Un cuento de Andrés Colmán Gutiérrez
|
Ilustración de Juan Moreno |
a espasmódica
lancha militar, cargada de jóvenes reclutas, atracó en horas de la tarde junto
a las altas barrancas de Puerto Casado. Augusto había hecho la mayor parte del
viaje acodado en los bordes de la embarcación, observando el paso de las
aldeas, devolviendo el saludo de los pobladores y apreciando las fugitivas
siluetas de las palmeras en el agreste paisaje costero. Después del mediodía,
las altas chimeneas de la fábrica emergieron en el horizonte.
–¡Tengan
cuidado al bajarse, reclutas! –gritó un oficial desde la proa– ¡Manténganse en fila,
que van a ser inspeccionados…!
Junto
al muelle había buques artillados y lanchas cargadas de provisiones, varias tiendas
de lona, camiones y tropas de soldados en marcha.
–¡Ya
estamos en el Chaco, Carpincho! ¡Comienza la gran aventura…! –exclamó Carlos,
mientras recogía la pesada maleta que traía consigo, como si iniciara una gira
por Europa.
Augusto
llevaba un raído bolso de lona, el mismo que lo acompañaba desde Iturbe con un
par de camisas y pantalones, calzoncillos, medias, toalla, navaja, linterna,
cuaderno, plumas y media docena de libros. Mientras subían por un precario puente
de maderas, contempló las escenas con la misma voracidad con que miraba todo
desde que se fugaron del Colegio San José, ilusionados con sumarse a los
batallones de soldados que iban a pelear contra Bolivia.
En la
fila tras bajar a tierra, se encontró frente una mesa y a un severo oficial con
una planilla, que lo miró inquisitoriamente.
–¿Nombre
y edad…?
–Augusto
José Antonio Roa Bastos, 18 años, mi capitán.
–¿Mba’e…?
Soy sargento. ¡Pero usted no tiene 18 años…! ¡A ver, sus papeles!
Tratando
de disimular su nerviosismo, el adolescente le pasó una arrugada partida de
nacimiento.
–¡Acá
dice que tiene apenas 16! ¿Se escaparon de la escuela…? –le reprochó el
militar.
–¡Queremos
ir al frente a pelear por la Patria, mi sargento! –contestó Augusto, tratando
de que su voz no sonara tan infantil–¡Estamos preparados…!
–¡El
general Estigarribia me va a mandar fusilar si envío a otro mita’i tepotí al
frente…! ¡No…! ¡Se van a quedar aquí, trabajando como tambovera! ¡Llévenlos a
la cocina…!
Dos
energúmenos de verde olivo lo agarraron de los brazos. Otros se llevaron a sus
compañeros. Augusto se sacudió y trató de liberarse.
–¡No…!
¿Qué hacen…? ¡Déjenme…!
Cuando
intentó escapar, uno de los energúmenos lo aferró del cuello, lo alzó por los
aires como si fuera un muñeco de trapo y lo arrojó al suelo con tanta
violencia, que al caer levantó una nube de polvareda.
Tosiendo
y escupiendo sangre, intentó incorporarse. Al levantar la vista vio unos ajados
zapatos de mujer, dos piernas macizas y morenas, un guardapolvo de campaña que
alguna vez fue blanco y un picaresco rostro femenino enmarcado por una cofia de
enfermera. Con los brazos cruzados, la mujer lo miró divertida y luego le pasó
la mano para ayudarlo.
–¿Estás
bien, querido…? –le preguntó ella.
–Sí, no
fue nada –dijo el chico, mirando al suelo.
La
mujer tendría unos 25 años de edad y parecía deleitarse al sentir que los oficiales
y soldados la miraban embobados.
–Sargento
Silva, necesito un ayudante en la enfermería. ¿Me puedo quedar con este? –dijo
la mujer, tomando a Augusto del brazo como si fuera una mascota, mientras encaraba
al oficial de las planillas.
–Otra
cosa lo que vos buscás, Salu-í –respondió Silva, clavando en ella sus ojos lujuriosos–,
pero está bien. Quedate con él. ¡Los demás, a la cocina…!
La
mujer ayudó a Augusto a recoger su bolso. Sonrió al sentir que el sargento
Silva se le aproximaba por detrás, hasta quedar muy pegado a su cuerpo.
