La designación de Adalberto Martínez Flores como nuevo arzobispo de Asunción es un hecho positivo para un país donde la religión católica sigue siendo determinante en la vida nacional.
Desde el
retiro y posterior fallecimiento de monseñor Ismael Rolón, el legendario arzobispo
que marcó líneas de valentía, equilibrio y dignidad a la conducción de la
Iglesia Paraguaya en momentos críticos durante la dictadura stronista
-probablemente el mejor obispo paraguayo en la historia, junto al misionero
Juan Sinforiano Bogarín-, la arquidiócesis de Asunción cayó en manos de
prelados que no supieron estar a la altura de las circunstancias.
El sucesor de Rolón, monseñor Felipe Santiago Benítez, si bien tuvo actitudes valientes en sus primeros años como obispo de Villarrica, cuando acompañó la lucha de los campesinos de las Ligas Agrarias, luego cayó en una onda de conservadurismo extremo y tuvo actitudes lamentables durante sucesos de crisis políticas como el Marzo Paraguayo. Le siguió Pastor Cuquejo, también reconocido por conservador y con actitudes muy condescendientes con los círculos de poder.
Su sucesor, Edmundo Valenzuela, pasará a la historia como uno de los obispos más reaccionarios del catolicismo paraguayo, abiertamente enfrentado a sectores progresistas de su propia Iglesia, con cuestionables gestos de encubrimiento a sacerdotes acusados de acoso sexual a miembros de la feligresía, en un momento en que la máxima conducción de la Iglesia Católica, encarnado por el Papa Francisco, intenta una política de apertura y diálogo con sectores tradicionalmente estigmatizados o excluidos.
Adalberto Martínez llega a la conducción de la Arquidiócesis de Asunción -el liderazgo más importante en la estructura de la Iglesia paraguaya-, con una trayectoria relevante, de perfil generalmente bajo ante las exposiciones mediáticas, conocido por sus actitudes de prudencia y equilibrio (que también caracterizaba a monseñor Rolón), pero con gestos de valentía en tiempos críticos, tal como lo podemos atestiguar en el relato que incluimos a continuación.
Monseñor Martínez no es un obispo en la línea de la Teología de la Liberación (como lo es, por ejemplo, el obispo emérito de Misiones, monseñor Melanio Medina, o como lo fueron, en su momento, el fallecido obispo de Concepción, Anibal Maricevich, o el luego renunciante obispo de San Pedro, Fernando Lugo, que llegó a la presidencia del país), pero es un prelado sensible a la situación social. Tampoco es un obispo a quien se pueda considerar conservador, aunque aferrado a la tradición litúrgica y social de la Iglesia, es conocido por su espíritu de apertura y por su buena formación teológica e intelectual.
El siguiente relato, que forma parte de nuestra novela “El país en una plaza”, narra un episodio absolutamente real, de cómo monseñor Adalberto Martínez asumió en la noche del 26 de marzo de 1999 y en la madrugada del 27 de marzo, tras la masacre de los jóvenes en la Plaza del Congreso, el rol de autoridad de la Iglesia en busca una pacificación y de resultados concretos de Justicia. Todo lo que no hizo el entonces arzobispo. El relato lo escribimos en base al testimonio de los sacerdotes jesuitas Fernando López y Óscar Martínez, además de varios otros testigos.
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CAPÍTULO 38 DEL LIBRO “EL PAÍS EN UNA PLAZA – LA NOVELA DEL MARZO PARAGUAYO
Un
terrible alarido le obligó a cerrar los ojos. Era el grito de dolor de un joven
carapintada, herido de un balazo en la pierna, que se retorcía sobre el piso de
la plaza, mientras sus compañeros trataban desesperadamente de encontrar ayuda
médica.
El joven
sacerdote jesuita Fernando López sintió que lo dominaban la impotencia, la
angustia, las lágrimas.
Con su
vaquero desteñido y su remera ajada, su característico look hippie, había
estado allí días y noches, compartiendo junto a los manifestantes como uno más,
sin que muchos supieran siquiera su condición de religioso. Nunca había creído
que los partidarios del Gobierno se atreverían a tanto. Nunca había pensado que
estaría llorando la muerte de tan queridos compañeros.
¿Y ahora
qué...?, se preguntaba. ¿Cómo detener esta locura desbordada?
Al lado
suyo, otro joven sacerdote jesuita, Óscar Martínez, no pudo contenerse al ver
que un grupo de agentes salían del interior del Cuartel Central de
Era casi
medianoche. A pasos rápidos Óscar cruzó la calle, seguido por Fernando, y
encaró al que parecía tener más alto rango.
–Discúlpeme.
Yo soy el pa’i Martínez y él es el pa’i López. Queremos decirles que estamos
indignados por lo que está sucediendo. ¡No es posible que ustedes no hagan nada
por detener a los francotiradores, sino que además sean cómplices de los que
están asesinando a estos jóvenes!
El
oficial lo observó, inexpresivo. Hizo un gesto de cansancio.
–Mire,
pa’i. Nosotros no tenemos nada que ver. Solo cumplimos órdenes. ¿Por qué no
entra allí y habla con nuestro comandante? ¡Él es el que está dirigiendo
todo...!
–¡Entonces
me va a escuchar...! –dijo Óscar, y se dirigió resuelto hacia la entrada.
