Lennon y Paul McCartney.
martes, 30 de octubre de 2007
Razones
Porque él no canta solo con su potente voz, sino con toda el alma que se le desgarra en cada canción.
Porque a través de su voz cantan muchas otras voces, sofocadas bajo la tierra, condenadas a siglos de soledad. Voces que sufren, aman, se rebelan, luchan y se atreven a imaginar un mundo mejor.
Porque hay una imagen que no se me borra nunca: Abril de 1986, el Hospital de Clínicas rodeado de policías. Ricardo Flecha avanza, sólo con su guitarra, para enfrentarse al cerco represivo con su canto solidario.
Una chica me preguntó entonces: ¿Qué puede hacer una guitarra frente a las armas, frente al odio, frente a la muerte...?
Creo que hace una vida que Ricardo Flecha viene contestando a esta pregunta.
Porque a través de su voz cantan muchas otras voces, sofocadas bajo la tierra, condenadas a siglos de soledad. Voces que sufren, aman, se rebelan, luchan y se atreven a imaginar un mundo mejor.
Porque hay una imagen que no se me borra nunca: Abril de 1986, el Hospital de Clínicas rodeado de policías. Ricardo Flecha avanza, sólo con su guitarra, para enfrentarse al cerco represivo con su canto solidario.
Una chica me preguntó entonces: ¿Qué puede hacer una guitarra frente a las armas, frente al odio, frente a la muerte...?
Creo que hace una vida que Ricardo Flecha viene contestando a esta pregunta.
lunes, 22 de octubre de 2007
Humo verde
(Capítulo adelanto de mi próxima novela "Chaco", en donde el periodista Rafael Bastos y el detective Martín Yacaré vuelven a las andadas, detrás de un sueño ambientalista en la región Occidental. Un pequeño regalo para los lectores y las lectoras que desde hace rato me piden más aventuras de estos personajes).
Gaacái lo vio primero. El kure kaaguy devoraba los restos de un melón silvestre sin percatarse del peligro. Los dos jóvenes indígenas Ayoreo se agazaparon detrás de los arbustos de espinillo y rogaron que el viento no cambie de dirección. Ugói aferró la pesada lanza guerrera y apuntó con cuidado. Tratando de no hacer ruido, arrojó el arma con todas sus fuerzas.
Fue en vano. En el último segundo, el animal se esquivó y echó a correr. La lanza se clavó en la tierra con un ruido seco, curiosamente metálico.
Ugói se aproximó, mientras Gaacái se reía de la torpeza de su amigo. Del chancho salvaje solo había quedado un leve murmullo perdiéndose entre la espesura.
Ugói intentó desenterrar la lanza y la sintió dura, como si algo la aprisionara. Extrañado, la aferró con las dos manos y tironeó con fuerza. Hubo un crujido, un shsssst intenso, un olor picante que lo envolvía rápidamente. Una llamarada de fuego se encendió dentro de sus pulmones.
A pocos metros, Gaacái vio a su amigo toser, tambalearse y luego caer, envuelto en una radiante nube de humo verde, que brotaba desde el fondo de la tierra.
Corrió para ayudarlo, pero no pudo llegar hasta él.
La nube verde salió a su encuentro, y fue como si el Sol se derritiera sobre sus hombros.
* * *
–Humo verde –dice la vieja en idioma Ayoreo, según me explica Charles, el misionero salesiano que hace de guía y traductor.
Dupade, en la árida región del Chaco Central, parece una aldea fantasma, un miserable poblado barrido por los Jinetes del Apocalipsis.
Solamente la vieja Amatai está sentada en medio de la soledad de la siesta infernal, con su bastón de madera y sus ojos alucinados, hablando de visiones y profecías.
Ella es la única sobreviviente de esa pequeña comunidad de indígenas Ayoreo en donde han fallecido más de veinte personas, víctimas de una extraña enfermedad que el Ministerio de Salud se apresuró en catalogar oficialmente como “Epidemia de paludismo”.
–¡La madre tierra, herida mortalmente por los Cojñone, se ha enojado con sus hijos! –repite una y otra vez la vieja Amatai, con voz estremecida, agitando en el aire su bastón de madera–. ¡Por eso ha enviado el humo verde de la muerte!
–¿Qué significa Cojñone? -le pregunto a Charles.
– Es como llaman los Ayoreóde a los hombres blancos.
–Ya, pero... ¿qué significa?
–Significa literalmente: “Gente que hace cosas extrañas o tontas”.
–Muy preciso.
La vieja me mira con sus ojos inescrutables. Le pido a Charles que le pregunte sobre el sitio exacto donde murieron los jóvenes cazadores Gaacái y Ugoy, las primeras víctimas del extraño mal.
Despues de hurgar largamente en los devaneos de la anciana, el misionero logra obtener una imprecisa referencia del sitio donde brotó el humo verde.
Ahora solo nos falta burlar la vigilancia de los militares que han cercado la aldea bajo el pretexto de la declarada “emergencia sanitaria”. El mayor Walter Espínola, a cargo del operativo, había aceptado a regañadientes mi presencia en la aldea, solo porque le mostré la autorización especial firmada por el secretario de informaciones de la Presidencia de la República, pero le ordenó a un soldado que no me pierda de vista un solo instante.
Así que me despido de él con una exagerada muestra de gratitud por su gentileza. Me mira desconfiado, pero a la vez contento de poder librarse de mi incómoda presencia. Con Charles subimos a la camioneta con el logotipo de la revista Ñangapiry News, donde el chofer me está esperando, asfixiado de calor. Un oficial da la orden y se abre la improvisada puerta en la muralla de alambre de púas, para dejarnos salir de la aldea.