–¡Esta noche
te paso a cobrar los favores que ya me debés…! –le dijo.
–¡Ay,
che papá…! Siempre que no vengas con las manos vacías…
Salu’i
oprimió los cachetes de Silva entre sus dedos con un fingido aire de seducción
y después le dio un suave empujón, obligándole a tomar distancia.
–Vení
conmigo –Le indicó a Augusto-. No te preocupes, pronto verás otra vez a tus
amigos…
Él se
echó el bolso al hombro y la siguió.
Mientras
iban caminando, pasaron junto a ellos varios camiones, con las carrocerías
repletas de eufóricos reclutas.
–¿Van
al frente…? –preguntó Augusto–. ¡Quisiera tanto ir con ellos…!
Salu’i
lo encaró con un gesto sombrío que alarmó al chico.
–Eso
decís porque no sabés lo que hay allá. Yo los veo ir así, tan llenos de vida,
pero casi todos vuelven en pedazos… ¡si es que vuelven!
El
adolescente sintió que ella no lo entendía, que ninguno de los que estaban allí
lo entendían. Se puso repentinamente furioso.
–¡Yo
vine al Chaco para vivir grandes aventuras y conocer historias, no para servir
en una cocina o un hospital…!
Ella lo
miró con severidad maternal.
–La
guerra no es una aventura, mita’i. ¡Es una pesadilla!
Siguió
caminando, de prisa, con visible enojo. Augusto corrió tras ella. El
polvoriento sendero se alejaba de las casas del puerto hacia un sector en donde
había enormes galpones y tiendas de carpas con cruces rojas y blancas.
Ella
volvió a detenerse y a encararlo de nuevo. Su enojo había desaparecido.
–¿Para
qué querés conocer las historias?
–Para ponerlas
en un libro. ¡Quiero ser escritor!
Augusto
abrió su bolso y le mostró un cuaderno grande, de tapas duras. Ella le guiñó un
ojo, sonrió y le hizo un gesto para que la siguiera hacia una de las grandes
tiendas. Abrió con la mano una de las puertas de lona.
–Entonces,
estás en el mejor lugar. Mirá… ¡aquí están tus historias!
El
chico se asomó.
Le
costó acostumbrarse a la fresca penumbra de donde brotaba un fuerte olor a
matadero, a carnicería, a alcohol y a medicamentos.
–¡Ñandejara…!
Su
mirada recorrió en detalles el horrible cuadro. Largas hileras de hombres
esqueléticos tumbados en catres, en hamacas o en el suelo. Algunos de ellos no
tenían piernas, ni brazos, ni ojos, cubiertos por vendajes sucios de sangre
coagulada. Se escuchaban quejidos y gritos de agonía. Algunos médicos y
enfermeras intentaban ayudar a disminuir el dolor.
–¡A…
gua…! ¡Por favor…! ¡Tengo… mucha sed…!
El
quejido de uno de los pacientes, tumbado en uno de los catres, le hizo
estremecerse. El hombre tenía los ojos vendados y las manos despellejadas.
–Mita’i,
pásame agua de ese kambuchi. ¡Rápido…! –le ordenó Salu’i.
El dejó
su bolso en el piso, tomó el jarro de lata y lo llenó con el agua del cántaro, luego
lo pasó a la enfermera, quien sentado a la cabecera del herido le dio de beber
con ternura.
Él hombre
bebió con desesperación.
–Despacito,
che papá. Hay mucha agua… ya nunca te va
a faltar –le dijo Salu’i.
Tras
agitados sorbos, el enfermo emitió un suspiro e hizo un gesto con la mano de
que ya era suficiente.
–¿Ves…?
Ahora, descansá. Cuando quieras más, me pedís.
Ella lo
volvió a recostar en la cama y lo cubrió con un saco militar.
Después
se levantó y salió al aire fresco. Augusto la siguió.
–¿Quién
es…? ¿Qué le pasó…?
–Teniente
Miguel Vera. Su pelotón se perdió tras las líneas enemigas. Quedaron sin agua,
aislados. Estaban condenados. Un camión aguatero fue en su auxilio, cruzando el
infierno. Era una misión suicida. Todos murieron, pero Vera se salvó….
