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La fachada de la Catedral ideada por Gaudí resplandece en medio de las sombras, en Tañarandy. |
#CrónicasDeLaMemoria
Por Andrés Colmán Gutiérrez
(Este ensayo forma parte del libro Tañarandy, la revolución del arte,
publicado en 2012, con fotografías de René
González. Versión actualizada).
Una
inmensa galería de arte al aire libre. Una utópica aldea rural en el interior
del Paraguay, con humildes casas pintadas en alegres y coloridas imágenes de
estilo naif. Veinte mil personas caminando sobre una alfombra de estrellas
encendidas, en medio de la noche. El cuadro de La última cena de Leonardo Da Vinci encarnado
por autores campesinos en medio de un verde anfiteatro natural. Verdes y
bucólicas calles sin asfalto, limpias y cuidadas, con basureros floridos, con
carteles poéticos, con señales de tránsito diseñadas como si fueran cómicos
dibujos animados. Gente simpática, orgullosa y hospitalaria, que te abre de par
en par las puertas de su casa y las de su corazón. Un lugar en donde la
religiosidad y la cultura popular son una permanente clave de identidad, una
vital tradición que se renueva, una festividad colectiva permanente.
Imagina
todo eso e imaginarás Tañarandy.
Semana
Santa en la tierra de los irreductibles
Cuando el Sol empieza a caer detrás del verde horizonte, se
encienden las fogatas y se inicia el momento mágico.
Más de
quince mil luminarias, hechas con cáscara de apepu bordean los tres kilómetros del sendero de tierra de la calle
principal, conviertiendo al Yvaga rape
(camino al Cielo) en una especie de alfombra llameante, sobre la cual transitan
las personas con la sensación de andar entre estrellas.
Acompañando
a la procesión de la Virgen de los Dolores, la multitud avanza lentamente,
candiles de colores en las manos, flotando en el quejumbroso canto de los
estacioneros, noche adentro, país adentro, al encuentro de las raíces de una
identidad más antigua que la memoria.
Es
Viernes Santo en el pequeño poblado campesino de Tañarandy, en las afueras de la
ciudad de San Ignacio Guasu, Misiones, a unos 226 kilómetros de Asunción. La
celebración de la Semana Santa Yma Guaré
-parte de una expresión artística comunitaria conocida como “barroco efímero”,
protagonizada por los moradores de Tañarandy y dirigida por el pintor Koki Ruiz-
se encuentra en su momento de apogeo.
La
experiencia, iniciada de manera experimental en 1992 con un reducido grupo de
pobladores, ha ido creciendo hasta convertirse en todo un fenómeno religioso,
artístico, cultural y turístico, que año tras año convoca a una impresionante
multitud de personas, que llegan desde diversos puntos del Paraguay y del
exterior.
Ya es
noche cerrada cuando la procesión se acerca al gran anfiteatro natural de la
Fundación la Barraca, a la entrada del pueblo, donde el espectáculo central tendrá
su momento culminante, con un gran montaje que cada año sorprende por su
variedad.
Suenan
en vivo las arpas barrocas. Voces líricas entonan canciones de época. Se
encienden luces y reflectores para configurar escenas oníricas en rústicos
escenarios. Escenas de obras maestras de la pintura universal son recreadas por
actores de carne y hueso. Tecnología digital multimedia combinada con la
creatividad más artesanal. Todo contribuye a la creación de un clima sensorial
que durante pocos minutos envuelve al público en un estado de éxtasis que
resulta difícil de describir y de narrar.
El
Viernes Santo convoca a una muchedumbre estimada entre 15.000 a 20.000
personas, que desborda los espacios geográficos de Tañarandy, buscando
apropiarse de sus secretos, de sus encantos y sus misterios.
Promocionada
por los catálogos turísticos como “la mayor y más espectacular celebración de
la Semana Santa en el Paraguay”, la “celebración de las luces” de Tañarandy es,
sin embargo, mucho más que una multitudinaria procesión religiosa, un gran
espectáculo cultural o un exitoso evento turístico. Es la conmovedora historia
de una comunidad que, alentada por el artista Koki Ruiz, supo descubrir en su
propia memoria, en su tradición cultural y religiosa más antigua, y en el arte incorporado
como forma de expresión y organización social, la esencia vital que le ayudaría
a dejar atrás todos los años de soledad para conectarse y proyectarse al mundo
sin traicionar ni modificar su propia identidad.
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La procesión de Yvaga rape, en la noche del Viernes Santo, por la calle principal de Tañarandy. |
Los tañarandygua: Herejes y demonios irreductibles
Hace
más de cuatrocientos años, cuando los misioneros de la Compañía de Jesús
iniciaron la fundación de sus legendarias Reducciones Jesuíticas en la región
Sur del Paraguay, hubo pueblos de indios que se resistieron a ser “reducidos” e
incorporados al proyecto misionero.