Luego de habernos alejado como medio kilómetro, le pido al chofer que se detenga y me bajo a orinar al costado del camino. De reojo veo que un jeep verde también se detiene a la distancia, detrás nuestro. Un brillo de los reflejos del Sol delata el uso de sus anteojos largavistas.
Con disimulo, vuelvo a subir a la camioneta.
–Escuchame, Tapití. En la primera curva, disminuí la velocidad, pero no te detengas. –le digo al chofer- Charles y yo vamos a saltar. Vos seguí directo hasta Filadelfia y quedate a esperanos en el hotel, todo el tiempo que sea necesario.
-¿Qué...? –exclama Charles, alarmado.
Tapití, el chofer, asiente con la cabeza, sin ningún comentario. Nos conocemos desde hace mucho y ya está perfectamente habituado a mis locuras.
Con un gesto, Tapití me muestra el lugar más indicado, un recodo donde el camino serpentea en medio de una espesa vegetación. Aferro fuertemente mi mochila, le hago una seña a Charles, quien está pálido de susto. Cuando el vehículo dobla la curva, abro la portezuela, empujo a Charles y salto detrás de él.
Los dos caemos pesadamente al suelo. Charles grita de dolor, pero no le doy tiempo, me incorporo y lo arrastro hacia el monte. En seguida vemos que el jeep militar también dobla la curva, siguiendo las huellas de nuestra camioneta. Hay un oficial y dos soldados adentro, además del conductor, todos armados hasta los dientes. El oficial lleva los binoculares en la mano, aunque sé que le será muy difícil poder ver algo con el intenso traqueteo.
El jeep sigue de largo detrás de la camioneta. Harán un lindo viaje inútil hasta Filadelfia.
Miro a Charles, que ha contenido la respiración, y le hago un gesto tranquilizador. Saco mi pequeña brújula y trato de orientarme.
–Por lo que dijo la vieja, tenemos que caminar hacia el Norte –le explico.
–Usted está loco –me dice Charles.
–Eso ya lo sé. ¡En marcha!
* * *
Avanzamos despacio por un estrecho cañadón que se extiende hacia el norte. Los cañadones son hondonadas naturales, características de la topografía chaqueña, abiertas en medio de la espesura, cuya utilización fue muy eficaz para las tropas paraguayas durante la Guerra contra Bolivia, en los años 30. Charles camina detrás de mí, aún confundido, aunque ya menos asustado.
–Perdone la curiosidad, señor Bastos... –me dice, al cabo de varios minutos de silencio–. Ya sé que la muerte de veinte indígenas por paludismo es algo grave, pero no hasta el punto de que se declare un verdadero estado de guerra militar, ni que una importante revista de la capital envíe a su mejor periodista.
–Gracias por lo de mejor periodista, Charles. Ojalá mi director, Fulgencio Mendieta, pueda escucharte. Pero tenés razón. Aquí hay algo mucho más grave todavía. Esos indios no murieron de paludismo.
–¿No...? ¿Y entonces de qué...?
–Es lo que quiero averiguar. Sospecho que los cazadores descubrieron accidentalmente algo que estoy buscando desde hace tiempo. Algo muy peligroso y mortal. Algo que si se llega a difundir, puede hacer rodar la cabeza de personajes muy poderosos.
–Me está asustando de nuevo...
–Te voy a contar una historia, Charles. Una historia que vengo siguiendo desde hace años, hasta ahora con muy pobres resultados. Es una historia que comienza en Alemania, en el puerto de Bremen, en octubre de 1990, cuando las autoridades aduaneras realizan una verificación rutinaria al cargamento de un buque trasatlántico llamado Borkun. Se trataba de barriles de pinturas que iban a ser enviadas como donación a un lejano y pobre país tercermundista, llamado Paraguay. Ya habían sido enviados varios cargamentos similares anteriores, todos en forma absolutamente legal. Pero esa vez, los aduaneros advierten un nauseabundo olor, que los lleva a inspeccionar más a fondo. Al abrir uno de los barriles, perciben una extraña luminosidad verde en su interior. Rápidamente llaman a un equipo de expertos y descubren que en realidad el contenido no era pintura, sino desechos industriales, altamente tóxicos y de exportación absolutamente prohibida.
–Entonces... ¿era eso lo que...?
–No lo sabemos, Charles. Aquel cargamento fue confiscado y luego destruído. Organizaciones ecologistas como Greenpeace armaron un tremendo escándalo mundial, ya que el tráfico de basura tóxica es considerado como uno de los mayores crímenes contra el sistema ecológico del planeta. Empezó a hablarse de la presunción de que los anteriores cargamentos enviados al Paraguay eran también de basura tóxica, pero nunca se encontraron rastros ni evidencias. Hasta que empezaron a saltar algunos documentos. Una nota secreta del entonces ministro de Industria, ofreciendo a una empresa alemana la posibilidad de usar “desechos industriales” como combustible alternativo en los altos hornos de la Industria Nacional del Cemento, en Vallemí. Algunos avisos publicados en varios diarios europeos que ofrecían “tierra para depósito de desechos” en el Chaco central, específicamente en una desértica región denominada Rinconada Flavio. Y algunas notas del entonces agregado militar de la embajada paraguaya en Alemania, un coronel de caballería de apellido Oviedo... te suena, ¿verdad?... que ofrecía sus gestiones a empresarios alemanes para traer desechos industriales al país.
–Pero... ¿se pudo comprobar si llegó a entrar realmente algún cargamento?
