Ella era una
humilde niña campesina de Yhú, de 11 años de edad, cuando estalló la guerra
civil de 1947. Un pelotón de milicianos ocupó el pueblo y tomó de rehén a los
pobladores, mientras los combatientes atracaban con violencia las casas,
apoderándose de la comida y de todo lo que hallaban de valor.
Ella
permaneció escondida en un sobrado, tapada con un una manta, con el rostro
aplastado contra las tablas, temblando ante el riesgo de ser descubierta y
violada, mientras las botas y las armas pasaban una y otra vez a poca
distancia, entre el eco de las risas siniestras y los desesperados gritos de
auxilio. Ella me reveló esa historia íntima muchos años después, en un largo
viaje hacia su memoria más profunda, y la sentí todavía estremecerse de terror.
Ella creció
con la angustia de esos años de pobreza y exilio interior, cuando vio alzarse la
sombra de una naciente dictadura, sin tener idea de lo que significaba. Recogió
la sangre de su hermano asesinado por una estúpida enemistad, en un cruce de
caminos. Despertó al amor juvenil de un arribeño concepcionero que supo
llevarla al altar con sus boleros nostálgicos, y le construyó una casa con sus
propias manos, en donde dio a luz a sus cuatro hijos.
Ella sintió
que un puñal atravesó su corazón, el día en que su pequeño segundo hijo varón
murió en sus brazos de pulmonía, porque en aquel pueblo aislado del mundo no
había un solo médico que pudiera prestarle auxilio.
Ella mudó su
hogar desde las verdes soledades de Yhú a la calcinada frontera de Canindeyú,
solidaria compañera de su marido en cada aventura laboral. Y cuando se quedó viuda
y desamparada, una trágica noche de 1979, ella enjugó sus lágrimas y se
arremangó la camisa, para que nunca en la vida les falte el pan a sus hijos. No
quiso volver a amar a ningún otro hombre, pero se prodigó en amor, amistad,
alegría y ganas de vivir.
Su nombre
era Nilda Victoria. Era mi madre. Su corazón se le quebró repentinamente, un
miércoles 6 de mayo de 2009, en Ciudad del Este, quizás por haberlo usado
tanto.
Pido
disculpas si este texto adquiere un tinte demasiado personal, pero el
particular homenaje a mi mamá es también el homenaje a todas la madres
paraguayas, abnegadas y sufridas, heroínas anónimas, las que hacen que este
país siga siendo grande y único, a pesar de todos los infortunios.
El sábado
último antes de su adiós, en el cumpleaños de su nieta Abi, ella estaba feliz,
radiante, porque se había logrado el milagro de juntar a la familia tan
dispersa. Le pregunté entonces qué iba a querer como regalo por el Día de la
Madre, y me contestó, sonriente: “Yo solo quiero que mis hijos sean felices”.
Así que,
perdónenme, no puedo darme el lujo de estar triste.
Que hermoso y conmovedor,y si amigo,no estes triste,ya lo dijiste,se lo debes a tu mama...
ResponderEliminarDescobri este blog por acaso e gostei imenso de ler. Este texto é comovente, eu sei o que é não ter mãe, mas devemos perpetuar os bons momentos, pois as pessoas que nos são queridas vivem para sempre na nossa mente, no nosso coração.
ResponderEliminarParabéns pelo blog.
Saudações do Porto - Portugal
Jupp - www.aimagemdaviagem.blogspot.com
Sinceramente conmovedora la historia de tu mamá Andres.. un ejemplo de vida a seguir..! es una lástima que no habite mas la tierra fisicamente, pero tene por seguro que en espiritu te acompaña siempre=)
ResponderEliminarSaludos desde la capital de la República del Guaira.-
Que lindo homenaje a tu madre! Doña Nilda seguro desde el cielo te bendice y esta feliz!!
ResponderEliminarGracias por compartir tus recuerdos con nosotros! Siempre es encantador leerte.
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