Uno de
ellos se encontraba muy cerca de la Misión de San Ignacio Guasu, fundada el 29
de diciembre de 1609. Su feroz resistencia a la cruzada evangelizadora y su
actitud rebelde e insumisa le valieron a sus habitantes el rótulo de “demonios”
(aña, en guaraní) y herejes.
Es el
mismo pueblo conocido hasta nuestros días con el nombre de Tañarandy.
Investigando
acerca del origen de la denominación, Koki Ruiz encontró una carta del
misionero jesuita Roque González de Santacruz –canonizado como el primer Santo
paraguayo- en el que menciona que “a solo media legua” (dos kilómetros y medio)
de donde se encontraba la Misión de San Ignacio Guasu, estaban aquellos que no
querían formar parte de las Reducciones, viviendo “en estado salvaje”.
Desde
hace más de una década, un colorido cartel explica a los visitantes: “Tañarandy
(tierra de los herejes o demonios). En la actualidad, el revisionismo histórico
le otorga el significado equivalente de: tierra de los irreductibles”.
Esta marginación
casi voluntaria de la aldea se mantuvo con el tiempo.
Hasta
principios de 1990, Tañarandy era una compañía rural en los suburbios de la
ciudad de San Ignacio, habitados por campesinos considerados humildes e incultos,
aquellos que en la visión cultural campesina guaraní del Paraguay son
considerados como campaña gua o koyguá (habitantes del campo, poco instruidos),
y hacia quienes existía tradicionalmente cierto sentimiento de desvalorización,
marginación o desprecio, por parte de los ciudá
gua (habitantes de la ciudad).
“Cuando
era niño (entre 1950 y 1960), la gente de la ciudad siempre se refería a los
pobladores de Tañarandy con prejuicios, con un tono burlón, considerándolos los
koyguá, los campaña gua. Tañarandygua
era una especie de insulto, de burla”, recuerda Ruiz.
La
granja de los abuelos de Koki – convertida en centro y espacio
de creación de toda su actividad cultural y donde actualmente vive con su
familia- se encuentra a la entrada a Tañarandy. El artista recuerda que en el
seno de su propia familia, prácticamente tan tañarandyguá como sus vecinos, se
manejaban los mismos prejuicios discriminadores: “Una de nuestras hermanas
nació aquí, en la estancia de mis abuelos, porque se adelantó el parto y no
hubo tiempo de ir al hospital. Nosotros, los que habíamos nacido en la ciudad nos
burlábamos diciéndole que era de Tañarandy. Ella lloraba porque no quería ser
una koyguá, no quería ser de la
campaña”.
Los
propios habitantes de Tañarandy aceptaban esa situación y se resignaban a ser
los habitantes de una aldea olvidada en los alrededores de San Ignacio. Hasta
que un día cualquiera de 1992, aquel mita’i
akahatá, hijo de los Ruiz Pérez y antiguo vecino del pueblo, entonces ya
convertido en un joven artista plástico que, contradictoriamente, buscaba sus
raíces mientras soñaba emigrar a Estados Unidos o Europa, regresó a su Misiones
natal para desencadenar un proceso que se transformaría en una de las mas
revolucionarias experiencias que el arte ha provocado hasta ahora en un pueblo
del Paraguay.
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Koki Ruiz ante el cuadro donde se expondrá la recreación de la obra El Cristo de San Juan de la Cruz, en Tañarandy. |
Los inicios de una revolución
artística
Delfín
Roque Ruiz Pérez, más conocido por su nombre artístico, Koki Ruiz, nació en San
Ignacio Guasu en 1957.
Realizó
sus estudios primarios en su ciudad natal. Las lecciones de dibujo y pintura de
la hermana Silvestra, una talentosa monja eslava de la Congregación de las
Vicentinas, despertaron su temprana vocación artística ya en las aulas del
prescolar. Cursó la secundaria en el colegio San Blas de Obligado, entre
maestros y sacerdotes alemanes, donde integró el club de pintores. Tras
concluir la secundaria, fue a estudiar arquitectura a Sao Paulo, Brasil, pero
se desencantó de la carrera y regresó a Asunción.
“En sus
inicios, Koki utilizaba los dedos como pincel, empleaba aceite usado de tractor
para plasmar sobre bolsas de arpillera sus figuras que eran coloreadas con
jabón y harina”, narra el periodista Javier Yubi en un reportaje en ABC Color. “Pintor
autodidacta, fue experimentando con colores que él mismo conseguía en la
naturaleza, y en sustitución de los pinceles, usó su dedo y otros elementos a
manera de espátula”, comenta el crítico Lisandro Cardozo, en el Diccionario de las Artes Visuales del
Paraguay.