–Una alta fuente diplomática nos confirmó que al menos una partida de tambores con productos altamente tóxicos, principalmente dioxina, fue enterrada por soldados de la Caballería en una zona desértica del Chaco Central, una oscura noche de junio de 1992, pero nunca pudimos precisar el lugar exacto. Es decir, nunca... hasta hoy.
–Carajo... carajo... carajo...
–No maldigas, Charles. Acordate que vos sos un misionero católico. Para más, salesiano. Por otra parte, estamos a punto de desentrañar el misterio. Mirá... allí están los árboles que nos mencionó la vieja Ayoreo.
* * *
“Encontrarán a dos árboles hermanos, frente a frente, exactamente iguales, como si fueran imágenes uno del otro”, había dicho en medio de su delirio la vieja Amatai. Tal cual, allí estaban, en la cima de una pequeña loma, dos frondosos y corpulentos samuhú o palo borracho, clones idénticos, cual si fueran mutuos reflejos de si mismos en un espejo.
Según la vieja había que pasar por en medio de los dos árboles gemelos, como a través de un arco del triunfo, y caminar veinticinco pasos hacia del lugar donde entra el Sol. Me pongo a medir la distancia, seguido por un repentinamente animado Charles, como si su miedo hubiera quedado atrás, superado por la adrenalina de la increíble aventura.
Al dar el vigésimo octavo paso (probablemente los Ayoreo tienen piernas más largas o no saben contar muy bien), encuentro la tierra pintada de verde. Ya no hay humo, pero el sitio esta marcado por un círculo de plantas muertas. Y en el centro... ni siquiera se han molestado aún en tapar el pozo abierto por la lanza de los jóvenes cazadores.
–Quedate allí, Charles. No te acerques. Puede ser peligroso.
Abro la mochila y le paso una de las máscaras de gas. Tengo que enseñarle como ponérsela. Yo me coloco otra y me calzo los guantes de amianto. Luego extraigo la pequeña pala plegable y me pongo a cavar con cuidado alrededor del hueco. Charles me observa, respirando ruidosamente dentro de su máscara, entre temeroso y con ganas de ayudar.
De pronto, al hundir otra vez la pala en la tierra, siento el golpe contra el metal.
Me acelero, pierdo mi característica parsimonia, arrojo la pala a un costado y me pongo a cavar frenéticamente con las manos, arrojando puñados de tierra al aire, sin sentir que mis dedos se lastiman bajo el guante de amianto, hasta que el barril va emergiendo con su siniestra estructura cilíndrica, carcomida por la espuma verde.
No puedo creerlo. A mi lado, Charles tiembla de excitación. Le pido que me pase la mochila. Extraigo mi cámara y empiezo a tomar fotos de todos los detalles y desde todos los ángulos. Después, con una tenaza, desprendo fragmentos para muestras y los guardo en bolsas herméticas de papel aluminio. Estoy tan concentrado, tan obsesionado, que no siento la presencia de las sombras que me rodean.
Al darme cuenta, ya es muy tarde.
El golpe estalla en mi cabeza y todo se oscurece.
* * *
Cuando recupero el conocimiento, Charles está allí, tumbado en el suelo, aún inconsciente, con su máscara aún puesta.
Toda la tierra alrededor ha sido recién cavada y removida.
Hay muchas huellas de botas y camiones pesados.
Encuentro mi cámara fotográfica arrojada entre los arbustos, rota y sin batería, ni tarjeta de memoria.
Ni un solo rastro de los barriles.
¡Maldición!
Charles despierta al rato, con la cabeza dolorida.
Le saco la máscara. Le paso agua de la cantimplora, le cuento, le explico.
–¿Qué va a hacer usted ahora...? –me pregunta.
–Seguir buscando.
–¿En dónde...? Con seguridad, esta vez van a hacer desaparecer todo.
–Imposible, Charles. La dioxina no se evapora en el aire. Tarda 250 años en disolverse en el ambiente. Esos condenados barriles habrán sido enterrados en otro lugar. Ya los encontraremos.
–Será muy difícil... ¡El Chaco es inmenso!
–También mi rabia y mis ganas son inmensas, Charles. No te preocupes. ¡Vamos...!
Una ráfaga de viento fresco y suave nos golpea en la cara, cuando nos incorporamos para desandar el camino.
En el horizonte, una bandada de loros pasa volando en cámara lenta, mientras un Sol pálido y rojizo empieza a caer detrás del bosque de palmas.
Aspiro profundamente ese vital aire chaqueño, tan poblado de encantos y de secretos. Luego de doy una cariñosa palmada a Charles y lo empujo decidido hacia el cañadón.
Fue en vano. En el último segundo, el animal se esquivó y echó a correr. La lanza se clavó en la tierra con un ruido seco, curiosamente metálico.
Ugói se aproximó, mientras Gaacái se reía de la torpeza de su amigo. Del chancho salvaje solo había quedado un leve murmullo perdiéndose entre la espesura.
Ugói intentó desenterrar la lanza y la sintió dura, como si algo la aprisionara. Extrañado, la aferró con las dos manos y tironeó con fuerza. Hubo un crujido, un shsssst intenso, un olor picante que lo envolvía rápidamente. Una llamarada de fuego se encendió dentro de sus pulmones.
A pocos metros, Gaacái vio a su amigo toser, tambalearse y luego caer, envuelto en una radiante nube de humo verde, que brotaba desde el fondo de la tierra.
Corrió para ayudarlo, pero no pudo llegar hasta él.
