Este texto comenzó a nacer en 1985, en un
campamento juvenil en Hohenau, cuando dos chicas me pidieron que les ponga en
un papel las razones por las que escribo. Era para una revista cultural
mimeografiada que se editaba en un colegio de Encarnación.
Diez años después lo reescribí, para leerlo
en el acto de lanzamiento de mi primera novela, “El último vuelo del Pájaro
Campana”.
Mi amigo Víctor Riveros le puso música y me
sorprendió gratamente al cantarlo una noche, en la plaza. Hasta entonces, yo no
sabía que un discurso o un artículo periodístico se puedan cantar.
Después vi un fragmento utilizado en un
afiche artesanal, también una pintura inspirada en el texto, y hasta una perfomance
teatral. Una versión más breve se publicó en El Correo Semanal de última Hora,
en 1996.
***
Hay un
país que nos espera al otro lado de la niebla…
Un país
que todavía no conocemos y sin embargo extrañamos.
Un país
cuya belleza no se puede pintar sobre el papel, porque está dibujado en el mapa
de las emociones.
Un país
cuya geografía pertenece al intangible territorio de los sueños.
Un país
que está hecho con la madera de nuestras mejores utopías, e iluminado con el
sol de nuestros recuerdos más felices. Incluso, con los recuerdos de las cosas
que todavía no sucedieron.
Sé que
ese país existe, pero no sé muy bien dónde queda.
Buscándolo,
voy en peregrinación por esta tierra de sombras, y en el camino me encuentro
con mucha otra gente, buscadores peregrinos igual que yo.
Me
encuentro, por ejemplo, con los pueblos guaraníes. Perseguidores del paraíso
que vienen marchando desde el principio de los tiempos, bailando
incansablemente alrededor de una hoguera que no se apaga nunca, por más fuerte
que caiga la lluvia y por más violentos que azoten los rabiosos vientos del norte.
Ellos bailan al son de una música más antigua que la memoria, figuras etéreas
que se elevan en el aire, cada vez más leves, hasta casi volar, rozando con sus
dedos el mítico yvy marae’y, la
tierra sin mal.
Me
encuentro también con espectrales procesiones campesinas. Hombres y mujeres con
la geografía del dolor dibujada en su propia piel, buscando incansablemente a
la vieja tierra que alguna vez los hizo a su propia imagen y semejanza, para de
sí arrojarlos.
Me
encuentro con jóvenes desesperanzados y confundidos. Caras de plástico en medio
del cemento ardiente. Ellos buscan ansiosamente la imagen de su verdadero
rostro, pero en lugar de espejos solo encuentran pantallas de televisores.
¿Existirá
otra mitad nuestra en esa tierra que nos aguarda…?
¿Qué estará
haciendo, mientras tanto, con tanta felicidad desperdiciada…?
A
veces, en el anochecer de un día agitado, me paro en alguna esquina de la
ciudad, y espero con infinita paciencia el ómnibus que me ha de conducir hasta
allá, pero casi siempre me equivoco de parada, porque hay algún desgraciando
que anda cambiando las señales de los carteles.
Hay
ocasiones en que sí tengo suerte y encuentro la parada correcta… pero entonces
sucede que el último ómnibus ya viene desbordado de gente, y hay un chofer sin
rostro que no hace ningún caso a mis desesperados gestos. Entonces el ómnibus
pasa de largo, llevándose mis esperanzas, y yo me quedo allí, sentado en el
umbral de algún viejo caserón colonial, con una caja de cigarrillos vacía y una
tristeza que no me cabe en el cuerpo.
Sé que
por allí, en algún lugar de esta atribulada geografía, tiene que haber un
portón secreto, algún callejón mítico, un tape po’i tridimensional, que de
seguro nos ha de conducir hasta ese país de sueños.
Si,
tiene que haberlo. Pero, ¿cómo diablos encontrarlo entre toda esta maraña de
carteles luminosos, de afiches publicitarios que ofertan felicidad envasada e
ilusiones prefabricadas por computadoras?
A veces
la niebla se disipa un poco, y entonces veo señales más o menos claras,
fragmentos de imágenes del otro país.
Un arpa
desgranando trinos de campanas en medio de la selva.
Un
hachero que se cansa de tumbar quebrachos y comienza a cortar cadenas en los
obrajes del norte.
Un
hombre y a una mujer pintados de barro, con un bebé que gime entre los brazos,
atravesando los esteros de un yerbal hacia un horizonte inundado de luz.
Una
guarania que vuela libre como una paloma sobre ríos y cordilleras.
Una
desgarrada bandera tricolor, rescatada por las manos de un niño en medio de un
campo de batalla.
Una
pluma que se hunde hasta el mango en el papel y escribe con sangre una historia
nueva.
Esas
imágenes me dicen que ese país de sueños y este país de pesadilla, en el fondo
son la misma cosa, aunque no lo parezcan.
Porque
ese otro país tendrá que nacer de este mismo.
Es más:
ya está naciendo.
Poquito
a poco.
A
contraviento. A contramuerte.
Este
país oscuro hoy tiene a un paisito de colores abultándole la panza.
Este
país doloroso está embarazado de esperanza.
Y de
nosotros -de cada uno de nosotros- depende que ese alumbramiento alguna vez sea
total y fecundo.
Porque
este país de pesadilla,
de
promeseros profesionales,
de
caudillos y mandamases,
de
niños pervertidos y poetas olvidados,
de
robacoches al acecho,
de
jueces en oferta,
de
burócratas corruptos y de generales que se mueren por ser presidentes...
este viejo
país nunca dará paso al otro nuevo país, si no hacemos todo el esfuerzo, cada
uno a su manera, con lo suyo.
Yo no
sé hacer otra cosa que escribir.
Por eso
escribo.
Porque
es mi manera de atravesar la niebla, y hacer un poquito de fuerza para que
avancemos juntos hacia el otro país.
Sé que
escribir no me va a permitir tener una mansión con pileta, ni un Jaguar
convertible, ni una cuenta numerada en un banco de Suiza, ni todas esas cosas
que, según dicen por allí, construyen el camino de la felicidad.
No es
esa la felicidad que quiero, sino la de esta gran alegría de saber que no estoy
solo, de saber que hay mucha gente que peregrina conmigo, aunque con muchos
quizás no nos hayamos visto nunca, y nos cuesta reconocernos.
Pero
hoy siento el eco abrumador de sus pasos y la grata calidez de sus abrazos.