A los
25 años de edad, un cuadro suyo fue entregado a una subasta de beneficencia. El
propietario de una galería lo descubrió y contactó con él: con este golpe de
suerte inició su exitosa carrera de pintor. En 1977, Koki Ruiz obtuvo el Primer
Premio Artista Joven en el Bosque de los Artistas, y en 1979 el Primer Premio
en Dibujo, en el “Salón de Humor” del diario La Tribuna. En 1985 realizó su
primera muestra individual, “Cosecheros de algodón”, en la Galería Propuestas. En 1986 participó en la prestigiosa Feria
ARCO de Madrid, España. En 1987 expuso en la First Art Biennal Canning House, en
Londres, Inglaterra. Desde entonces, su nombre integra la lista de pintores
paraguayos más renombrados y cotizados internacionalmente.
A
principio de 1990, Koki fue invitado por el gobierno municipal de San Ignacio
para realizar una obra a la entrada de la ciudad. Esto permitió al municipio
participar del Concurso de los Pueblos, promovido en aquella época por la
Dirección Nacional de Turismo. El proyecto llevó a Koki a instalarse varias
semanas en La Barraca, la antigua granja de sus abuelos, en Tañarandy. “La
invitación me tomó por sorpresa. En esa época, yo soñaba como todo artista con
mudarme a Nueva York, París o Madrid, exponer en las galerías importantes junto
a los grandes pintores internacionales. Pero también quería colaborar con mi
ciudad natal, aunque sea esporádicamente”, recuerda.
La antigua
granja de sus abuelos estaba un poco abandonada y deteriorada, pero el contacto
le trajo recuerdos de su niñez. Empezó a realizar refacciones, pensando que
podía convertirla en un lugar para venir pasar las vacaciones en familia.
Al otro
lado del arroyo estaba la olvidada comunidad de Tañarandy, la que tantos
recuerdos le traía de su niñez. Andando por sus calles polvorientas, saludando
a la gente, reconociendo a viejos amigos, Koki empezó a considerar que era
posible realizar una intervención artística en esa comunidad tan particular. Mientras
las ideas daban vueltas en su cabeza, empezó a diseñar el portal que le pedía
el municipio.
“Buscaba
un tema relacionado con la historia y la identidad cultural de San Ignacio, que
uniera la cultura guaraní con la jesuítica. Se me ocurrió trabajar el tema del
tiempo. Los misioneros tenían una visión renacentista del tiempo. Lo
organizaban en horarios precisos para aprovecharlo al máximo, para vivir santa
y dignamente el día entero. Incluso escribieron un libro, El buen uso del tiempo. Tenían horas para levantarse, comer,
trabajar, ir a misa, dormir… todo muy bien ordenado. Los indígenas, en cambio,
concebían el tiempo de manera diferente, en ciclos naturales, y para ellos cada
ciclo tenía un sentido distinto. Diseñé
un una escultura que tenía como centro a un reloj solar de piedra”. El portal
se encuentra sobre la Ruta 1, a la entrada de la ciudad. Las semanas que Koki
pasó trabajando en el proyecto despertaron otras ideas.
Era
1992 y se acercaba la Semana Santa. Recordó que los habitantes de Tañarandy mantenían
prácticas rituales que en su niñez siempre le parecieron mágicas, con antorchas
encendidas y luminarias hechas con cascaras de apepu y grasa animal, con procesiones y el canto de los
estacioneros. Cuando se enteró que esas prácticas se habían ido perdiendo,
pensó en preparar una celebración pequeña que permitiera rescatarlas.
“Mientras
trabajaba en la construcción del portal, tuve tiempo de visitar con más frecuencia
a los vecinos de Tañarandy. En esos días se había emitido por televisión un
reportaje sobre una exposición que realicé en Punta del Este, Uruguay. Las
personas me reconocían, se acercaban y me decían ‘Te vi anoche en la tele’. Sucedió
algo curioso. Los habitantes se hicieron la idea de que yo era un artista que
tallaba o pintaba santos. Me invitaban a visitar sus casas para mostrarme sus
propios santos y capillas hogareñas. Así descubrí algo precioso: la gente de
Tañarandy seguía conservando una religiosidad popular muy profunda”.
Esa
sensación se ahondó cuando empezó a asistir a los funerales de la comunidad:
“Me fascinó todo el ritual de los velorios, las mujeres vestidas de negro, el
luto cerrado y algunas cuestiones simbólicas, como por ejemplo mantener la
silla vacía del difunto en la mesa del comedor durante el almuerzo. Supe que
había una veta cultural muy rica para trabajar en lo artístico, y que había que
hacer algo bueno con toda la gente de Tañarandy”.