La nube verde salió a su encuentro, y fue como si el Sol se derritiera sobre sus hombros.
* * *
–Humo verde –dice la vieja en idioma Ayoreo, según me explica Charles, el misionero salesiano que hace de guía y traductor.
Dupade, en la árida región del Chaco Central, parece una aldea fantasma, un miserable poblado barrido por los Jinetes del Apocalipsis.
Solamente la vieja Amatai está sentada en medio de la soledad de la siesta infernal, con su bastón de madera y sus ojos alucinados, hablando de visiones y profecías.
Ella es la única sobreviviente de esa pequeña comunidad de indígenas Ayoreo en donde han fallecido más de veinte personas, víctimas de una extraña enfermedad que el Ministerio de Salud se apresuró en catalogar oficialmente como “Epidemia de paludismo”.
–¡La madre tierra, herida mortalmente por los Cojñone, se ha enojado con sus hijos! –repite una y otra vez la vieja Amatai, con voz estremecida, agitando en el aire su bastón de madera–. ¡Por eso ha enviado el humo verde de la muerte!
–¿Qué significa Cojñone? -le pregunto a Charles.
– Es como llaman los Ayoreóde a los hombres blancos.
–Ya, pero... ¿qué significa?
–Significa literalmente: “Gente que hace cosas extrañas o tontas”.
–Muy preciso.
La vieja me mira con sus ojos inescrutables. Le pido a Charles que le pregunte sobre el sitio exacto donde murieron los jóvenes cazadores Gaacái y Ugoy, las primeras víctimas del extraño mal.
Despues de hurgar largamente en los devaneos de la anciana, el misionero logra obtener una imprecisa referencia del sitio donde brotó el humo verde.
Ahora solo nos falta burlar la vigilancia de los militares que han cercado la aldea bajo el pretexto de la declarada “emergencia sanitaria”. El mayor Walter Espínola, a cargo del operativo, había aceptado a regañadientes mi presencia en la aldea, solo porque le mostré la autorización especial firmada por el secretario de informaciones de la Presidencia de la República, pero le ordenó a un soldado que no me pierda de vista un solo instante.
Así que me despido de él con una exagerada muestra de gratitud por su gentileza. Me mira desconfiado, pero a la vez contento de poder librarse de mi incómoda presencia. Con Charles subimos a la camioneta con el logotipo de la revista Ñangapiry News, donde el chofer me está esperando, asfixiado de calor. Un oficial da la orden y se abre la improvisada puerta en la muralla de alambre de púas, para dejarnos salir de la aldea.
Luego de habernos alejado como medio kilómetro, le pido al chofer que se detenga y me bajo a orinar al costado del camino. De reojo veo que un jeep verde también se detiene a la distancia, detrás nuestro. Un brillo de los reflejos del Sol delata el uso de sus anteojos largavistas.
Con disimulo, vuelvo a subir a la camioneta.
–Escuchame, Tapití. En la primera curva, disminuí la velocidad, pero no te detengas. –le digo al chofer- Charles y yo vamos a saltar. Vos seguí directo hasta Filadelfia y quedate a esperanos en el hotel, todo el tiempo que sea necesario.
-¿Qué...? –exclama Charles, alarmado.
Tapití, el chofer, asiente con la cabeza, sin ningún comentario. Nos conocemos desde hace mucho y ya está perfectamente habituado a mis locuras.
Con un gesto, Tapití me muestra el lugar más indicado, un recodo donde el camino serpentea en medio de una espesa vegetación. Aferro fuertemente mi mochila, le hago una seña a Charles, quien está pálido de susto. Cuando el vehículo dobla la curva, abro la portezuela, empujo a Charles y salto detrás de él.
Los dos caemos pesadamente al suelo. Charles grita de dolor, pero no le doy tiempo, me incorporo y lo arrastro hacia el monte. En seguida vemos que el jeep militar también dobla la curva, siguiendo las huellas de nuestra camioneta. Hay un oficial y dos soldados adentro, además del conductor, todos armados hasta los dientes. El oficial lleva los binoculares en la mano, aunque sé que le será muy difícil poder ver algo con el intenso traqueteo.
El jeep sigue de largo detrás de la camioneta. Harán un lindo viaje inútil hasta Filadelfia.
Miro a Charles, que ha contenido la respiración, y le hago un gesto tranquilizador. Saco mi pequeña brújula y trato de orientarme.
–Por lo que dijo la vieja, tenemos que caminar hacia el Norte –le explico.
–Usted está loco –me dice Charles.
–Eso ya lo sé. ¡En marcha!
* * *
Avanzamos despacio por un estrecho cañadón que se extiende hacia el norte. Los cañadones son hondonadas naturales, características de la topografía chaqueña, abiertas en medio de la espesura, cuya utilización fue muy eficaz para las tropas paraguayas durante la Guerra contra Bolivia, en los años 30. Charles camina detrás de mí, aún confundido, aunque ya menos asustado.
–Perdone la curiosidad, señor Bastos... –me dice, al cabo de varios minutos de silencio–. Ya sé que la muerte de veinte indígenas por paludismo es algo grave, pero no hasta el punto de que se declare un verdadero estado de guerra militar, ni que una importante revista de la capital envíe a su mejor periodista.
–Gracias por lo de mejor periodista, Charles. Ojalá mi director, Fulgencio Mendieta, pueda escucharte. Pero tenés razón. Aquí hay algo mucho más grave todavía. Esos indios no murieron de paludismo.
–¿No...? ¿Y entonces de qué...?