En la
guardia, dos uniformados intentaron cerrarles el paso.
–¡Somos
sacerdotes jesuitas...! –les gritó Fernando–. ¡Queremos hablar urgentemente con
el comandante de
–¡Ah...
entonces pasen! –les dijo el oficial–. Justo, en este momento, el comandante
está hablando con el obispo de ustedes.
Los dos
curas se miraron. El oficial pidió que lo acompañen y los guió a través de un
largo corredor hasta un despacho ubicado al fondo. La puerta estaba abierta y
desde el interior se escuchaban voces y gritos.
Al entrar
vieron al obispo auxiliar de Asunción, monseñor Adalberto Martínez, quien
discutía acaloradamente con el comandante de
–¡No
espere más, comandante...! ¡Por favor...! –rogaba el obispo–. ¡Envíe ahora
mismo una dotación de policías para detener a esos francotiradores que están
disparando contra los jóvenes de la plaza, antes de que maten a más
personas...!
–Calma,
calma, monseñor... –respondió el comandante, parsimonioso–. Estamos tratando de
hacer lo posible. ¡Tampoco puedo poner en peligro la vida de mis hombres!
–¿Entonces
va a dejar que sigan matando...? –intervino Fernando.
–¡Esos
tipos están disparando desde edificios de altura! –exclamó el comandante–.
Sería como mandar a nuestra gente a un matadero. Mejor vamos a esperar el apoyo
de algún equipo especializado en este tipo de operativos. ¡Tengan paciencia,
señores!
Fernando
no podía creer lo que estaba escuchando. De nuevo estaba viendo las escenas de
los chicos cayendo ante sus ojos, de nuevo escuchaba los alaridos de dolor.
Salió al corredor, nervioso.
El
oficial que los había guiado a la entrada se le acercó, sigiloso.
–Padre,
discúlpeme... quiero decirle algo...
–¿Sí...?
–¿Sabe
usted quien se encuentra allí, en la oficina al lado de la comandancia?
–¿Quién...?
–preguntó Fernando, intrigado.
–El
ministro del Interior, Carlos Cubas. El hermano del presidente de
–¿De
verdad? ¡Es una excelente idea! ¡Gracias...!
–No diga
que yo le dije, padre –pidió el oficial.
Fernando
volvió a entrar al despacho, se dirigió junto a monseñor Martínez y le habló al
oído. El obispo lo escuchó con atención y luego asintió con la cabeza. El
comandante de
–¡Espere...!
¿A dónde va, monseñor? –gritó, con el tubo en la mano, pero ya era tarde.
En la
oficina de al lado, sentado frente a un escritorio, el capitán Carlos Cubas
estaba hablando con otro hombre, cuando vio que la puerta se abría.
–Buenas
noches, señor ministro. Disculpe la interrupción. Soy el obispo auxiliar de
Asunción, monseñor Adalberto Martínez, y quisiera hablar con usted sobre los
graves hechos de la plaza.
El
capitán Cubas se levantó con una ancha sonrisa.
–¡Bienvenido,
monseñor...! Es la providencia quien lo envía. ¡Tenemos que encontrar juntos
una salida a la crisis...!
–Entonces...
¿por qué no empieza y manda detener a los francotiradores? –le pidió el obispo,
mientras le estrechaba la mano.
–¡Hace
rato que le he dado la orden al jefe de Policía para que lo haga...!
–Él dice
que no está en condiciones de hacerlo.
–¡No
puede ser...! ¡Ese hombre no está respondiendo...! –exclamó, furioso, el ministro–.
¿Dónde está...?
Atravesó
la sala y entró en el despacho contiguo, en donde el comandante de
–¡Si, mi
general...! ¡Como usted ordene, mi general...! –decía.
El
ministro le arrebató el tubo del teléfono de las manos y colgó con fuerza.
–¿Qué
pasa...? –se molestó el comandante.
–Pasa que
usted no está obedeciendo mis órdenes –le increpó el ministro–. Al parecer está
recibiendo órdenes paralelas. ¿Quién era el general con el que estaba hablando?
Como toda
respuesta, el comandante se limitó a esbozar una sonrisa nerviosa.
El
oficial de guardia entró a la oficina.
–Permiso,
señor ministro... El señor Aníbal Cabrera Verón, fiscal general del Estado, y
el señor juez Gustavo Ocampos se encuentran aquí y solicitan verlo.
–¡Adelante...!
El
oficial cedió el paso a dos hombres vestidos con traje, acompañados de una
joven mujer que portaba una gruesa carpeta.
–¡Buenas
noches, señor ministro...! –le saludó el fiscal general–. Aquí le estamos
trayendo personalmente una orden judicial para allanar inmediatamente el local
del Correo Central y el edificio Zodiac, desde donde están disparando los
francotiradores, y para que se proceda a detener a todas las personas que
resulten involucradas.
El
ministro recibió el papel, le dio un rápido vistazo y lo extendió frente a la
cara del comandante policial.
–¡Muy
bien, señor comandante! ¡Aquí tiene la orden judicial...! ¡Espero que le
resulte suficiente! ¡Hágala cumplir en seguida...!
El comandante recogió el papel, esbozó otra sonrisa nerviosa y salió del despacho.
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“El país
en una plaza – La novela del Marzo Paraguayo”. Editorial Servilibro, 2014.
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