La
primera procesión, aquella Semana Santa de 1992, fue apenas un ensayo pequeño
en el patio de La Barraca. La granja de la familia Ruiz Pérez está ubicada en
medio de un huerto de denso follaje, en un entorno agreste. A la entrada hay
una gran zanja y una elevación causada por la remoción de tierra para construir
el terraplén del camino, un anfiteatro natural que Koki utilizó para ambientar
una réplica del Monte del Calvario.
“La
primera celebración la hicimos solo en el patio de La Barraca. Invité a unos
pocos vecinos de Tañarandy, que me ayudaron a hacer las luminarias y las
antorchas. Aunque ya no se hacían los candiles de apepu, varios adultos mayores recordaban la técnica y nos la enseñaron.
Lo mismo pasó con las antorchas de takuara.
Todo estaba muy vivo en la memoria. Entre los que asistieron estaban don Taní (José
Estanislao Coronel, excombatiente del Chaco, poblador pionero ya fallecido) y
sus hijos. Me interesaba que estuvieran sobre todo las hijas, que siempre
vestían de negro. Para contrastar le pedí a los varones que vistieran camisas
blancas. Para mi eran personajes reales de una obra artística, parte de una
escenografía fantástica. La procesión que hicimos fue de apenas unos cien
metros. Resultó algo muy lindo, pero entonces no pensamos en que eso tendría
continuidad. A los pocos días regresé a Asunción”, recuerda el artista. Pero la
semilla ya estaba sembrada. Lo que había sucedido en aquella primera Semana
Santa de 1992 ya estaba corriendo de boca en boca, entre la gente del pueblo.
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Compartiendo el tradicional chipa apo en el hogar de una de las familias de Tañarandy. |
Tañarandy hace suya la propuesta
“Aunque
el punto de partida fue una procesión religiosa -el rescate de la celebración
de Semana Santa a lo Yma-, buscaba desarrollar
fundamentalmente un hecho artístico con la gente”, resume Koki Ruiz la manera
en que fue tomando forma lo que hoy denomina “barroco efímero”.
Le
había impresionado mucho la obra del fotógrafo norteamericano Spencer Tunick,
quien recorría varias ciudades del mundo convocando a la gente a posar desnuda
en su famosa serie de imágenes de desnudos colectivos. La gran participación
que lograba le resultaba asombrosa. “Quería hacer algo parecido, pero no quería solamente ‘contratar’ personas
para posar en una obra mientras otros observaban, sino que todos fueran
partícipes de la misma creación de la obra, que los espectadores sean parte
misma del espectáculo. Ese fue el propósito de lo que comenzamos a elaborar,
aunque muchos lo veían solo como una celebración ritual de la Semana Santa, o
incluso como un evento turístico”, explica.
En la
Semana Santa de 1993, la segunda procesión con luminarias y antorchas se
realizó nuevamente en el patio de La Barraca, pero esta vez el camino recorrido
como la cantidad de personas que participaron fue mucho mayor. Varios habitantes de Tañarandy se habían acercado
a Koki semanas antes, diciéndole que querían participar en la organización,
aportando ideas nuevas y agregando elementos de la tradición que en principio
no estaban contemplados.
Al
final de esa segunda celebración, todavía “casera”, el compromiso entre el
pintor y los habitantes había quedado pactado: la siguiente procesión de Semana
Santa debía hacerse a lo largo de la calle principal del pueblo, para que todos
los habitantes y visitantes invitados pudieran participar.
En
abril de 1994, la tercera procesión se inició en La Barraca y llegó hasta el
primer cruce de Tañarandy, recorriendo aproximadamente setecientos metros entre
unas mil luminarias de apepu y una
hilera de antorchas de takuara
iluminando el camino. “Para ese tercer año, toda la gente estaba emocionada,
entusiasmada. Me encontraba con personas de la comunidad que me decían: ‘Este
año va a venir mi hija a participar desde Buenos Aires’. La gente se fue
apropiando de la propuesta, colaborando activamente, aportando ideas. Yo vivía
en Asunción, pero viajaba unos quince días antes de Semana Santa para organizar
todo junto a la comunidad”, cuenta Koki.
La
organización fue creciendo. Se formaron grupos para confeccionar las luminarias,
los candiles y las antorchas. Otros se encargaban de reparar los caminos, de
armar los escenarios, de pintar y engalanar los frentes de las casas por donde
iba a pasar la procesión. Tañarandy se había apropiado de la propuesta.