–Es lo que quiero averiguar. Sospecho que los cazadores descubrieron accidentalmente algo que estoy buscando desde hace tiempo. Algo muy peligroso y mortal. Algo que si se llega a difundir, puede hacer rodar la cabeza de personajes muy poderosos.
–Me está asustando de nuevo...
–Te voy a contar una historia, Charles. Una historia que vengo siguiendo desde hace años, hasta ahora con muy pobres resultados. Es una historia que comienza en Alemania, en el puerto de Bremen, en octubre de 1990, cuando las autoridades aduaneras realizan una verificación rutinaria al cargamento de un buque trasatlántico llamado Borkun. Se trataba de barriles de pinturas que iban a ser enviadas como donación a un lejano y pobre país tercermundista, llamado Paraguay. Ya habían sido enviados varios cargamentos similares anteriores, todos en forma absolutamente legal. Pero esa vez, los aduaneros advierten un nauseabundo olor, que los lleva a inspeccionar más a fondo. Al abrir uno de los barriles, perciben una extraña luminosidad verde en su interior. Rápidamente llaman a un equipo de expertos y descubren que en realidad el contenido no era pintura, sino desechos industriales, altamente tóxicos y de exportación absolutamente prohibida.
–Entonces... ¿era eso lo que...?
–No lo sabemos, Charles. Aquel cargamento fue confiscado y luego destruído. Organizaciones ecologistas como Greenpeace armaron un tremendo escándalo mundial, ya que el tráfico de basura tóxica es considerado como uno de los mayores crímenes contra el sistema ecológico del planeta. Empezó a hablarse de la presunción de que los anteriores cargamentos enviados al Paraguay eran también de basura tóxica, pero nunca se encontraron rastros ni evidencias. Hasta que empezaron a saltar algunos documentos. Una nota secreta del entonces ministro de Industria, ofreciendo a una empresa alemana la posibilidad de usar “desechos industriales” como combustible alternativo en los altos hornos de la Industria Nacional del Cemento, en Vallemí. Algunos avisos publicados en varios diarios europeos que ofrecían “tierra para depósito de desechos” en el Chaco central, específicamente en una desértica región denominada Rinconada Flavio. Y algunas notas del entonces agregado militar de la embajada paraguaya en Alemania, un coronel de caballería de apellido Oviedo... te suena, ¿verdad?... que ofrecía sus gestiones a empresarios alemanes para traer desechos industriales al país.
–Pero... ¿se pudo comprobar si llegó a entrar realmente algún cargamento?
–Una alta fuente diplomática nos confirmó que al menos una partida de tambores con productos altamente tóxicos, principalmente dioxina, fue enterrada por soldados de la Caballería en una zona desértica del Chaco Central, una oscura noche de junio de 1992, pero nunca pudimos precisar el lugar exacto. Es decir, nunca... hasta hoy.
–Carajo... carajo... carajo...
–No maldigas, Charles. Acordate que vos sos un misionero católico. Para más, salesiano. Por otra parte, estamos a punto de desentrañar el misterio. Mirá... allí están los árboles que nos mencionó la vieja Ayoreo.
* * *
“Encontrarán a dos árboles hermanos, frente a frente, exactamente iguales, como si fueran imágenes uno del otro”, había dicho en medio de su delirio la vieja Amatai. Tal cual, allí estaban, en la cima de una pequeña loma, dos frondosos y corpulentos samuhú o palo borracho, clones idénticos, cual si fueran mutuos reflejos de si mismos en un espejo.
Según la vieja había que pasar por en medio de los dos árboles gemelos, como a través de un arco del triunfo, y caminar veinticinco pasos hacia del lugar donde entra el Sol. Me pongo a medir la distancia, seguido por un repentinamente animado Charles, como si su miedo hubiera quedado atrás, superado por la adrenalina de la increíble aventura.
Al dar el vigésimo octavo paso (probablemente los Ayoreo tienen piernas más largas o no saben contar muy bien), encuentro la tierra pintada de verde. Ya no hay humo, pero el sitio esta marcado por un círculo de plantas muertas. Y en el centro... ni siquiera se han molestado aún en tapar el pozo abierto por la lanza de los jóvenes cazadores.
–Quedate allí, Charles. No te acerques. Puede ser peligroso.
Abro la mochila y le paso una de las máscaras de gas. Tengo que enseñarle como ponérsela. Yo me coloco otra y me calzo los guantes de amianto. Luego extraigo la pequeña pala plegable y me pongo a cavar con cuidado alrededor del hueco. Charles me observa, respirando ruidosamente dentro de su máscara, entre temeroso y con ganas de ayudar.
De pronto, al hundir otra vez la pala en la tierra, siento el golpe contra el metal.
Me acelero, pierdo mi característica parsimonia, arrojo la pala a un costado y me pongo a cavar frenéticamente con las manos, arrojando puñados de tierra al aire, sin sentir que mis dedos se lastiman bajo el guante de amianto, hasta que el barril va emergiendo con su siniestra estructura cilíndrica, carcomida por la espuma verde.
No puedo creerlo. A mi lado, Charles tiembla de excitación. Le pido que me pase la mochila. Extraigo mi cámara y empiezo a tomar fotos de todos los detalles y desde todos los ángulos. Después, con una tenaza, desprendo fragmentos para muestras y los guardo en bolsas herméticas de papel aluminio. Estoy tan concentrado, tan obsesionado, que no siento la presencia de las sombras que me rodean.
Al darme cuenta, ya es muy tarde.
El golpe estalla en mi cabeza y todo se oscurece.
* * *
Cuando recupero el conocimiento, Charles está allí, tumbado en el suelo, aún inconsciente, con su máscara aún puesta.