Augusto
miró hacia adentro de la tienda. El herido parecía sonreír.
–Andá,
pedile que te cuente. Llevá tu cuaderno. Ahí tenés para tu historia…
El
abrió su bolso, sacó el cuaderno y una pluma. Parecía indeciso. Ella le dio un
suave empujón y él entró a pasos lentos. Desde afuera, Salu’i vio que el chico
acercaba una silleta junto a la cama del herido y se sentaba a hablar con él, a
abrir el cuaderno y empezar a escribir…
Ella buscó
un cigarrillo en los bolsillos, lo encendió y fumó con un deleite contemplativo,
acodada sobre una cerca que separaba al hospital de campaña del vasto monte
chaqueño.
El sol
empezaba a caer entre los árboles de karanda’y, pintando de fuego el horizonte.
Ella no podía comprender como podían estar matándose en ese lugar tan
maravilloso.
Ya
había anochecido cuando escuchó la voz de Augusto.
–Salu’i.
¿Qué hacés…?
Sin
darse vuelta a mirarlo, ella le preguntó.
–¿Te
contó…?
–Sí. El chofer de ese camión aguatero, Cristóbal
Jara, el que murió para salvarlo, ¿era tu…?
El no
terminó la frase. Se recostó por la cerca, al lado de ella.
–Sí
–dijo Salu’i y le pasó el cigarrillo.
Él
intentó fumar y comenzó a toser. Ella se echó a reír. Era una risa tierna,
deliciosa. Después él pudo ver como una sombra de tristeza nublaba otra vez su
expresión.
–¿Querés
que te acompañe a tu casa…? –le preguntó.
–No.
Seguro que el sargento me está esperando. No… esta noche no. Mejor vení
conmigo, conozco una cabaña abandonada en el bosque…
Ella lo
tomó de la mano para cruzar la cerca y lo condujo a través de un tape po’i
entre las malezas de espartillo. Caminaron un largo trecho en medio de la
espesura, apenas iluminados por la luz de la Luna, hasta que apareció derruida choza
de troncos en medio de un claro.
Ella
empujó la puerta, que se abrió con un chirrido. Adentro había un catre de
madera con pieles de vaca y oveja, una mesa rústica y silletas. Parte del techo
estaba caído y dejaba ver un cielo tachonado de estrellas.
Ella
encendió un cabo de vela sobre una botella y el ambiente se volvió más
agradable.
–Aquí
solíamos venir con Cristóbal. Era nuestro refugio.
Él la contempló
en silencio, expectante. Ella se sentó en la cama.
Afuera
se escuchaba el canto de extrañas aves, gruñidos de fieras que él no alcanzaba a
reconocer.
–¿Sabés…?
Ese camión aguatero que se perdió en el Chaco… Me hubiera gustador ir con él…
Quedarme allá.
El
chico se acercó y se sentó a su lado.
–Algún
día escribiré esa historia. Y vos irás en ese camión… Te lo prometo.
En
medio de las sombras, a él le pareció ver una sonrisa en el rostro de Salu’i.
Luego
escuchó su voz, apenas un susurro…
–Vení…
–Salu’i,
yo nunca antes…
–Sí, lo
sé. No te preocupes, vení…
Augusto
sintió las manos suaves que lo aferraban, lo atraían. Sintió los labios a la
vez húmedos y ardientes que encendían su piel, mientras afuera se escuchaba el
extraño concierto de animales, los sonidos mágicos de la noche chaqueña, que
por esta vez quedaba tan lejos del estruendo de los cañones y fusiles.
***
“Teníamos el proyecto de
ir a la guerra, a pasarla bien, pero la pasamos muy mal. Primero, porque no nos
dejaban ir a ningún lugar que oliera a combate. Yo estuve en el servicio de
enfermería, barriendo, levantando camillas, tamboverá eté, soldadito para todo…
Había tenido mis primeras experiencias sexuales en Casado, en el Chaco, con una
enfermera, con consecuencias ingratas, una infección que coincidió con un
paludismo ultragalopante”.
(Confesiones de Augusto
Roa Bastos en el libro “Caídas y resurrecciones de un pueblo” de Rubén Bareiro Saguier.)