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Uno de los primeros murales pintado por Cecilio Thompson en la pared de la humilde vivienda de la familia León, sobre la calle Amorcito. Actualmente este mural ya no existe. |
Cecilio Thompson: La
reinvención de un artista y de un pueblo
Cuando
vio un cartel pintado por Cecilio Thompson, Koki Ruiz sintió que al fin encontró
lo que estaba buscando. Cecilio era un agricultor de Tañarandy a quien le
gustaba pintar. Su técnica era rudimentaria, pero estaba impregnada de talento
y creatividad.
En 1996,
a Koki se le ocurrió otra idea fuera de lo común: promover el uso de carteles
publicitarios artesanales hechos por pintores populares en los comercios de la
ciudad de San Ignacio. Esto con el doble propósito de dar trabajo a los
artistas locales, como Cecilio, y dotar de una identidad artística propia al
entorno. La idea no prosperó en San Ignacio, pero si en Tañarandy.
El
pequeño pueblo solo tenía dos almacenes muy pequeños y humildes, cuyos propietarios
no estaban en condiciones de pagar por los carteles artesanales. Así que
decidieron, mas por diversión que por negocio, pintar unos pequeños carteles al
frente de cada casa, con el apellido de la familia y un dibujo alegórico al
oficio o la actividad principal del hogar. Si la familia tenía vacas lecheras y
vendía leche, pintaban a una señora ordeñando una vaca. Si el jefe de familia
era un excombatiente de la Guerra del Chaco, aparecía con su uniforme militar
en la trinchera.
Los
pobladores se fueron entusiasmando a medida que veían el trabajo terminado. Muy
pronto, todo el proceso se convirtió en una fiesta popular. Las visitas para
pintar carteles se convirtieron en una excusa para matar gallinas, encender el tatakua y preparar sopa paraguaya. Había
quienes pedían que les pintemos sus paredes; así nacieron los murales y las
ventanas falsas. Cecilio estaba a la vez sorprendido y entusiasmado. Comenzó
siendo un pintor serio y formal, pero enseguida asomó su veta más creativa y
juguetona, al punto que su técnica naif se convirtió en el sello visual de
Tañarandy.
El
cambio visible del pueblo se reflejó en el propio Cecilio. “Hasta entonces era
solamente un vecino más, pero al descubrir las preciosas pinturas que iba
dejando casa por casa, todos se sorprendieron: ‘E’a, ¿koa piko Cecilio rembiapo?’ (‘Increible, ¿esto es obra de
Cecilio?). Él se sintió valorado, querido, respetado. Empezó a dar lo mejor de
sí”, evoca Koki Ruiz. En 1998, Cecilio Thompson fue seleccionado para
representar al Paraguay en la Bienal de Sao Paulo, Brasil. Era la primera vez
que un artista popular del interior del país accedía a un evento internacional
de tanta trascendencia.
A
Cecilio se fueron uniendo otros pintores populares como Teodoro Meza, con
quienes Koki formó el taller Felipe Santiago Apocatú, como parte de la
Fundación La Barraca. Esta se convirtió en un centro de enseñanza para los
jóvenes lugareños que deseaban aprender pintura, escultura en piedra, tallado
de madera, a los que luego se sumarían experiencia de teatro y danza, así como
la creación de los famosos “cuadros vivientes”.
Aunque
fallecido prematuramente, Cecilio Thompson sobrevive en los murales, carteles y
pinturas de toda Tañarandy. Su legado continúa en el trabajo de sus compañeros
y en el de una nueva generación de
jóvenes artistas, entre quienes se destaca su hija, Cheli Thompson. Entre todas
las obras de Cecilio, la más recordada es la que dejó en la calle Amorcito.
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Cartel que marca la entrada a la calle Amorcito, pintado originalmente por Cecilio Thompson y restaurado recientemente por su hija Cheli y otros jóvenes pintores de la comunidad. |
Una calle para enamorarse
Si
usted viaja desde Asunción, aproximadamente dos kilómetros antes de llegar a
San Ignacio, a la mano izquierda de la Ruta 1 encontrará un polvoriento camino
de tierra que se interna en medio de un verde valle campesino. La única
referencia visible es un rústico cartel del lado derecho que dice: “Kandire,
arte en bambú”. Es una de las entradas al onírico mundo rural de Tañarandy. No
dude en ingresar allí.
Apenas
haya transitado unos pocos metros, en un recodo del camino se encontrará con un
colorido cuadro de pintura de estilo naif, que representa en cuatro escenas la
vida de una pareja campesina. En el primer cuadro, el hombre y la mujer se
abrazan y se declaran su amor bajo un cielo de luna y estrellas. En el
siguiente, ambos están vestidos de novio ante el altar. En el tercero, el
hombre acaricia con ternura la abultada panza de su esposa, y en el último la
pareja posa con sus seis hijos, bajo un radiante sol. Una leyenda le informa
que usted ha llegado a Amorcito, la calle más artística y romántica de todo el
Paraguay.