Toda la tierra alrededor ha sido recién cavada y removida.
Hay muchas huellas de botas y camiones pesados.
Encuentro mi cámara fotográfica arrojada entre los arbustos, rota y sin batería, ni tarjeta de memoria.
Ni un solo rastro de los barriles.
¡Maldición!
Charles despierta al rato, con la cabeza dolorida.
Le saco la máscara. Le paso agua de la cantimplora, le cuento, le explico.
–¿Qué va a hacer usted ahora...? –me pregunta.
–Seguir buscando.
–¿En dónde...? Con seguridad, esta vez van a hacer desaparecer todo.
–Imposible, Charles. La dioxina no se evapora en el aire. Tarda 250 años en disolverse en el ambiente. Esos condenados barriles habrán sido enterrados en otro lugar. Ya los encontraremos.
–Será muy difícil... ¡El Chaco es inmenso!
–También mi rabia y mis ganas son inmensas, Charles. No te preocupes. ¡Vamos...!
Una ráfaga de viento fresco y suave nos golpea en la cara, cuando nos incorporamos para desandar el camino.
En el horizonte, una bandada de loros pasa volando en cámara lenta, mientras un Sol pálido y rojizo empieza a caer detrás del bosque de palmas.
Aspiro profundamente ese vital aire chaqueño, tan poblado de encantos y de secretos. Luego de doy una cariñosa palmada a Charles y lo empujo decidido hacia el cañadón.
miércoles, 17 de octubre de 2007
Inodoro Pereira en el Defensores del Chaco
-Supe tener una china a la que yamaban La Altiva. La eché del rancho porque me sirvió un mate frío -cuenta Inodoro Pereira.
-¿Descuidada...? -le
pregunta su inseparable perro Mendieta.
Y el
gaucho más famoso de la historieta argentina responde:
-No, paraguaya. Endijpué me enteré que lo
que me había servido era tereré.
***
Una y
otra vez, las referencias a la cultura paraguaya aparecen en la obra del gran
escritor y humorista gráfico rosarino Roberto Fontanarrosa, quien el 19 de
julio de 2007 apagó su lápiz genial para inscribirse en el gran libro de la
inmortalidad artística.
Ahora
se sabe: El Negro estuvo en Asunción
al menos una vez, en su rol de fanático hincha de fútbol, para ver un partido
entre las selecciones del Paraguay y Argentina.
Casi
seguro que fue el 6 de julio 1997, en las eliminatorias para la copa del mundo
Francia 98, cuando los argentinos nos ganaron en nuestra propia cancha por 2
goles contra 1.
Tímido
y huidizo, se mantuvo casi de incógnito, para desgracia de sus muchos
admiradores, a quienes nos hubiera encantado arrastrarlo a algún céntrico bar
asunceno. No hubiera sido el mítico El Cairo de su Rosario natal, sede oficial
de la mesa de los galanes (el grupo
de amigos que congregaba semanalmente para dejar fluir "la insoportable levedad de la conversación"), pero le
hubiéramos robado más de una historia para compartir.
El
propio Fontanarrosa contó después, en la entrevista con Brigitte Colmán, de la
revista VIDA de ÚH, que desde el hotel acompañó a los periodistas de Clarín al
aeropuerto Silvio Pettirossi para recibir a los jugadores argentinos, y se
quedó asombrado cuando los hinchas paraguas les gritaban: "¡Comegatos!". Hacía poco había estallado la noticia de
que los pobladores de una villa marginal de Rosario cazaban gatos para engañar
al hambre.
El Negro hizo alusión al
episodio en su célebre ponencia sobre las malas palabras, en el Congreso de la
Lengua, en Rosario, en el 2004: "Me
ha tocado vivir, cuando he tenido que acompañar a la Selección Argentina a
partidos en Latinoamérica. El intercambio que hay en esos casos de este
lenguaje es de una riqueza notable; es más, en Paraguay nos decían 'comegatos'
que es, estrictamente para los rosarinos, un rosarinismo".
Roberto
Goiriz y Nico Espinoza estuvieron a punto de lograr que venga para el primer Chake!, la Muestra Paraguaya de la
Historieta y el Humor Gráfico, en el 2000.
Fontanarrosa
había dicho que sí, pero a último momento surgió un inconveniente y canceló su
visita. En cambio, sí vino en su lugar Cristobal Reynoso, el popular Crist, su
amigo y colega más querido, a quien El
Negro prácticamente nombró su heredero, al pedirle que dibuje sus guiones
para su viñeta diaria en Clarín, y su página semanal en la revista Viva, cuando
la enfermedad ya no le permitió mover la mano.
Ahora, cuando
en la mesa de los galanes de El Cairo hay una silla irremediablemente vacía,
ahora que don Inodoro se pasea sin consuelo por la Pampa telúrica y el Mendieta
aúlla su tristeza a la luna, y hasta Boggie
el aceitoso no puede ocultar una lágrima en su duro rostro de mercenario
insensible y sin corazón, ahora, desde esta isla rodeada de tierra, solo cabe
rescatar estas viñetas que nos dibujan y nos reflejan, en homenaje al gran
maestro.
-¡Que lo parió..!
Escribir con los pies
Fue el
maestro Jorge Luis Borges quien instaló el mito de que los escritores nada
quieren saber del fútbol. Sus sentencias sobre el deporte rey eran
particularmente odiosas y provocativas: "El fútbol despierta las peores
pasiones". "Es popular, porque la estupidez es popular".
"¿Qué hacen veintidós estúpidos corriendo tras una sola pelota?".