El
pintoresco nombre nació cuando el grupo de jóvenes pintores que entonces
conformaban el taller artístico de la Fundación La Barraca decidieron darle a
una de las calles de Tañarandy un toque especial, con pinturas y refranes de
escenas románticas.
“Casualmente,
sobre esa calle vivían unas hermosas chicas de quienes los jóvenes del taller
estaban perdidamente enamorados. Entonces, cuando comenzamos a pensar en qué
nombre le íbamos a dar al lugar, uno de los pintores comentó: ‘En esa calle
vive mi amorcito’. Al instante, otro exclamo: ‘¡Y llamémosle calle Amorcito,
entonces!’. La propuesta fue muy festejada, y así quedó”, recuerda Koki.
Gracia
al sello característico de Cecilio Thompson,
la complicidad Teodoro Meza y varios jóvenes del taller Felipe Santiago
Apocatú, así como a la activa participación de los vecinos, la calle Amorcito
se transformó en una exposición permanente. El proyecto se concibió como un
largo corredor de arte a cielo abierto, donde cada poste de alumbrado público,
cada cercado, cada vivienda, cada elemento del entorno es integrado como obra
de expresión creativa.
La
mayoría de los motivos de las pinturas en las paredes de las casas se eligieron
a pedido de los dueños. Así, la familia Ojeda pidió que se pinte en la puerta
del pequeño oratorio una imagen de Santa Lucía, a quien la familia rinde culto
desde hace varias generaciones. En cambio, los niños de la familia León
pidieron a los artistas que pinten a su brava mamá montando precisamente al
animal que designa su apellido. A lo largo de la calle, los artistas fueron
además diseminando también carteles con ñe’enga
y frases románticas, que en muchos casos encerraban mensajes en clave para
alguna muchacha destinataria de sus amores.
Con los
años, el viento el sol y la lluvia comenzaron a desteñir y borrar muchas de las
pinturas. Un equipo integrado por una nueva generación de artistas se encargó
de restaurarlas a fines de mayo de 2011. Entre ellos estuvo Cheli Thompson,
quien restauró varias de las pinturas de su padre Cecilio, agregando algunas
nuevas. El proyecto fue acompañado por creativos de la agencia publicitaria
Oniria, registrado por la cineasta Renate Costa, celebrada directora del documental Cuchillo
de Palo.
Orgullosos
de las maravillas artísticas que pueblan su calle, los tañarandyenses reciben
con amabilidad a los visitantes, invitan con agua fresca y comparten su alegre
modestia, mientras cuentas las historias que dieron vida a cada uno de los
cuadros. Y desde hace algún tiempo se ha empezado a difundir una leyenda: la
calle Amorcito es el mejor lugar para enamorarse.
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El mural de Kandire, con sus colores y detalles originales, antes de haber sido restaurado por su propio autor. |
Vírgenes, ovnis y kurupis en el mural de
Kandire
El
cuadro mural de 4 x 2,50 metros está allí, ya un poco descolorido por el paso
del tiempo y la acción de la intemperie, en la pared de una pintoresca vivienda
de estilo colonial, en medio del verde paisaje de Tañarandy.
Conocido
como “el mural de Kandire”, es considerada la obra maestra de Cecilio Thompson,
el ya fallecido pintor popular de estilo naïf, que les imprimió su propio sello
visual a los carteles y cuadros que pueblan Tañarandy.
El
mural tiene su propia historia, iniciada en los años 90, cuando el empresario
belga Baudoin Quartier y su esposa, la sicóloga y educadora paraguaya Mirtha
Isabel Clari, establecieron su “lugar en el mundo” en Tañarandy, una finca
rural a la que denominaron Kandire, rescatando una palabra indígena que significa
“resurrección” o “lo que nunca muere”.
La
pareja buscaba que la casa-quinta de sus sueños pudiera generar además ingresos
como destino turístico, con un restaurante y una cabaña rústica, construida de
bambú o takuára, en forma de pirámide.
En un
sector de la propiedad, establecieron un huerto con cultivos de bambú orgánico
y una barraca-escuela para desarrollar la artesanía en takuára.
En
marzo de 1999, los Quartier Clari invitaron a Cecilio Thompson a que les pinten
un mural. El artista deliró con la propuesta, retratando en múltiples y
pintorescos detalles el universo cultural de Tañarandy.
Una
aldea llena de vida y color se destaca contra un fondo de noche campesina,
tachonada de estrellas y Luna llena resplandeciente, como la que los visitantes
suelen observar en las procesiones de Semana Santa.
El
elemento más llamativo es el sobrevuelo de un ovni o platillo volador, con dos
alienígenas asomando en las ventanillas. Poco antes de iniciar la pintura, una
pareja de pobladores aseguraba haber visto que un ovni sobrevoló la propiedad de
la familia Quartier Clari, y que incluso llegó a posarse en el patio. Cecilio
se apropió de la leyenda de ciencia ficción y la combinó con otras más clásicas
y populares.
En el
mural se puede ver a un oscuro y enorme Luisón o Lobisón caminando por las
calles, tras la camioneta blanca del pintor Koki Ruiz. Más atrás, un poblador
armado con un machete obliga a correr desnudo al “sombrero ka’a” o amante de su
esposa, mientras la mujer, también desnuda, se oculta tras la pared.
El
Kurupi, otro mítico duende guaraní, acecha con su enorme falo a una vecina. Hay
taxis amarillos en las calles, una fiesta popular con arpas y guitarras, familias
mirando televisión, aventureros cavando en busca de plata yvyguy (tesoro enterrado).
El propio dueño de casa, Baudoin Quartier, es retratado instruyendo a los
integrantes de un equipo de fútbol en la quinta de Kandire, mientras la
calavera fantasma de un vecino fallecido durante un asado, ronda el lugar.
En el
cielo nocturno, junto al plato volador, flotan tres imágenes de la Virgen de
Caacupé, simbolizando a las estrellas conocidas como “las tres Marías”, al
igual que otro grupo de siete estrellas con forma de cabras representan a “las
siete cabrillas”.
En
2004, el propio Cecilio retocó el mural y alteró algunos detalles de la versión
original.
Desde
entonces, muchos visitantes incluyen la visita a Kandiré y el ritual de tomarse
fotos frente al mural como una estación obligada en los tours de Semana Santa
por Tañarandy.
En
2011, debido a sus compromisos empresariales en Brasil, los Quartier Clari
vendieron la propiedad. Los nuevos dueños de Kandire prometieron que no
cerrarán las puertas del local, y que el mural de Cecilio Thompson seguirá
siendo un patrimonio artístico compartido
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Koki Ruiz imparte instrucciones a los actores que encarnan La Última Cena, de Da Vinci. |
Cuadros que respiran
¿La Última Cena de Leonardo Da Vinci,
representada por actores de carne y hueso en medio del agreste paisaje de una
aldea rural del Paraguay?
La sola
enunciación ya resulta sumamente exótica y atractiva. Y para quienes tienen la
oportunidad de presenciarlo, resulta un momento inolvidable.
Los cuadros vivientes de Tañarandy se han
convertido en una de las principales atracciones de la Semana Santa misionera,
y aunque haya escenas que se repiten años tras años, reclamadas por el público,
también hay constantes innovaciones y sorpresas.
La
experiencia empezó en el 2004, cuando se programó la visita de un grupo de
estudiantes para conocer de cerca lo que se hacía en Tañarandy. A Koki Ruiz se
le ocurrió crear una atracción nueva, utilizando a los jóvenes de la comunidad
como estatuas vivientes.
“Recreamos
la historia precolombina con sus rituales, las misas chamánicas. Creamos una ambientación
de la misa indígena y en contraposición la misa gregoriana con música de Doménico
Zípoli. Los jóvenes que actuaron se entusiasmaron tanto que decidimos también agregar
a cuadros vivientes a las celebraciones de Semana Santa”, cuenta Ruiz.
Desde
entonces, al final de la procesión, en el anfiteatro al aire libre de La
Barraca, la multitud se dispone a aguadar y admirar los imponentes cuadros vivientes. Algunos son
reproducciones de obras pictóricas, como La
Última Cena de Da Vinci, o el Cristo
de San Juan de la Cruz de Salvador Dalí; otros son recreaciones animadas a
partir de obras escultóricas, como el Éxtasis de Santa Teresa”, del italiano
Lorenzo Bernini.
A
partir de 2010, los organizadores decidieron presentar los cuadros vivientes en un teatro montado en un antiguo molino, en el
centro de San Ignacio, cobrando la entrada. La nueva ubicación permite que el
público aprecie y disfrute del espectáculo con mayor intensidad, y a la vez
aportar recursos a la organización.
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Mural tras el altar de la capilla de Tañarandy. |
Superando cuestionamientos
Aunque
tiene muchos admiradores, la “revolución del arte” en Tañarandy también ha
encontrado detractores y cuestionadores, principalmente en ámbitos políticos y en
sectores la misma Iglesia Católica.