Pero
Borges era Borges, el de la escritura más brillante en la literatura
hispanoamericana y se le podía perdonar casi todo. Extraviado en su laberinto
de interminables bibliotecas, el ciego genial nunca pudo comprender las
pulsaciones vitales del alma popular.
La
literatura no puede ignorar un fenómeno social capaz de mantener a la humanidad
entera paralizada frente a una pantalla de televisión.
Más allá de Borges, el
fútbol ha encendido las pasiones de muchos narradores y poetas, inspirando
obras memorables. El austriaco Peter Handke escribió una inquietante novela, La angustia del arquero frente al tiro penal, de la cual el alemán
Win Wenders hizo una bella película. El catalán Manuel Vázquez Montalván llevó
a su detective Pepe Carvalho a bucear de lleno en los arrabales del mundo
futbolero, con su aventura policial El delantero centro fue asesinado al
atardecer.
Pero
nadie escarbó tan a fondo en la historia y las contradicciones del deporte de
masas como el uruguayo Eduardo Galeano, en su libro El fútbol, a sol y a
sombra. Y ningún otro escritor se reveló tan apasionadamente futbolero
como el novelista argentino Osvaldo Soriano, autor de tantos relatos sobre
partidos surrealistas y goles imposibles, como El penal más largo del
mundo.
En la
literatura paraguaya hay un cuento precioso de Augusto Roa Bastos, El
crack. Narra la historia del Goyo Luna, puntero izquierdo del club Sol de
América, que vuelve desde la muerte para librar su último partido, mágico,
sobrenatural, heroico y sublime, para salvar a su club de una segura derrota.
miércoles, 10 de octubre de 2007
El monstruo del Lago Ypoá
Estábamos allí, tumbados en la arena, coreando una canción de Silvio Rodríguez con la guitarra, mientras la cerveza corría generosa y varios trozos de corvina se doraban sobre la parrilla.
Una
Luna enorme se dibujaba sobre el agua y la fresca caricia de la brisa nocturna
nos hacía suponer que si de veras existe el paraíso, seguramente es un lugar
parecido a ese. Claro que nadie lo decía en voz alta, porque esas cosas siempre
suenan un poco cursi.
De
pronto, el ruido del motor de una lancha deslizadora aproximándose a gran
velocidad desde el medio del Lago Ypoá, rompió el encanto.
Se oyó
un confuso eco de gritos. La embarcación atracó en playa con un seco impacto y
varios jóvenes saltaron a tierra, visiblemente alterados.
–¡El monstruo...! ¡Hemos visto al monstruo!
Hubo un
revuelo general. Un chico de gruesos anteojos, con la respiración entrecortada,
trataba de relatar que habían estado pescando cerca de la isla del medio,
cuando sintieron que algo golpeaba el fondo de la lancha. Asustados, vieron una
sombra oscura deslizarse bajo la superficie de las aguas.
Eso fue
suficiente para provocar la desbandada.
Al poco
rato ya se había armado una expedición para salir a la caza del monstruo.
Algunos llevaban cámaras fotográficas, otros portaban escopetas. Se armó una
batalla campal para ocupar las pocas lanchas y canoas que estaban en la playa,
hasta que todos partieron a la luz de las linternas.
Me
quedé sentado junto al fuego. Claudia se acercó desde algún lugar y me preguntó
por qué no me había ido con el grupo, qué había pasado con mi espíritu
aventurero. Iba a contestarle que no creía en los monstruos, pero me acordé de
varios especímenes políticos en Asunción y entendí que no era la respuesta más
adecuada. Así que le dije simplemente que no quería perderme la corvina que ya
estaba en su punto, y le pasé otra fría lata de cerveza.
Tres
horas después, los expedicionarios regresaron, visiblemente frustrados, llenos
de picaduras de mosquitos y mbariguíes.
Era
todo lo que habían conseguido atrapar.
***
Desde
entonces, la leyenda del monstruo comenzó a perseguirme, cada vez que por algún
motivo me aproximaba a la mágica región del Lago Ypoá.
Un día,
mientras atravesábamos los esterales de Mocito Isla con varios colegas
periodistas, navegando en un precario cachiveo sobre el sector más pantanoso
del Lago para participar de una jornada ecologista, alguien volvió a plantear
el peligro de encontrarnos sorpresivamente con la mítica bestia.
Un poco
harto del tema, busqué el apoyo del lugareño que nos conducía, Rigoberto
Maciel, hombre taciturno y oscuro que remaba con prodigioso equilibrio la
rústica embarcación labrada en un gran tronco de timbó. Le pedí que sacara a
los incautos de su engaño sobre el cuento del famoso monstruo, pero el tipo se
limitó a sonreír con indulgencia y dijo que a esa hora de la mañana iba a ser
difícil encontrarlo, porque el bicho solo aparece al anochecer cuando hay Luna
llena o está por llover.
–En todo caso, si tenemos suerte, podremos
escuchar el sonido de la campana encantada que está sumergida en el fondo del
Lago, o ver pasar a las islas flotantes... –explicó, ante el gesto
entre perplejo y admirado de los demás tripulantes.
–No macanee... ¿Acaso usted ha visto alguna
vez al famoso monstruo? –le pregunté.
–Sí... dos veces, pero nunca de cerca. Aquí
nadie se anima a acercarse. Todos le tenemos mucho miedo.
Descorazonado,
al llegar a la isla busqué el apoyo de alguien que pudiera responder al mito de
una manera racional y científica. Les pedí a los demás que me acompañen y la abordé
a Margarita Miró, destacada historiadora y ambientalista residente en
Carapeguá, autora de varios libros y estudiosa apasionada del ecosistema del
Lago Ypoá.