En los
primeros años en que empezó a crecer la convocatoria, a mitad de la década de 1990,
el entonces Obispo de Misiones, monseñor Carlos Milciades Villalba, cuestionó
en varias oportunidades la “organización paralela” de una procesión religiosa y
explicó que la misma no contaba “con la autorización de la Iglesia”, llegando a
pedir a los fieles que no acudan a una actividad pagana, que era “mas turística
que religiosa”.
El
entonces párroco de San Ignacio, el sacerdote jesuita José “Pepe” Ortega,
heroico defensor de los campesinos de las Ligas Agrarias perseguidos por la
dictadura stronista, también cuestiónó la experiencia de Tañarandy, pero por
razones distintas a las del obispo. Seguidor de la teología de la liberación,
Ortega consideraba que lo de Tañarandy era una simple manifestación de rescate
de la religiosidad popular, con un efecto alienante que frenaba el despertar de
la conciencia social de los humildes.
“A los
ataques de monseñor Villalba no hicimos caso. Con el pa’i Ortega, a quien tengo
mucho respeto, hablamos y a discutimos en varias ocasiones. Él, desde la
teología de la liberación, planteaba que la religiosidad popular no sirve para
liberar al pueblo, solo trae más confusión. En cambio yo sostenía que el arte
unido a los elementos populares del cristianismo pueden desencadenar también
procesos liberadores”, relata Koki Ruiz.
Durante
los primeros años, miembros de la jerarquía católica evitaron apoyar a las
ceremonias de Tañarandy, haciendo llegar “mensajes” a los fieles para que no
acudan a “la Semana Santa paralela y no autorizada”. Pero sacerdotes y monjas eran
vistos caminando entre la multitud que crecía año tras año en la pequeña comunidad
campesina.
Pero la
propia dinámica de la manifestación popular fue cambiando la relación. Sacerdotes
jesuitas se hicieron cargo de la capilla de Tañarandy, donde los pintores
realizaron una admirable intervención artística. La visita de un alto directivo
del Museo de Arte Sacro del Vaticano, quien exaltó “la extraordinaria obra” que
se realiza en el lugar, ayudó a que los cuestionamientos eclesiales se fueran
disipando cada vez más.
La
comunidad tampoco escapa al celo de los actores políticos.
“Históricamente,
los Tañarandygua siempre han sido muy libres e independientes. A diferencia de
otras compañías, aquí ningún caudillo puede decir que los de esta comunidad son
sus electores cautivos”, afirma Koki. En esto también se reafirma la fama de “irreductibles”.
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Con René González, co-autor del libro sobre Tañarandy, compartimos con don Roque Griffith, el último excombatiente de la Guerra del Chaco en la comunidad. (Falleció en 2013). |
Tañarandy, experiencia abierta al futuro
La
experiencia de Tañarandy delinea con claridad los retos de asumir el presente
sin perder el arraigo del pasado ni la visión del futuro. Es en sus tradiciones
y en su encanto de pequeño pueblo rural donde radica su principal fortaleza.
Fue la propia comunidad quien se opuso a que la Municipalidad de San Ignacio
pavimente la calle principal de tierra donde se realiza el Yvaga rape: “Los
habitantes del pueblo saben que eso es justamente lo que se valora de
Tañarandy, este paisaje rústico, con color rojo y verde. Saben que los candiles
encendidos sobre el asfalto ya no tendrían sentido”, afirma Koki.
Para la
gente de Tañarandy, el asfalto no es la única señal de progreso. Como explica
Koki, el pueblo eligió mantener su identidad rural: “Esto no significa que la
comunidad no haya mejorado su nivel de vida, que todo lo que hicimos y seguimos
haciendo no haya ayudado a su crecimiento, a su organización y desarrollo”. Los
pobladores han empezado a generar una serie de pequeños proyectos de
emprendedores, como puestos de artesanía, cantinas, comedores, playas de
estacionamiento de vehículos y alojamientos campestres.
A pesar
de múltiples y repetidas ofertas, Koki y los habitantes de Tañarandy se han
resistido a caer en la tentación de comercializar la experiencia. Gran parte de
los costos de la organización se financian con fondos recaudados por la venta
de sus cuadros. La Fundación también ha comenzado a obtener recursos propios,
pero la mayor parte del trabajo sigue siendo voluntario y es asumido por toda
la comunidad.
¿Es
Tañarandy una experiencia anarquista, de utopía socialista o una revolución
social realizada a través del arte? Los
investigadores sociales probablemente encontrarán los rótulos más apropiados. Mientras
tanto, Tañarandy continúa viviendo su experiencia única y singular, la de una
comunidad humilde y laboriosa que encarnó en sí misma la célebre frase atribuida
al escritor ruso León Tolstoi: “Pinta de blanco tu aldea y serás universal”.