–Margarita, por favor... –le
pedí–. Vení, enseñale a esta banda de
supersticiosos. ¿Qué hay de verdad sobre el famoso tema del monstruo del Lago
Ypoá?
La
investigadora me miró con ojos escrutadores. Luego, en tono serio y didáctico,
se dirigió a todos los que la rodeábamos:
–Miren, chicos... yo creo que se trata de
un animal prehistórico que quedó rezagado. El Lago Ypoá es de la época
cuaternaria. Es muy posible que un animal haya sobrevivido, protegido por los
esterales impenetrables.
Resignado,
arrojé la toalla.
Decidí
enfrentarme cara a cara con el monstruo y su leyenda.
Un
lúgubre atardecer que presagiaba tormenta, armado de una cámara filmadora con
lentes infrarrojos, llegué acompañado de Claudia a la desolada playa del Ypoá.
Durante
varias horas nos sentamos en la arena a esperar que algo suceda, mientras
bebíamos de una petaca de whisky y espantábamos a los bichos con pedazos de
ramas.
Cerca
de la medianoche, Claudia se aburrió, me dio un beso y se metió dentro de la
carpa. Yo me quedé un rato más, peleando con los mbariguíes, hasta que la
petaca quedó definitivamente vacía.
Entonces,
cuando empezaba a alejarme de la playa, sentí un fuerte ruido a mis espaldas,
un oscuro y enorme chapoteo en el agua.
Súbitamente
asustado, giré lentamente, dispuesto a enfrentarme con lo inimaginable... pero
sólo alcancé a divisar un frenético torbellino de ondas disolviéndose
lentamente sobre la superficie del Lago, bajo el destello fugaz de un lejano
relámpago.
sábado, 6 de octubre de 2007
¿Te acordás...?
La calle era de la policía.
En cualquier esquina, a cualquier hora, podían subir al micro, los
fusiles enristrados, las caras hoscas, esas miradas que te hacían creer que
siempre eras el sospechoso que ellos estaban buscando, aunque nunca supieras
qué delito habías cometido.
¿Te acordás...?
Llegaban envueltos en la oscuridad más negra.
Un golpe en la puerta.
Un nombre.
Una orden superior.
Y un ser querido arrancado de la tranquilidad del hogar para ser
arrojado a la noche del dolor y la tortura, al foso del olvido, a la nada y al
vacío.
¿Te acordás...?
Las paredes y los muros de la ciudad con las escrituras de la
expresión popular ahogadas a golpes de brocha gorda, letras de libertad y
esperanza asesinadas con gruesas manchas de pintura negra.
¿Te acordás...?
El grito sofocado.
El nombre impronunciable.
La canción prohibida.
El libro oculto bajo las tablas del piso.
¿Te acordás...?
Sí.
Ya sé.
Duele recordar.
Duele mucho.
A veces uno quisiera apretar la tecla de escape, dar
la orden delete o borrar archivo, como en las
compus, dejar que un agujero negro se nos instale en la memoria.
Sería más fácil, ¿verdad?
Escribir la historia sobre la arena.
Despertarse y encontrar que todo no ha sido más que una horrible
pesadilla.
Pero no es posible.
No hay mañana sin ayer.
No se puede saber adónde vamos, si primero no sabemos de dónde
venimos.
Hay una sola manera de evitar tropezar de nuevo con la misma
piedra, y es recordar que la piedra estuvo ahí, y que el golpe fue doloroso.
Porque la memoria trae respuestas concretas, contundentes, para
los lemas o esloganes que hoy resucitan en el engaño electoral.
"Era feliz y no lo sabía...".
¿No sabía qué...?
¿Se puede ser feliz a costa de no saber, o de fingir no saber, el
sufrimiento de los demás?
¿Se puede ser feliz siendo cómplice con el silencio o con la
indiferencia ante las torturas, las persecuciones políticas, los exilios, las
desapariciones, los asesinatos, el terrorismo de Estado?
"En esa época no había tanta pobreza, tanta corrupción, tanta
gente con hambre...".
¿Ah no?
Entonces, ¿por qué casi un millón de paraguayos tuvieron que
marcharse a la Argentina?
¿De donde salieron los campesinos sin tierra? ¿Se cayeron de una
nube?
¿En qué época se formó el cinturón de miseria alrededor de
Asunción?
"En esa época había seguridad, se podía caminar tranquilo por
las calles...".
¿Ah si?
¿Seguridad para quienes?
¿Para los que callaban y agachaban la cabeza ante la
arbitrariedad?
¿Había seguridad para Napoléon Ortigoza, encerrado vivo durante 25
años en una celda de dos metros por uno?
¿Había seguridad para Mario Schaerer Prono, asesinado salvajemente
en la mesa de torturas de Investigaciones?
¿Había seguridad para los campesinos de las Ligas Agrarias o del
caso Caguazú, cuyos restos hasta hoy no pueden ser encontrados? ¿Eh?
Por eso... acordáte.
Ahora que se ponen nostálgicos, hacen discursos públicos
reivindicando la "época dorada", o pintan nuevos murales de "paz
y progreso" junto a la Facultad de Derecho... acordáte...
Sin rencor, sin miedo, sin ánimos de venganza... acordáte de todo
lo que pasó.
Por la dignidad.
Por la justicia.
Por la identidad.
Por la memoria.
Contra el olvido y contra el silencio... acordáte.
No te olvides.
¡Nunca más!
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